—Cállate —masculló Andrei.
—Palabra de honor —susurró Selma—. Estuvo un momentito, ya se disponía a marcharse...
—¿Se iba sin pantalones? —preguntó Andrei con frialdad, intentando espantar con desesperación aquel repulsivo recuerdo: él, sin fuerzas, sostenido por el tío Yura y Stas, se tropezó en el vestíbulo de su piso con un tipo bajito y casi albino, que cerraba presuroso los faldones de una bata bajo la cual se veían unos calzoncillos de franela: junto al hombro del tipo se veía el rostro despreciable, inocente y ebrio de Selma. La inocencia fue sustituida primero por el susto, y después por la desesperación.
—Pero él fue así por todos los pisos, ¡en bata! —susurraba Selma.
—Por favor, cierra la boca —dijo Andrei—. Cállate, te lo pido por Dios. No soy tu marido, no eres mi esposa, ¿qué me importa todo eso?
—¡Pero yo te amo, cariño! —susurraba Selma con desesperación—. Sólo a ti...
El tío Yura tosió con fuerza.
—Alguien viene —dijo.
Delante de ellos, en la niebla, apareció una enorme silueta negra que se aproximaba, y cuando estuvo cerca encendió los faros. Se trataba de un potente volquete. Con una sacudida del motor se detuvo a unos veinte pasos del carretón. Se oyó una voz chillona que emitía unas órdenes, unos hombres saltaron por los laterales y comenzaron a avanzar por la calle. Se oyó cómo se cerraba la portezuela, otra silueta oscura se separó del camión, se detuvo un instante y después, sin prisa, se encaminó directamente hacia el carretón.
—Viene para acá —dijo el tío Yura—. Oye, Andrei... no te metas en la conversación. Hablaré yo.
El hombre se acercó al carretón. Al parecer, era aquel miliciano del abrigo corto, con un brazalete blanco en la manga. De su hombro, con el cañón hacia el suelo, colgaba un fusil.
—Ah, los granjeros —dijo el miliciano—. Saludos, muchachos.
—Saludos, siempre que no te burles —replicó el tío Yura y calló.
El miliciano titubeó y sacudió la cabeza en gesto de indecisión.
—¿No tenéis pan para vender? —preguntó con cierta vergüenza.
—Vaya, ahora quiere pan —replicó el tío Yura.
—Bueno, digamos que carne, o patatas...
—Te voy a dar yo patatas...
El miliciano se sintió totalmente cortado, sorbió por la nariz, suspiró y miró hacia su camión.
—¡Allí, allí yace otro! —gritó de repente con un alivio indefinido—. ¡Cagones ciegos! ¡Allí yace otro que se ha quemado! —A continuación echó a correr por el pavimento, chancleteando con sus pies planos. Se lo podía ver haciendo ademanes y dando órdenes a otras personas que, replicando y quejándose con desgana, arrastraban algo oscuro, lo levantaban con esfuerzo, lo balanceaban y lo echaban a la caja del camión.
—Quería patatas —gruñó el tío Yura—. ¡Y carne!
El camión comenzó a moverse y pasó muy cerca de ellos. Hedía de forma horrible, a lana quemada y carne chamuscada, y estaba lleno hasta arriba. Unas monstruosas siluetas retorcidas pasaron por delante de las paredes de los edificios, débilmente iluminadas. De repente, Andrei sintió que se le ponía la piel de gallina: de aquel horrible montón de cuerpos sobresalía, blanca, una mano humana con los dedos muy separados. Los hombres que iban en la caja del camión, agarrándose unos de otros y de los costados, se agolpaban junto a la cabina. Eran cinco o seis, personas de aspecto decente, con sombrero.
—Enterradores —dijo el tío Yura—. Es lo normal. Ahora van al basurero y punto. ¡Ah, Stas nos hace señas! ¡Trrrr!
En la neblina iluminada que tenían ante sí se veía la silueta larga y desmañada de Stas. Cuando el carretón llegó a su altura, el tío Yura se inclinó de repente y lo miró con atención.
—¿Qué te pasa, hermanito? —dijo, casi con miedo—. ¿Qué te ha ocurrido?
Stas no respondió, intentó montar de lado en el carretón pero no lo logró, hizo chirriar los dientes, después se agarró de la tabla lateral con ambas manos y se puso a contar algo con voz balbuceante.
—¿Qué le pasa? —preguntó Selma en un susurro.
El carretón avanzaba lentamente hacia el sitio donde disparaban y seguían zumbando los motores, mientras Stas caminaba a su lado, agarrado con ambas manos como si no tuviera fuerzas para trepar, hasta que el tío Yura, inclinándose, lo hizo subir al pescante.
—Pero, ¿qué te ocurre? —preguntó a toda voz el tío Yura—. ¿Podemos seguir adelante? Habla con claridad, no balbucees.
—Madre de Dios —dijo Stas con voz nítida—. ¿Para qué hacen eso? ¿Quién ha dado semejante orden?
—¡Trrr! —gritó el tío Yura, como para que lo oyera toda la ciudad.
—No, tú sigue, sigue —dijo Stas—. Se puede seguir. Lo que no se debe es mirar... Señorita —dijo volviéndose hacia Selma—, no debe usted mirar, vuelva la cabeza, en esa dirección... y, en general, no mire nada.
A Andrei se le hizo un nudo en la garganta, miró a Selma y vio los ojos de la chica, tan abiertos que parecían ocupar toda la cara.
—Sigue, Yura, sigue —mascullaba Stas—. ¡Dale un par de azotes, pasemos corriendo! —gritó—. ¡Al galope, al galope!
El caballo salió a toda velocidad, por el lado izquierdo las casas desaparecieron, la niebla retrocedió, se disolvió y apareció el Bulevar de los Babuinos: la fuente del ruido estaba, sin duda, allí. Una fila de camiones, con los motores encendidos, formaba un semicírculo en el bulevar. Sobre los camiones y entre ellos había gente con brazaletes blancos, y por la calle, entre arbustos y árboles que ardían, corrían personas con pijamas a rayas y babuinos totalmente enloquecidos. Tropezaban, se caían, trepaban a los árboles, se desprendían de las ramas, intentaban esconderse entre los arbustos, mientras los que llevaban brazaletes blancos disparaban sin parar con fusiles y ametralladoras. El pavimento estaba cubierto por multitud de cuerpos, algunos de los cuales humeaban o ardían. De uno de los camiones salió un chorro siseante de fuego acompañado por nubes de humo, y otro árbol, del que colgaban muchos monos, estalló en llamas como una enorme antorcha.
—¡Estoy sano! —chilló alguien con una insoportable voz de falsete—. ¡Es un error! ¡Soy normal! ¡Es un error!
Saltando y estremeciéndose, con un agudo dolor en las costillas, sintiendo el calor y el hedor, pasaron por delante de todo aquello que los ensordeció y agredió sus miradas, y unos segundos después la niebla titilante volvió a cerrarse a sus espaldas, pero el tío Yura siguió arreando largo rato al caballo, dando gritos y haciendo restallar las riendas.
«Vete a saber qué diablos era eso —se repetía Andrei sin parar, que se había recostado extenuado en Selma—. Qué demonios es eso, están locos, la sangre los ha idiotizado... La ciudad ha caído en manos de orates, de orates sanguinarios, ahora todo acabará, no se detendrán, más tarde vendrán a por nosotros...»