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—Las excavadoras se necesitan en otro sitio —gruñó Andrei. El maldito cordón no se dejaba atar.

—¿En qué otro sitio podrían hacer falta? —se agarró enseguida el planificador desnudo—. Por lo que sé, nuestra Gran Obra está aquí. ¿Dónde se necesitarían entonces las excavadoras? ¿En la Más Grande? No he oído de la existencia de ésa.

«No sé por qué demonios me pongo a discutir contigo —pensó Andrei con maldad—. ¿Y por qué estoy discutiendo con este tipo? Hay que estar de acuerdo con lo que diga y no discutir. Si le hubiera dicho que sí un par de veces, se hubiera callado. No, no se hubiera callado, se habría puesto a contar alguna historia de tías en cueros... De lo útil que le resulta divertirse mirándolas. O de cualquier otra imbecilidad.»

—Pero ¿de qué se queja? —dijo, irguiéndose—. Le piden que trabaje sólo una hora al día y se queja como si le estuvieran metiendo una regla por el ano. Qué desgracia, se ha arrancado una ampolla. Un accidente laboral.

El tipo desnudo de planificación urbana lo miró, sorprendido, con la boca entreabierta. Enclenque, peludo, con las rodillas hinchadas, con esa pancita...

—¡Trabajamos para nosotros mismos! —prosiguió Andrei con encarnizamiento mientras se anudaba la corbata—. No es para otros, nos piden que trabajemos para nosotros mismos. Pues no, de nuevo nos molestamos, de nuevo no nos viene bien. Seguro que hasta el Cambio paleaba mierda, ahora trabaja en planificación urbana pero sigue quejándose... —Se puso la chaqueta y se dedicó a doblar el chándal. Y, en ese momento, el tipo de planificación urbana logró articular palabra.

—¡Aguarde, caballero! —gritó, ofendido—. ¡No se trata de eso! Estaba hablando de racionalidad, de eficacia... ¡Qué curioso! Tomé parte en el asalto a la alcaldía. Y le digo que si ésta es la Gran Obra, deberíamos traer los equipos para acá. ¡Y no le permito que me grite!

—Qué gran cosa, conversar con usted aquí... —dijo Andrei, mientras envolvía el chandal en un periódico sobre la marcha y salía del vestidor.

Selma lo esperaba ya sentada en un banco no lejos. Fumaba, pensativa, mirando hacia la excavación, con las piernas cruzadas como de costumbre, fresca y rosada tras la ducha. Andrei sintió un pinchazo desagradable al pensar en la posibilidad de que aquel aborto peludo hubiera babeado mientras la miraba precisamente a ella. Se le acercó y le acarició el cuello fresco.

—¿Nos vamos?

La chica levantó los ojos hacia él, sonrió y frotó la mejilla contra su mano.

—Déjame terminar el cigarrillo —le propuso.

—De acuerdo —asintió Andrei, se sentó y también se puso a fumar.

En la excavación trabajaban centenares de personas, la tierra salía volando de las palas, el sol sacaba destellos a los metales. La fila de carretillas llenas de argamasa llegaba hasta el otro lado, y junto a las planchas de hormigón se amontonaban los trabajadores del siguiente turno. El viento hacía arremolinarse el polvo rojizo, difundía fragmentos de marchas militares que salían por los altavoces colocados sobre columnas de cemento, hacía balancearse enormes planchas de contrachapado con consignas descoloridas: «Geiger ha dicho: ¡es necesario! La ciudad responde: ¡lo haremos!». «La Gran Obra es un golpe contra los no humanos», «El Experimento está por encima de los experimentadores».

—Otto prometió que hoy estarían las alfombras —dijo Selma.

—Eso está muy bien —se alegró Andrei—. Coge la más grande. La pondremos en el salón.

—Yo la quería para tu despacho. En la pared. Acuérdate, te lo dije el año pasado cuando nos mudamos.

—¿En mi despacho? —pronunció Andrei, pensativo. Se imaginó su despacho, la alfombra y las armas: sería impresionante—. Correcto. Muy bien, en el despacho.

—Pero llama sin falta a Rumer —dijo Selma—. Que nos mande un obrero.

—Llama tú misma —dijo Andrei—. No creo que tenga tiempo... No, está bien, yo llamo. ¿Adonde hay que mandarlo? ¿A casa?

—No, directamente al almacén. ¿Vendrás a comer?

—Sí, seguramente. A propósito, Izya sigue amenazando con pasar por allí.

—¡Pues muy bien! Invítalo, y que venga hoy por la noche. Hace muchísimo tiempo que no nos reunimos. Y hay que invitar a Van, que venga con Maylin.

—Aja —dijo Andrei. No había pensado en Van—. Y, además de Izya. ¿tienes intención de invitar a alguno de los nuestros? —preguntó, con precaución.

—¿De los nuestros? Podría llamar al coronel —dijo Selma, indecisa—. Es muy simpático. En general, si vamos a invitar hoy a alguno de los nuestros, que sea en primer lugar a los Dollfuss. Ya hemos estado dos veces en su casa, me resulta violento.

—Si viniera sin la mujer —dijo Andrei.

—Eso es imposible.

—¿Sabes qué? —dijo Andrei—. Por ahora, no los llames. A la noche, decidimos. —Veía con claridad que Van y los Dollfuss no se iban a llevar bien—. ¿No sería mejor invitar a Chachua?

—¡Genial! —dijo Selma—. Se lo echaremos a la mujer de Dollfuss. Todos lo pasarán muy bien. —Tiró la colilla—. ¿Nos vamos?

De la excavación salía una polvorienta multitud de Grandes Constructores en dirección a las duchas. Eran obreros de la fundición, sudorosos y habladores.

—Vámonos —dijo Andrei.

Se dirigieron a la parada de autocares por un caminito de arena entre dos filas de tilos escuálidos, resembrados poco tiempo antes. Allí había dos vehículos descascarados, rebosantes de gente. Andrei miró su reloj: faltaban siete minutos para que salieran. Unas mujeres, con el rostro enrojecido, echaban fuera del primer autocar a un borracho, que daba gritos mientras las mujeres chillaban con voces histéricas.

—¿Vamos con la canalla o a pie? —preguntó Andrei.

—¿Tienes tiempo?

—Sí. Vámonos caminando, junto al precipicio. Allí hace más fresco.

Selma lo tomó del brazo, torcieron a la izquierda, bajo la sombra de un edificio de cinco pisos rodeado por un encofrado de madera, y se encaminaron al precipicio por una callecita adoquinada.

Aquella zona estaba totalmente abandonada. Crecía hierba en las calles y se veían casitas vacías en mal estado, a punto de derrumbarse. Antes del Cambio, y después, en los primeros momentos, no era seguro pasear por estos lugares, no sólo de noche, sino también de día; por doquiera había prostíbulos, guaridas de maleantes, destilerías clandestinas; allí vivían peristas, buscadores profesionales de oro, prostitutas que ayudaban a robar a sus clientes y otros miserables por el estilo. Más tarde, se encargaron de ellos; a unos los pescaron y los desterraron a las ciénagas, como mano de obra de los granjeros; a otros, los delincuentes menores, los espantaron simplemente; en la precipitación fusilaron a algunos, y todas las cosas de valor que se encontraron en el lugar fueron confiscadas por la ciudad. Las barracas quedaron vacías. Al principio, las patrullas vigilaban, pero después, cuando ya no fue necesario, las retiraron, y en los últimos tiempos se anunció públicamente que aquellas barracas serían eliminadas. Y en su lugar, a lo largo de todo el precipicio y dentro de los límites de la ciudad, se extendería una franja de parques y un complejo de ocio.

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