— Huligani—dijo Pnin, furioso, moviendo la cabeza, y resbaló ligeramente en una losa del sendero que bajaba, en meandros, por un declive cubierto de césped entre olmos sin follaje. Además del gran volumen que llevaba bajo el brazo derecho, asía con la mano izquierda su portadocumentos, un viejo portfelnegro cuyo aspecto sugería la Europa Central, y al que balanceaba rítmicamente de la manilla de cuero mientras se dirigía hacia sus libros, hacia su schplohumlleno de folletos y hacia su paraíso de erudición rusa.
Una bandada elíptica de palomas grises describió círculos en el cielo límpido y claro contra el que se destacaba la Biblioteca Universitaria. Un tren silbaba a lo lejos con la misma tristeza que en las estepas. Una ardilla traviesa se precipitó a un manchón de nieve iluminado por el sol; cerca, la sombra de un tronco, verde oliva en el césped, se tornaba azul grisácea, mientras el árbol mismo, con una expresión viva y crepitante, se alzaba desnudo hacia el cielo donde las palomas pasaban por tercera y última vez. La ardilla, invisible ahora en una bifurcación, parloteó protestando contra los delincuentes que la habían expulsado del árbol. Pnin volvió a resbalar en el hielo negro y sucio del sendero enlosado, alzó un brazo en una abrupta convulsión, recobró el equilibrio, y, con una sonrisa solitaria, se agachó a recoger el Zol. Fond. Lit. Este se había abierto en una instantánea de León Tolstoy: Tolstoy atravesaba una pradera rusa vuelto hacia la máquina fotográfica, y, tras de él, varios caballos de largas crines también volvían hacia el fotógrafo sus inocentes cabezas.
V boyu li, v stranstvü, v volnah? «¿En la lucha, de viaje, o en medio de las olas?» Royendo suavemente su plancha de dientes, lúe aún retenía una ligosa capa de quesillo, Pnin subió los resbaladizos peldaños de la Biblioteca.
Como tantos otros universitarios envejecidos, hacía tiempo que Pnin había dejado de reparar en la presencia de estudiantes en los jardines, en los corredores, en la Biblioteca; resumiendo: no los veía jamás, salvo en las concentraciones funcionales de las salas de clase. Al principio lo perturbó profundamente el espectáculo de aquellos que, con sus pobres cabezas jóvenes sumidas en los antebrazos, dormían entre las ruinas del saber. Pero ahora, salvo una que otra nuca bien formada de muchacha, no veía a nadie en la Sala de Lectura.
Mistress Thayer se encontraba en el escritorio atendiendo al público. Su madre había sido prima hermana de la madre de Mistress Clements.
—¿Cómo está, profesor Pnin?
—Muy bien, mistress Fire.
—Laurence y Joan no han regresado aún, ¿verdad?
—No. Traje este libro porque he recibido una tarjeta...
—Me pregunto si la pobre Isabel se divorciará...
—No sé nada. Mistress Fire, permítame preguntarle...
—Supongo que tendremos que buscarle otra habitación a usted, si la traen a vivir con ellos.
—Mistress Fire, permítame hacerle una pregunta. Esta tarjeta que recibí ayer... ¿podría decirme usted quién es el otro lector?
—Voy a ver.
Revisó. El otro lector resultó ser Timofey Pnin; el Volumen 18 había sido solicitado por Pnin el viernes anterior. También era cierto que este Volumen 18 aparecía como entregado a este Pnin, y no al otro, que lo tenía desde Pascua y que ahora, con las manos sobre el libro, se asemejaba al retrato de los antepasados de un magistrado.
—¡No puede ser! —exclamó Pnin—. Yo pedí el viernes el Volumen 19, año 1947, no el Volumen 18, año 1940.
—Pero escúcheme: usted escribió Volumen 18. De todos modos el 19 está todavía en el taller de encuademación. ¿Se quedan con éste?
—18, 19 — murmuró Pnin—. No hay gran diferencia. Puse el año correctamente: ¡eso es lo importante! Sí, siempre necesito el 18. Envíeme una tarjeta más eficante cuando el 19 ser disponible.
Gruñendo un poco, llevó el voluminoso y humillado libro a su sitio favorito, donde lo depositó envuelto en su bufanda.
—No saben leer estas mujeres. El año estaba claramente escrito.
Siguiendo su costumbre, pasó a la Sala de Periódicos y recorrió las noticias en el último número (sábado 12 de febrero, y ese día era martes. ¡Oh, descuidado lector!) del informativo en lengua rusa que publicaba diariamente y desde 1918, un grupo de emigrados rusos de Chicago. Como siempre, estudió cuidadosamente los avisos. El doctor Popov, retratado con su blanco delantal nuevo, prometía a los ancianos vigor y alegría. Una tienda de discos enumeraba grabaciones rusas para la venta, tales como Vida Rota, Vals y El Canto de un Chófer de Primera Línea. Un empresario de pompas fúnebres, un tanto gogoliano, ensalzaba sus carrozas de lujo, también disponibles para paseos campestres. Otro personaje gogoliano, en Miami, ofrecía un «departamento de dos ambientes para abstemios (dlya trezvich) entre flores y árboles frutales», mientras en Hammond se alquilaba melancólicamente un cuarto «perteneciente a una pequeña y tranquila familia...» Pnin, sin que mediara razón especial alguna, recordó, de súbito, con una lucidez grotesca y apasionada, a sus padres, el doctor Pavel Pnin y Valeria Pnin; a él, con su revista médica, á ella, con su revista política, sentados frente a frente, en sendos sillones, en un salón pequeño, pero alegremente iluminado de la calle Galernaya, en San Petersburgo, cuarenta años atrás.
También leyó el editorial: una controversia enormemente larga y tediosa entre tres facciones de emigrados. La discusión había empezado porque la facción A acusaba a la facción B de inercia, acusación que ilustrara con el proverbio: «Desea trepar por el abeto, pero teme rasguñarse las piernas». Esto provocó una ácida Carta al Editor, firmada por «Un Viejo Optimista», titulada «Abetos e Inercia» , y que comenzaba así: «Hay un antiguo dicho americano : "El que vive en casa de vidrio debe abstenerse de matar dos pájaros de una pedrada..."» En la edición que estaba leyendo Pnin aparecía un feuilleton de dos mil palabras, contribución de un representante de la facción C, encabezado así: «Sobre Abetos, Casas de Vidrio y Optimismo». Pnin lo recorrió con vivo interés y simpatía.
Después retornó a su cubil y a su propia investigación.
Proyectaba escribir una Petite Histoirede la cultura rusa, en la que presentaría una selección de curiosidades, costumbres, anécdotas literarias rusas, etc., de modo que reflejaran, en miniatura, la Grande Histoire(acontecimientos importantes). Todavía se hallaba en el estado beatífico de reunir material, y eran muchos los jóvenes bien intencionados que consideraban con placer y un honor ver a Pnin sacar un cajón de catálogos del seno generoso de una kardex y llevarlo, como una nuez enorme, a un rincón oculto, donde empezaba a saborear su banquete intelectual. Ora movía los labios haciendo comentarios mudos: crítico satisfecho, perplejo; ora alzaba sus rudimentarias cejas, dejándolas olvidadas en lo alto de su frente espaciosa hasta después de que hubiera desaparecido toda huella de duda o desagrado. Era una suerte para él encontrar, se en Waindell. A fines del siglo XIX, el eminente bibliófilo y eslavista John Thurston Todd, cuyo busto barbudo presidía la fuente del parque, había visitado la hospitalaria Rusia, y, después de su muerte, los libros que allá había acumulado se deslizaron calladamente hasta formar ese hacinamiento ignorado y remoto. Con guantes de goma para evitar la descarga de la electricidad amerikanskien el metal de los estantes, Pnin cogía esos libros y se deleitaba con ellos: oscuras revistas de la vertiginosa década del 1860-69 encuadernadas con tapas de madera que imitaban el mármol, monografías históricas de un siglo atrás, cuyas páginas somnolientas estaban salpicadas de manchas de moho; clásicos rusos con horribles y patéticas encuademaciones de camafeo, cuyos relamidos perfiles de poetas hacían que Timofey, con los ojos húmedos, recordara su infancia cuando solía palpar, en la cubierta del libro, las patillas algo excoriadas de Pushkin o la nariz tiznada de Zhukovski.