Quien trazó el rumbo de mi destino tuvo momentos de vulgaridad. A veces, mi rápido avance se transformaba en una experiencia celestial a una altitud alegóiica de ingratas connotaciones religiosas (a menos que fuera tan sólo un reflejo del transporte de cadáveres por aviones comerciales). Cierta noción del día y la noche, en alternancia más o menos regular, fue estableciéndose poco a poco en mi mente, mientras mi grotesca aventura se acercaba al final. Al principio, las enfermeras y otros tramoyistas obtenían indirectamente efectos diurnos y nocturnos extremando el uso de aparatos tales como superficies brillantes que proyectaban una falsa luz estelar, o creando penumbras de amanecer a intervalos convenientes. Nunca se me había ocurrido hasta entonces que, históricamente, el arte, o al menos los artefactos, han precedido a la naturaleza, en vez de seguirla. Eso es precisamente lo que ocurrió en mi caso. Así, en la muda lejanía que me circundaba se producían sonidos reconocibles, al principio ópticamente, en el pálido margen de la película, durante la filmación de la escena real (por ejemplo, la ceremonia de la alimentación científica); después, algo en la película sugería al oído que cediera su lugar a la vista; al fin, el oído volvía con una venganza. El primer crujido del uniforme de la enfermera era un trueno; el primer gorgoteo de mis entrañas, un estallido de címbalos.
Debo una explicación clínica a los necrologistas frustrados y a los amantes de la ciencia médica. Mis pulmones y mi corazón funcionaban o los obligaban a funcionar normalmente; lo mismo ocurría con mis intestinos, esos bufones entre los actores de nuestros autos sacramentales íntimos. Mi cuerpo yacía como en una Lección de Anatomía de un pintor antiguo. La prevención de úlceras provocadas por la cama, sobre todo en el Hospital Lecouchant, era considerada una simple manía, explicable, quizá, por la vehemente urgencia de reemplazar almohadones y otros recursos mecánicos por el tratamiento racional de una enfermedad insondable. Mi cuerpo "dormía" como podría dormir el pie de un gigante; para decirlo con más exactitud, mi condición era una forma espantosa de insomnio prolongado (¡veinte días!), con la inalterable lucidez del eslavo insomne de un circo que una vez anunció un periódico. Ni siquiera era una momia; era —por lo menos al principio— el corte longitudinal de una momia o más bien la abstracción del corte más delgado. ¿Qué decir de la cabeza?, se preguntarán los lectores que son pura cabeza. Y bien: mi ceño era como un cristal ahornado (antes que se aclararan dos zonas laterales); mi boca permaneció muda y entumecida hasta que pude sentir la lengua (sentirla como algo fantasmal, semejante a la vejiga de aire que puede ayudar al pez en sus problemas respiratorios, pero inútil para mí). Tenía cierto sentido de la duración y la dirección (dos cosas que en el otro mundo son fases separadas de un fenómeno único, según me dijo una adorable criatura que procuraba ayudar a un mísero demente con la más pura de las mentiras). La mayor parte de mi acueducto cerebral (esto se está poniendo demasiado técnico) parecía descender hacia el desagüe, tras algún desvío o inundación, uniéndose de ese modo con su aliado más íntimo, que inexplicablemente es también nuestro sentido más humilde, el que podemos ignorar con más facilidad. Oh, cómo lo maldecía cuando no podía cerrarlo al éter o los excrementos. Oh (¡salud al viejo "oh"!), cómo le agradecía que gritara "¡Café!" o "¡Playa!" (porque una droga anónima olía como la crema con que Iris me restregaba la espalda, medio siglo antes).
Ahora surge un problema: ignoro si tuve siempre los ojos abiertos "con una mirada vidriosa de arrogante estupor", como imaginó un periodista que no avanzó más allá de la recepción del Hospital. Pero dudo que pudiera parpadear; y sin el lubricante del parpadeo, el motor de la vista no funciona bien. Sin embargo, durante mi descenso por esos canales ilusorios y al llegar a otro continente vislumbré alguna vez, en espejismos bajo los párpados, la sombra de una mano o el destello de un instrumento. En cuanto al mundo del sonido, fue siempre una fantasía concreta. Oía a extraños hablando con voces monótonas de todos los libros que yo había escrito o creía haber escrito, pues todo lo que mencionaban, los títulos, los nombres de los personajes, cada frase que repetían, estaba absurdamente deformado por el delirio de la erudición demoníaca. Louise divirtió al grupo con una de sus mejores anécdotas —que lo llamaba "perchas para nombres" porque sólo parecían proponerse algo (por ejemplo, un quid pro quoen una fiesta)—, pero en realidad no tenían más objeto que mencionar a algunos "viejos amigos" de alcurnia, o algún político de prestigio, o un primo de ese político. Doctas monografías se leían en simposios fantásticos. En el año de gracia de 1798, Gavrila Petrovich Kamenev, joven poeta de gran talento, reía entre dientes mientras componía su imitación osiánica Slovo o polku Igoreve. En algún lugar de Abisinia Rimbaud recitaba borracho ante un sorprendido viajero rustí el poema Le Tramway ivre(... En blouse rouge, a face en pis de vache, le bourreau me trancha la tête aussi...). ¿O bien oía el reloj de repetición zumbando en un bolsillo de mi cerebro y diciendo la hora, la rima, el metro que ya nunca volvería a oír?
Debo aclarar también que mi carne se mantenía en buenas condiciones: no había ligamentos desgarrados ni músculos agarrotados. La médula espinal, quizá apenas afectada por la absurda caída que precipitó mi viaje, siempre estaba ahí, envolviéndome, resguardando mi ser, tan útil como la estructura primitiva de algún animal acuático trasparente. Pero el tratamiento médico a que estaba sujeto (sobre todo en el Lecouchant y en la medida en que puedo reconstruirlo) suponía que todas mis heridas eran físicas, sólo físicas, y podían curarse con medios físicos. No hablo de la alquimia moderna, de los filtros mágicos que me inyectaron: éstos, quizá, produjeron cierto efecto no sólo en mi cuerpo, sino también en la divinidad instalada en mi interior, como ocurre con las sugestiones que los shamanes ambiciosos o los consejeros hacen a un emperador demente. Pero no puedo omitir algunas imágenes que no se me han borrado de la mente: las malditas correas que me mantenían tendido sobre la espalda (impidiéndome huir con mi balsa de goma bajo el brazo, cosa de que me sentía capaz) o, peor aún, las sanguijuelas eléctricas que verdugos enmascarados me aplicaron en la cabeza y los miembros hasta que las ahuyentó un santo de Catapult, California: el profesor H. P. Sloan, que estuvo a punto de comprender, cuando empezaba a reponerme, que podría curarme —¡podría haberme curado!— en un abrir y cerrar de ojos mediante la hipnosis y con un poco de humorismo por parte del hipnotizador.
3
Según tengo entendido, mi nombre de pila es Vadim. También el de mi padre. El pasaporte norteamericano que me otorgaron hace poco —un elegante Iibrito con un dibujo dorado en la tapa verde, perforada con el número 00678638— no menciona mi título ancestral que, sin embargo, figura en las varias ediciones de mi pasaporte británico. Juventud, Edad Adulta, Vejez, antes que la última fuera mutilada hasta quedar irreconocible por falsificadores amigos, que en el fondo eran bromistas pesados. Recorrí esas etapas una noche, a medida que ciertas células cerebrales que habían estado heladas florecían de nuevo. Pero había otras que seguían contraídas como pimpollos demorados y aunque podía hacer girar los pulgares de los pies bajo las sábanas (por primera vez después del ataque), no lograba discernir en ese oscuro rincón de mi mente qué apellido seguía a mi patronímico ruso. Lo imaginaba empezando con N, como la palabra que designa un hermoso y espontáneo giro de palabras en momentos de inspiración, semejante al fluir de corpúsculos rojos en la sangre recién extraída y vista bajo el microscopio. Había usado esa palabra una vez en Véase en Realidad, pero no recordaba si tenía algo que ver con un rodar de monedas (metáfora capitalista, ¿no es cierto, amigos marxistas?). Sí, estaba seguro de que mi apellido empezaba con N y tenía un odioso parecido con el sobrenombre o seudónimo de un escritor de supuesta fama (¿Notorov? No), búlgaro o babilónico o quizá de Betelgeuze, con quien me confundían siempre algunos emigrésde otra galaxia. Pero si era un apellido parecido a Nebesnyy o Nabedrin o Nablidze, no podía recordarlo. Preferí no exigir demasiado de mi fuerza de voluntad (vete, Naborcroft) y me rendí. ¿O quizá mi apellido empezaba con B y la n se adhería a él como un parásito desesperado? ¿Bonidze? ¿Blonsky? No, eso era obra del BINT. ¿Tendría gotas de sangre caucasiana y principesca en las venas? ¿Por qué habían surgido alusiones a Nabarro, político británico, en los recortes que recibía de Inglaterra acerca de la edición londinense de Un reino junto al mar? ( A Kingdom by the Sea: título de ritmo encantador.) ¿Por qué Ivor me llamaba "MacNab"?