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Annotation

Vladimir Nabokov (1899-1977), nieto de un ministro del zar Alejandro II, mimado de niño como un héroe de novela, rodeado de institutrices francesas y al que su padre leía a Dickens en inglés, vio un día desvanecerse el cuento de hadas en que vivía cuando los bolcheviques condenaron a su aristocrática familia al exilio, y un pistolero que acabaría a sueldo de Hitler le pegó tres tiros a su padre en Berlín, en 1922.

Nabokov trata a menudo de despistar al lector apareciendo en sus propias novelas enmascarado bajo el nombre y la personalidad, mudable y tramposa, de sus narradores y personajes. «¡Mira los arlequines!» (1974), la última novela que escribió, constituye un brillante modelo a escala del universo literario de su autor, una prueba irrefutable de su complejo y excéntrico talento y un ejemplo más de cómo la literatura se cuela en la vida, de manera que, sin darse cuenta, la vida real de Nabokov se parece cada vez más a una novela de Nabokov.

Vladimir Nabokov

¡Mira los arlequines!

PRIMERA PARTE

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Conocí a la primera de mis tres o cuatro sucesivas mujeres en circunstancias bastante extrañas, cuyo acaecer hacía pensar en una burda intriga plagada de detalles absurdos y urdida por un conspirador que no sólo ignoraba el fin perseguido, sino también se empeñaba en torpes maniobras que parecían excluir toda posibilidad de éxito. Fueron precisamente esos errores, sin embargo, los que tejieron por sí solos una red que me atrapó y, con ayuda de otras tantas torpezas de mi parte, me obligó a cumplir el destino que era la única finalidad de la trama.

En algún, momento del semestre académico de Pascua, durante el último año que pasé en Cambridge (1922), fui consultado "en mi carácter de ruso" acerca de algunos pormenores para la caracterización de los personajes de El inspector, de GogoI que el Grupo GIoworm —dirigido por Ivor Black, un buen actor aficionado— deseaba representar en inglés. Él y yo teníamos el mismo profesor consejero en el Trinity College: Ivor Black me sacó de quicio con su tediosa imitación de las remilgadas maneras del viejo (actuación que se prolongó durante casi todo nuestro almuerzo en el Pitt). La breve conversación dedicada al motivo de nuestro encuentro fue aún menos agradable. Ivor Black quería que el alcalde de Gogol apareciera en robe de chambre, pues "cuanto ocurría en la obra ¿no era acaso tan sólo una pesadilla del viejo pillo, y el título en ruso, Revizor, no provenía quizá del francés rève, sueño?" Le dije que la idea me parecía insensata.

Si es que hubo ensayos, no participé de ellos. En realidad, ahora que lo pienso, nunca llegué a saber si el proyecto de Ivor Black vio alguna vez las candilejas.

Poco tiempo después me encontré por segunda vez con Ivor Black en una reunión, durante la cual nos invitó a mí y a otros cinco individuos a pasar el verano en una villa de la Cote d'Azur que, según explicó, acababa de heredar de una anciana tía. En esa ocasión, Ivor estaba muy borracho y pareció muy sorprendido cuando, alrededor de una semana después, en vísperas de su partida, le recordé la eufórica invitación que, según comprobé, sólo yo había aceptado. Ambos éramos huérfanos, teníamos muy pocos amigos y, le observé, nos convenía apoyarnos mutuamente.

Una enfermedad me retuvo en Inglaterra durante el mes siguiente y fue sólo a principios de julio cuando mandé a Ivor una cortés tarjeta postal para anunciarle que quizá llegaría a Cannes o a Niza durante la semana próxima. Estoy casi seguro de que mencioné la tarde del sábado como la fecha más probable.

Mis intentos de telefonear desde la estación fueron vanos: la línea permanecía ocupada y no soy persona inclinada a persistir en una lucha contra las defectuosas abstracciones del espacio. Pero ya se me había envenenado la tarde: y la tarde es el momento que prefiero. Al iniciar mi viaje me había persuadido a mí mismo de que me sentía muy bien; esa tarde me sentía espantosamente mal. A pesar del verano, el día era sombrío, húmedo. Las palmeras sólo son atractivas en los espejismos. Por algún motivo, como en un mal sueño, era imposible conseguir un taxi. Al fin me metí en un ómnibus pequeño y maloliente, pintado de azul. El artefacto subió por un camino tortuoso, con tantas curvas como "paradas a pedido", y me depositó en mi destino al cabo de veinte minutos: casi el lapso que me habría tomado llegar a ese sitio caminando desde la costa por un atajo que después llegaría a conocer de memoria, piedra por piedra, mata por mata, en el curso de aquel mágico verano. ¡Mágico no era el término exacto para describirlo durante aquel lúgubre trayecto! La razón principal que me había hecho ir a ese sitio era la esperanza de calmar con la "brillante salmuera" (¿Bennett? ¿Barbellion?) una enfermedad de los nervios que casi rayaba en la locura. Del lado izquierdo de mi cabeza, el dolor era como un frenético juego de bolos. Frente a mí, por encima del hombro de su madre y el respaldo del asiento, un niño me clavaba su mirada inexpresiva. Yo estaba sentado junto a una mujer toda vestida de negro y llena de verrugas, sofocando las náuseas que me provocaban los tumbos del ómnibus entre el mar verde y las rocas grises. Cuando al fin llegamos a la aldea de Carnavaux (manchados troncos de plátanos, casuchas pintorescas, una oficina de correos, una iglesia), todos mis sentidos se habían concentrado en una imagen dorada: la botella de whisky que llevaba Ivor en la maleta de mano y que me juré probar antes de que él pudiera echarle siquiera una mirada. El conductor ignoró la pregunta que le hice, pero un sacerdote minúsculo, semejante a una tortuga y con pies tremendos, que bajaba del ómnibus antes que yo, me señaló sin mirarme una avenida transversal. Villa Iris, me dijo, quedaba a tres minutos de marcha. Cuando me disponía a remontar esa calle acarreando mis dos valijas y en dirección a una zona súbitamente iluminada por el sol, mi presunto huésped apareció en la acera opuesta. Recuerdo —¡medio siglo después!— que durante un segundo me pregunté si habría puesto en mis valijas la ropa adecuada. Ivor tenía pantalones de golf pero, cosa incongruente, no llevaba medias y el tramo de piel que exhibía era penosamente rosado. Se dirigía —o fingió dirigirse— hacia la oficina de correos, para enviarme un telegrama y sugerirme que postergara mi visita hasta agosto, fecha en que un empleo que tenía en Cannice ya no amenazaría con entorpecer nuestras diversiones. Esperaba, además, que Sebastian —fuera quien fuese— quizá llegaría para la estación de la vendimia o la fiesta de la lavanda. Murmurando todo eso en voz baja, tomó la más pequeña de mis valijas —la que contenía los objetos de tocador, los medicamentos y una colección casi completa de sonetos que pensaba enviar a una revista de emigrésrusos en París. Después alzó mi maleta de mano, que yo había depositado en el suelo para llenar la pipa. La profusión con que registro tantos detalles triviales quizá se explique porque ocurrieron en vísperas de un acontecimiento muy importante. Ivor rompió el silencio para agregar, frunciendo el ceño, que le encantaba recibirme en su casa, pero que debía prevenirme acerca de algo que tal vez hubiese debido anticiparme en Cambridge. Hacia el fin de semana, un hecho muy melancólico podría llegar a aburrirme mucho. La señorita Grunt, su antigua institutriz, dama muy severa pero inteligente, se complacía en repetir que la hermana menor de Ivor nunca faltaría a la regla "Los niños no deben hacerse oír" y en verdad jamás tendría ocasión de oír que impusieran a nadie esa norma. El hecho melancólico era que su hermana... Pero quizá fuera mejor postergar la explicación hasta que las valijas y nosotros estuviéramos instalados.

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