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Fue entonces cuando resolví, sollozando convulsivamente en mi almohada, prolongar la oferta de matrimonio proyectada para el, día siguiente con una confesión que tal vez la haría inaceptable para mi Iris.

7

Desde el portal de nuestro jardín, más allá de la avenida de asfalto, estriada de sombras, que llevaba hacia la aldea, unos doscientos pasos hacia el esté, se veía el cubo rosado de la minúscula oficina de correos, con su banco verde al frente y su bandera en el techo, todo ello iluminado por el frío brillo de una diapositiva en colores, entre los dos últimos plátanos de la doble fila que marchaba a ambos lados del camino.

Al sudeste de la avenida, a través de una acequia marginal y las zarzas que pendían sobre ella, los intervalos entre los troncos jaspeados revelaban campos de lavanda o de alfalfa y, más lejos, el bajo muro blanco de un cementerio que corría paralelo a nuestro camino, como suele suceder. Al noroeste, entre análogos intervalos, se vislumbraba un tramo de terreno ondulado, un viñedo, una granja lejana, un pinar y el perfil de las montañas. En el penúltimo tronco alguien había pegado un anuncio incoherente que otra persona había arrancado parcialmente.

Iris y yo caminábamos por esa avenida casi todas las mañanas rumbo a la plaza de la aldea y desde allí, por encantadores atajos, hacia Cannice y el mar. De cuando en cuando, Iris insistía en volver a pie: era una de esas muchachas menudas pero fuertes, capaces de saltar obstáculos y jugar al hockeyy trepar rocas y después bailar hasta la pálida y frenética hora ( do bezúmnogo blédnogo chása), para citar el primer poema que le dediqué sin disimulo. Iris solía llevar su vestido "indio", una especie de túnica transparente sobre el sucinto traje de baño; yo la seguía a corta distancia, y enardecido por la soledad, la impunidad, la tolerancia de mis sueños, me costaba mucho caminar en mi estado bestial. Por fortuna, no era tanto la soledad (no demasiado impune) lo que me retenía, cuanto una decisión moral de confesarle algo muy grave antes de tomarla en mis brazos.

Visto desde esos declives, el mar se extendía en majestuosos pliegues; la distancia y la altura hacían que la reiterada línea de espuma pareciera avanzar con curiosa lentitud. Iris y yo conocíamos muy bien su vigoroso ritmo; y ahora esa contención, esa imponencia...

De pronto oímos un rugido de éxtasis extraterreno entre la vegetación que nos rodeaba.

—Santo Dios —dijo Iris—, espero que no sea algún dichoso fugitivo del Circo Kanner. (Ninguna relación, al parecer, con el pianista.)

Seguimos andando, ahora el uno junto al otro: nuestro camino se ensanchaba después del primer cruce con la sinuosa carretera, que lo atravesaba once veces más. Ese día, como de costumbre, discutí con Iris acerca de los nombres de las pocas plantas que podía identificar: heliantemos y griseldas en flor, agaves (que Iris llamaba "centurias"), retamas y euforbios, mirtos y madroños. Mariposas multicolores iban y venían como rápidas manchas de sol en los ocasionales túneles entre el follaje; de pronto, un tremendo ejemplar oliváceo y con una especie de rosado fulgor interior se posó durante un instante en un abrojo. No sé nada de mariposas ni tengo el menor interés por las velludas especies nocturnas. Me horrorizaría que cualquiera de ellas me rozara: hasta las más bonitas me producen el mismo desagradable estremecimiento que una telaraña flotante o esas cochinillas que son una plaga en los cuartos de baño de la Riviera.

Ese día que ahora evoco, memorable por hechos más importantes, pero también pródigos en toda suerte de trivialidades sincrónicas adheridas a él como un capullo o incrustadas como un conjunto de parásitos marinos, Iris y yo distinguimos una red para cazar mariposas que se movía entre las rocas adornadas de flores y al fin vimos aparecer al viejo Kanner, con el panamá pendiendo de un cordón ligado al botón del chaleco, los rizos blancos fluctuando en la frente escarlata y envuelto aún por una nube de éxtasis que irradiaba de todo su ser y cuyo eco, sin duda, habíamos oído un minuto antes.

Iris le describió la espectacular mariposa verde que acabábamos de ver, pero Kanner la desestimó en seguida como una "Pandora" (esta es, por lo menos, la palabra que encuentro apuntada en mi diario), una Falter(mariposa) muy común en el sur. Después, levantando el indice, tronó:

—Aber [pero] si quieren ustedes ver una rareza absoluta, jamás observada al oeste de la Baja Austria, les mostraré lo que acabo de atrapar.

Apoyó su red contra una roca (la red cayó de inmediato e Iris la levantó en actitud reverencial) y con profusos agradecimientos (¿dirigidos a Psique, a Belcebú, a Iris?) que resonaban como un acompañamiento musical, extrajo de su bolso un pequeño sobre para estampillas: lo sacudió levemente e hizo caer en la palma de su mano una mariposa con las alas plegadas.

Una sola mirada bastó a Iris para decir a Kanner que esa no era más que una pequeña, una minúscula mariposa de la col. (Iris sostenía la teoría de que las moscas, por ejemplo, crecen.)

—Miren ustedes con atención —dijo Kanner, ignorando la singular observación de Iris y señalando con unas pinzas el insecto triangular—. Lo qué ven ustedes es el reverso, el blanco interno de la Vorderflügel["ala anterior"] izquierda y el amarillo interno de la Hmter-flügel["ala posterior"] izquierda. No abriré las alas, pero supongo que creerán lo que voy a decirles. En el anverso, que ustedes no pueden ver, esta especie comparte con sus más allegadas, la mariposa de la col y la mariposa de Mann, ambas muy comunes aquí, las típicas manchas del ala anterior: un punto negro en los machos y un Doppel-punkt[dos puntos] negro en la hembra. En las especies emparentadas con ésta, la puntuación se reproduce en el reverso, pero sólo en las especies de la cual ven ustedes un ejemplar en la palma de mi mano existe un espacio en blanco en el reverso del ala: ¡un capricho tipográfico de la naturaleza! Ergo, esta es una Ergana.

Una de las patas de la mariposa reclinada se estremeció.

—¡Oh, está viva! —exclamó Iris.

—No puede escaparse: con un pinchazo basta —la tranquilizó Kanner mientras deslizaba nuevamente el ejemplar en su traslúcido infierno. Después, blandiendo los brazos y la red en una triunfante despedida, reanudó su escalada.

—¡Qué bruto! —gimió Iris.

La horrorizaba pensar en los millares de insectos que habría torturado el pianista. Pero a los pocos días, cuando Ivor nos invitó a un concierto de Kanner (una versión muy poética de Les Châteaux, la suite de Grünberg), Iris encontró cierto alivio al oír una desdeñosa observación de Ivor: "Todo ese cuento de las mariposas no es más que un truco publicitario". Yo, por desgracia, más avezado en ese tipo de locuras, no me dejé convencer tan fácilmente.

Cuando llegamos a nuestro lugar habitual en la playa, todo lo que debí hacer para poder tomar sol fue quitarme la camisa, los pantalones cortos y las zapatillas. Iris se despojó de la túnica y se tendió en la arena, con los brazos y las piernas desnudos, sobre una toalla junto a la mía. Yo ensayaba mentalmente el discurso que tenía preparado. Esa mañana el perro del pianista estaba a cargo de la cuarta Frau Kanner, una dama muy hermosa. Dos muchachones enterraban a la nínfula en la arena caliente. La dama rusa leía un periódico emigré. Su marido contemplaba el horizonte. Las dos inglesas se mecían en las olas del mar deslumbrante. Una vasta familia francesa de albinos ligeramente arrebolados procuraba inflar un delfín de goma.

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