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Del voluminoso trabajo de Kostromskoy (Moscú, 1855), sobre mitos rusos — libro raro que no podía sacarse de la Biblioteca—, Pnin se puso a copiar un pasaje referente a los antiguos juegos paganos que en ese tiempo aún se practicaban en las regiones boscosas del Volga Superior, juegos situados en los límites mismos del ritual cristiano. Durante una festiva semana de mayo, la, llamada Semana Verde, que se confundía con Pascua de Pentecostés, las doncellas campesinas tejían guirnaldas de dedales de oro y orquídeas silvestres; después, entonando trozos de antiguas canciones de amor, las colgaban de los sauces junto al río; por último, el Domingo de Pentecostés las echaban al río donde, desenvolviéndose, flotaban como serpientes mientras las doncellas nadaban y cantaban entre ellas.

En este punto sorprendió a Pnin una curiosa asociación verbal; no pudo asirla de su cola de sirena, pero hizo una anotación eo su fichero y se enfrascó nuevamente en Kostromskoy.

Cuando volvió a alzar los ojos era hora de comer.

Quitándose las gafas, se restregó, con los nudillos de la mano con que las sostenía, sus ojos fatigados, y, aún pensativo, fijó su mirada mansa en la alta ventana, donde, gradualmente, a través de su lánguida meditación, había ido apareciendo el aire azul violeta del crepúsculo, incrustado de plata por el reflujo de las luces fluorescentes de la sala y una espejeante hilera de brillantes lomos de libros entre negras y delgadas ramitas.

Antes de abandonar la Biblioteca, Pnin resolvió consultar la pronunciación correcta de «interesado» y descubrió que el Webster, o al menos la maltrecha edición de 1930 que había sobre la mesa de la sala de consulta no colocaba el acento en la tercera sílaba como él. Buscó al final una lista de erratas; no la encontró; y al cerrar el enorme diccionario se dio cuenta, sobresaltado, de que había emparedado entre sus páginas la ficha llena de anotaciones que había conservado en su mano durante toda la lectura. Tendría que buscar y rebuscar a través de 2.500 páginas, muchas de ellas desgarradas. Al oír su interjección, el suave bibliotecario, míster Case, flaco, canoso, de rostro sonrosado y moño, se acercó, tomó el colosal diccionario por sus extremos, lo invirtió, le dio una ligera sacudida y, acto seguido, cayó una peineta de bolsillo, una tarjeta de Pascua, las notas de Pnin y el diáfano espectro de un papel de seda que descendió, con infinita indiferencia, hasta los pies de Pnin, y fue repuesto por Mr. Case entre los Grandes Timbres de los Estados Unidos y territorios.

Pnin se echó al bolsillo la ficha y, al hacerlo, recordó espontáneamente la asociación verbal que se le había escapado hacía un momento: Pitia i pela, pela i plila... (Ella flotaba y cantaba, ella cantaba y flotaba...)

¡Evidentemente! ¡La muerte de Ofelia! ¡Hamlet! ¡En la vieja traducción rusa del buen Andrev Kroneberg, 1844, alegría de la juventud de Pnin y de los años mozos de su padre y su abuelo! «Y aquí, como en el pasaje de las fiestas paganas, de Kostromskoy, hay también — si mal no recuerdo — un sauce y guirnaldas. Pero, ¿dónde poder comprobarlo?» ¡Ay...! La «Gamlet» Vil'y ama Shekspirano había sido comprada por míster Todd, por lo que no estaba en la Biblioteca de la Universidad de Waindell. Y cada vez que uno se veía obligado a buscar algo en la versión inglesa, jamás encontraba tal o cual línea hermosa, noble, sonora, tal como recordaba que aparecía en el texto de Kroneberg, en la espléndida edición de Vengerov. ¡Lamentable!

Ya había anochecido en los tristes jardines. Arriba, en los cerros distantes y más tristes aún, se demoraba un trozo de cielo! nacarado bajo un banco de nubes. Las luces desgarradoras de Waindellville, palpitando en un pliegue de esos cerros oscuros, les prestaban su acostumbrado hechizo, aunque, en realidad — bien lo sabía Pnin — cuando se llegaba al sitio no había más que una hilera de casas de ladrillo, una estación de servicios, un salón de patinar y un supermercado. Mientras se encaminaba a la pequeña taberna de «Library Lane» para servirse un gran trozo de jamón de Virginia y una buena botella de cerveza, Pnin se sintió de pronto muy fatigado. No sólo el tomo del Zol. Fond. LII, pesaba más después de su visita a la Biblioteca, sino que algo oído a medias en el curso del día, y a lo que no había estado dispuesto a prestar atención, ahora le molestaba y oprimía, como lo hace retrospectivamente un error cometido, una descortesía en que se haya incurrido o una amenaza que hemos preferido ignorar.

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Después de una segunda botella bebida sin apresuramiento, Pnin debatió consigo mismo lo que haría a continuación, o mejor dicho, medió en un debate entre el Pnin mentalmente agotado. que dormía mal desde varias noches atrás, y un Pnin insaciable, que deseaba continuar leyendo en casa, como siempre, hasta que el tren de las 2 A. M. ascendía gimiendo por el valle. Por fin decidió que se iría a la cama apenas presenciara el programa que los vehementes Cristopher y Louise Starr presentaban martes por medio en el New Hall: música selecta y películas escogidas de entre las menos vulgares, programa que el rector Poore, respondiendo a una absurda crítica que le hicieran el año anterior, había designado como «el más inspirador y más inspirado intento en toda la comunidad académica.»

El Zol. Fond. hit. dormía ahora en el regazo de Pnin. A su izquierda tenía a dos estudiantes hindúes y, a su derecha, a la pícara hija del profesor Hagen, matriculada en Drama. Felizmente, Komarov estaba demasiado lejos para que pudieran oírse sus triviales observaciones.

La primera parte del programa, compuesta por tres películas cortas muy antiguas, aburrió a nuestro amigo: ese bastón, ese sombrero hongo, esa cara blanca, esas cejas negras arqueadas, esas narices de aletas palpitantes, no le decían nada. Ya danzara el cómico incomparable rodeado de ninfas encollaradas junto a un cacto amenazante; ya fuera un hombre prehistórico (cuya única diferencia con el anterior consistía en la metamorfosis de su flexible gastón, que ahora era un garrote); ya lo fulminara Mack Swain con su mirada en un histérico club nocturno, Pnin, anticuado y carente de humor, permanecía indiferente. «Payaso», se dijo, con desprecio. «Hasta Glupishkin y Max Linder eran mejores cómicos que éste.»

La segunda parte del programa era un impresionante film documental soviético. Databa de 1949 y se presumía que no contenía ninguna propaganda; que fuera arte puro, un despliegue de alegría y la euforia de un soberbio trabajo. Muchachas hermosas y desaliñadas marchaban en un Festival de Primavera enarbolando estandartes que tenían trozos de antiguas baladas rusas como Ruki proch ot Korei, Bas les mains devant la Coree, La paz vencerá a la guerra, Der Friede besiegt den Krief. Apareció después una ambulancia aérea cruzando una cordillera nevada en Tajikistan. Actores de Kirghiz visitaban un sanatorio entre palmeras, para mineros del carbón, y en ese escenario improvisaban una espontánea representación. En un pastizal situado en algún punto de la montañosa Ossetia legendaria, un pastor informaba al Ministro de Agricultura de la República, por medio de una radio portátil, del nacimiento de un cordero. El Metro de Moscú zumbó entre estatuas y columnas, y seis presuntos viajeros que descansaban en tres bancos de mármol. La familia de un operario de fábrica pasaba una tarde hogareña: todos vestían de gala, y en el salón, cuajado de plantas ornamentales, resplandecía una gran pantalla de seda. Ocho mil entusiastas del fútbol observaban un campeonato entre el Torpedo y el Dínamo. Ocho mil ciudadanos, en la Planta de Equipo Eléctrico de Moscú, designaban unánimemente a Stalin como candidato del Distrito Elector de Stalin en Moscú. El último modelo Zim de pasajeros salía de la fábrica con la familia y los amigos de un obrero para llevarlos a un paseo campestre. Y entonces...

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