—¡Me acuerdo muy bien de ti, hijo de perra, me acuerdo! —gritaba Kensi, sin ceder—. Robabas el dinero de las escuelas, miserable, y ahora te presentas como coadjutor...
—¡Os hundiré en la mierda, eso es lo que vais a comer! ¡Enemigos de la humanidad!
—¡Cállate, culo de puta! ¡Cállate antes de que te ponga la mano encima!
—¡Movimientos bruscos! ¡Os lo imploro...!
Andrei, como hipnotizado, incapaz de moverse, no apartaba los ojos del atizador humeante. Se daba cuenta, sabía, que ocurriría algo horrible, irreparable, y que ya no podría impedirlo.
—¡Vosotros, a la horca! —gritaba salvajemente el subadjutor, con los ojos inyectados de sangre, moviendo de un lado a otro su enorme pistola automática. De alguna manera, mientras todos gritaban y chillaban, había logrado extraer el arma de la funda, y la agitaba sin sentido, sin dejar de dar gritos penetrantes, pero en ese momento Kensi saltó hacia él y lo agarró por las solapas del abrigo. Zwirik trató de liberarse, empujando con ambas manos, y a continuación sonó un disparo, otro y otro más. El atizador describió una curva silenciosa en el aire, y todos quedaron paralizados.
Zwirik estaba solo en el centro del despacho y su rostro se volvía gris por momentos. Se frotaba con una mano el hombro lastimado por el atizador, mientras la otra continuaba extendida hacia delante. La pistola yacía en el suelo. Los tipos de la puerta, con la boca abierta del susto, habían bajado sus carabinas.
—Yo no quería... —pronunció Zwirik con voz temblorosa.
El taburete cayó de la mano de Dennis con estruendo, y sólo entonces Andrei comprendió a quién miraban todos. A Kensi, que retrocedía muy lentamente, con un movimiento extraño, mientras se cubría con ambas manos la parte inferior del pecho.
—Yo no quería... —repetía Zwirik con voz llorosa—. ¡Dios es testigo de que yo no quería!
A Kensi se le doblaron las piernas y se derrumbó suavemente, casi sin ruido, junto al hogar, sobre un montón de ceniza y restos de papel, y después de emitir un sonido torturado y confuso, se llevó lentamente las rodillas al vientre.
En ese momento, con un terrible grito, Selma clavó las uñas en el rostro de Zwirik, grueso, brillante, grisáceo, mientras todos los demás corrieron hacia el caído como para protegerlo, se agacharon sobre él y un minuto después Izya se irguió, volvió hacia Andrei el rostro, torcido por una extraña mueca, alzando mucho las cejas.
—Muerto... —balbuceó—. Asesinado.
Sonó el timbre del teléfono. Sin darse cuenta de qué hacía, Andrei, como en sueños, extendió la mano y tomó el auricular.
—¿Andrei? ¿Andrei? —Era la voz de Otto Frijat—. ¿Estás bien? ¿Sano y salvo? ¡Gracias a Dios, estaba preocupado por ti! Ahora todo marchará perfectamente. Ahora Fritz nos protegerá, en caso de cualquier cosa...
Dijo algo más, habló de embutidos, de mantequilla, pero Andrei no lo escuchaba.
Selma lloraba, inconsolable, agachada en un rincón y agarrándose la cabeza entre las manos, mientras el subadjutor Raymond Zwirik frotaba sus mejillas grises, embadurnándolas con la sangre que salía de profundos arañazos y, como si de un mecanismo roto se tratara, repetía constantemente una misma frase.
—Yo no quería. Juro por Dios que no quería...
CUARTA PARTE
Señor consejero
UNO
El agua que caía estaba tibia y tenía un sabor asqueroso. La alcachofa de la ducha estaba demasiado alta, no lograba alcanzarla con la mano, y los chorritos anémicos empapaban cualquier cosa menos lo que debían. Como era habitual, el desagüe estaba atascado y había un charco sobre la rejilla. En general, era asqueroso tener que esperar. Andrei escuchó con atención: en el vestidor seguían riéndose y conversando. Al parecer, alguien había mencionado su nombre. Andrei se retorció y se volvió de espaldas, intentando que el chorrito le llegara a la columna vertebral, pero resbaló y tuvo que agarrarse de la rugosa pared de cemento, maldiciendo a media voz. Que el diablo se los lleve a todos, bien que hubieran podido pensar en construir una ducha aparte para los funcionarios del gobierno. Tenía que esperar allí, como si se dispusiera a echar raíces...
En la puerta, delante de su nariz, alguien había arañado unas palabras: mira a la derecha. Maquinalmente, Andrei miró a la derecha. Ahí habían arañado: mira hacia atrás. Andrei sonrió y cayó en la cuenta de que conocía todo aquello desde que estaba en primaria; en su momento él mismo había escrito aquellos letreros. Cerró el grifo. Había silencio en el vestidor. Entonces, abrió con cuidado la puerta y echó un vistazo. Gracias a Dios, se habían largado...
Salió, haciendo eses sobre los mosaicos ennegrecidos, encogiendo los dedos de asco. Fue hacia donde colgaba su ropa. De reojo percibió un movimiento en el rincón, se volvió y vio unas nalgas escuálidas, cubiertas de vello negro. Siempre era lo mismo: alguien, desnudo y de rodillas, miraba por una grieta hacia el vestidor femenino. El tipo estaba tan atento que parecía de piedra.
Andrei cogió su toalla y comenzó a secarse. Era una toalla barata, cuartelaria, que apestaba a fenol, y no absorbía el agua sino más bien la extendía por la piel.
El tipo desnudo seguía fisgoneando. Su pose antinatural recordaba la de un ahorcado: por lo visto, el agujero de la pared lo había hecho un adolescente, era incómodo y quedaba muy abajo. Después, al parecer, perdió el objeto de su atención. Suspiró ruidosamente, se sentó, bajó los pies y fue entonces cuando vio a Andrei.
—Ya se ha vestido —dijo—. Qué mujer más bella.
Andrei se quedó callado. Se puso los pantalones y comenzó a calzarse.
—De nuevo me he vuelto a arrancar la ampolla —dijo el tipo desnudo, que se examinaba la palma de la mano—. Ya ni sé cuántas veces. —Extendió la toalla y la miró por ambos lados con gesto dubitativo—. Lo único que no entiendo —prosiguió, mientras se frotaba la cabeza—, es que no traigan las excavadoras. Una excavadora nos sustituiría a todos. Andamos paleando tierra como esos...
Andrei se encogió de hombros y gruñó algo que ni siquiera él mismo entendió.
—¿Eh? —preguntó el hombre desnudo, asomando la oreja por detrás de la toalla.
—Digo que en toda la ciudad sólo hay dos excavadoras —explicó Andrei, con irritación. Se le había roto el cordón del zapato derecho y ya no le quedaría más remedio que seguir la conversación.
—Pues yo creo que si las trajeran para acá... —replicó el tipo desnudo, mientras se frotaba con energía el pecho lleno de vellos, parecido al de un pollo—. Pero a pala... Hay que saber trabajar con la pala, y yo pregunto: ¿cómo vamos a saber eso, si somos de planificación urbana?