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—¿Qué, nos vamos ya? —dijo Stas.

Estaba de pie junto a la puerta, metiendo con cuidado la cabeza vendada por la correa de su arma automática. Selma estaba a su lado, enfundada en un largo jersey de lana cruda, que se había puesto encima de su vestido descocado. Tenía un impermeable en la mano.

—Vámonos —ordenó el tío Yura, golpeando el suelo con la culata de la ametralladora.

—Quítate los pendientes —le gruñó Andrei a Selma y salió a la escalera.

Comenzaron a bajar. Los vecinos murmuraban en los descansillos oscuros, y al ver a gente armada callaron, temerosos, y se echaron a un lado.

—¡Es Voronin! —dijo alguien.

—Señor redactor jefe —se oyó una voz al momento—, ¿puede decirnos qué ocurre en la Ciudad?

Andrei no tuvo tiempo de responder nada, porque al que preguntaba lo mandaron callar.

—Estúpido, ¿no ves que se lo llevan detenido? —lo avergonzó alguien en un susurro siniestro. Selma se rió, histérica.

Salieron al patio, montaron en el carretón y Selma cubrió los hombros de Andrei con el impermeable.

—¡Silencio! —ordenó el tío Yura de repente, y todos se pusieron a escuchar con atención.

—Disparan en alguna parte —dijo Stas, sin elevar la voz.

—Ráfagas largas —añadió el tío Yura—. No escatiman municiones. ¿Y de dónde las sacan? Diez cartuchos son medio litro de aguardiente casero, y mira ése cómo desperdicia... ¡Aaarre! ¡Andando! —gritó.

El vehículo pasó bajo el arco de la entrada con una sacudida. Junto a la portería, con una escoba y un recogedor en la mano, se encontraba el pequeño Van.

—¡Mira, si es Vania! —exclamó el tío Yura—. ¡Trrr! ¡Saludos, Vania! ¿Qué haces aquí?

—Barriendo un poco —respondió Van con una sonrisa—. Hola.

—Deja de barrer —dijo el tío Yura—. ¿Estás loco? Ven con nosotros, te nombraremos ministro, vestirás ropas de raso y te pasearás en limusina.

Van soltó una risita de cortesía.

—Está bien, tío Yura —dijo Andrei, impaciente—. ¡Vámonos ya! —Le dolían mucho las costillas, le resultaba incómodo permanecer sentado en el carretón y entonces lamentaba no haber ido caminando. Sin darse cuenta, se recostó en Selma.

—Bien, Vania, si no quieres, no vengas —decidió el tío Yura—. Pero lo de ministro va en serio. Péinate bien, lávate el cuello... —Hizo chasquear las riendas—. ¡Arre!

Salieron a la calle Mayor.

—¿Tienes idea de quién es este carretón? —preguntó Stas de repente.

—Vete a saber —replicó el tío Yura sin volverse—. Creo que el caballo es del tonto ese... el que vive junto al barranco, uno pelirrojo, medio zambo... me parece que canadiense...

—Vaya. Seguro que estará rabioso.

—No —explicó el tío Yura—. Lo han matado.

—¿De veras? —dijo Stas, y calló.

La calle Mayor estaba vacía y cubierta por una pesada niebla nocturna, aunque según el reloj eran las cinco de la tarde. Más adelante, la niebla tenía un tinte rojizo y parpadeaba inquieta. De vez en cuando estallaban manchas de luz blanca, quizá de un proyector o bien de un potente reflector, y desde allí, acallando por momentos el retumbar de las ruedas y el sonido de los cascos, llegaba el sonido de un tiroteo. Allí estaba pasando algo.

En los edificios a ambos lados de la calle había muchas ventanas iluminadas, pero la mayor parte en pisos altos, por encima del segundo. No había colas junto a las tiendas y tenderetes cerrados, pero Andrei notó que había personas congregadas en algunos portales, se asomaban con cuidado a mirar y de nuevo se escondían; los más valientes salían a la acera y miraban hacia donde parpadeaban los destellos y sonaban los disparos. En algunos sitios, sobre el pavimento yacían cosas parecidas a sacos oscuros. Andrei no comprendió enseguida de qué se trataba y sólo al rato pudo darse cuenta de que eran babuinos muertos. En un pequeño jardín, al lado de una escuela, pastaba un caballo solitario.

El carretón se sacudía, ruidoso, y todos se mantenían callados. Selma buscó en silencio la mano de Andrei, y él, rendido ante el dolor y el agotamiento, se recostó del todo en su jersey cálido y cerró los ojos.

«Estoy mal —pensó—, muy mal... ¿Qué delirios son esos de Kensi, por qué habla de una revuelta fascista? Simplemente, el terror, la ira y la desesperación han enloquecido a todos... El Experimento es el Experimento.»

En ese momento, el vehículo se estremeció, y a través del traqueteo de las ruedas se oyó un chillido tan salvaje y penetrante que Andrei se despertó, su piel se cubrió de calor inmediatamente, se enderezó y comenzó a volver la cabeza febrilmente a un lado y a otro.

El tío Yura soltó un juramento feroz y tiró de las riendas con todas sus fuerzas para detener al caballo, que corría hacia un lado de la calle, mientras que a la izquierda, por la acera, soltando unos aullidos bestiales y a la vez humanos, plenos de dolor y horror, pasó corriendo algo que ardía, un montón de llamas, dejando tras de sí salpicaduras de fuego, y antes de que Andrei tuviera tiempo de entender qué ocurría, Stas bajó del carretón con un ágil salto y, sin levantar el arma, disparó dos ráfagas desde la cintura y detuvo a aquella antorcha viviente. En un escaparate saltaron los cristales. El bulto ígneo cayó a la acera dando vueltas, soltó un gemido lastimero por última vez y quedó quieto.

—Pobrecillo, cuánto habrá sufrido —dijo Stas, con voz ronca, y Andrei finalmente comprendió que se trataba de un babuino, un cinocéfalo que ardía. Qué horror. Yacía allí, con medio cuerpo sobre la acera, mientras el fuego terminaba de consumirlo y de su cuerpo brotaba un pesado hedor que se extendía por toda la calle.

El tío Yura hizo que el caballo echara de nuevo a andar, el carretón comenzó a moverse y Stas siguió caminando a su lado, con una mano sobre la tabla lateral del vehículo. Andrei, estirando el cuello, miraba hacia delante, a la niebla titilante, que se había vuelto muy luminosa y rosada. Sí, algo ocurría allí, algo totalmente incomprensible, desde allí llegaban gritos, sonido de disparos, zumbido de motores, y de vez en cuando surgían destellos violeta que se apagaban al instante.

—Oye, Stas —dijo de repente el tío Yura, sin volverse—, adelántate un poco, echa un vistazo a ver qué ocurre ahí delante. Yo te seguiré, despacito y sin hacer ruido.

—Está bien —dijo Stas, y metiendo la culata de su fusil debajo del sobaco, se adelantó al trote, pegado a las paredes de los edificios.

Al poco tiempo se ocultó en la niebla. El tío Yura tiró de las riendas del caballo hasta que la bestia se detuvo.

—Acomódate bien —susurró Selma. Andrei sacudió un hombro—. No pasó nada de eso —seguía susurrando Selma—. El administrador fue por todos los pisos, preguntando si alguien tenía armas escondidas.

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