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Había noches, desde luego, en que recuperaba de inmediato la razón y después de correr las cortinas me dormía en seguida. Pero en ocasiones más críticas, cuando mi condición distaba mucho de ser normal y experimentaba ese "nimbo" del noble ruso, debía luchar durante varias horas para suprimir el espasmo óptico que ni siquiera la luz del día era capaz de superar. La primera noche que paso en un lugar desconocido es siempre terrible para mí y el día que la sigue es angustioso. Por eso desperté en Villa Iris atormentado por la neuralgia, con los nervios destrozados y cubierto de granos. No me afeité y rehusé acompañar a los Black a una reunión a la que, según ellos, también yo estaba invitado. Lo cierto es que aquellos primeros días en Villa Iris aparecen tan distorsionados en mi diario y tan confusos en mi mente, qué no estoy seguro de si Iris e Ivor tardaron en regresar hasta mediados de la semana. Recuerdo, sin embargo, que tuvieron la amabilidad de concertar una entrevista con un médico de Cannice. Ésa se presentó como una magnífica oportunidad para cotejar la ineficacia de mi luminaria londinense con la de una local.

La entrevista era con el profesor Junker, personaje doble que consistía en marido y mujer. El matrimonio había trabajado en equipo durante treinta años y todos los domingos, en un rincón de la playa apartado, y por ende muy sucio, ambos se analizaban mutuamente. Sus pacientes consideraban que los lunes la pareja estaba especialmente lúcida; pero ese lunes yo no lo estaba, porque me había pescado una borrachera tremenda en uno o dos bares antes de llegar al mísero barrio donde vivían los Junker y, como creí deducir, otros médicos. La entrada de la casa no estaba mal, enmarcada por las flores y la fruta de un mercado. Pero había que ver la parte trasera... Me recibió el miembro femenino del equipo, una especie de gnomo con pantalones, cosa deliciosamente atrevida para 1922. Esa aparición se vinculó de inmediato con el espectáculo que vi desde la ventana del baño (donde tuve que llenar un absurdo frasco cuyo tamaño se adecuaba a las intenciones de un médico, aunque no a las mías): el juego de la brisa en una calle lo bastante estrecha como para que tres pares de calzoncillos largos la cruzaran sobre una cuerda en otros tantos saltos o pasos. Hice un comentario acerca de eso y de un vitral que había en el consultorio, en el cual se veía una dama de color malva, exactamente igual a la de la ventana en las escaleras de Villa Iris. La señora Junker me preguntó si me gustaban los muchachos o las muchachas, y yo miré a mi alrededor, diciendo en tono cauteloso que no sabía qué podía ofrecerme ella. La señora Junker no rió. La consulta no fue un éxito. Antes de diagnosticar neuralgia del maxilar, la doctora Junker me aconsejó que cuando estuviera sobrio fuera a ver a un dentista. Vivía justo enfrente, me dijo. Sé que lo llamó por teléfono para pedirle hora, pero no recuerdo si fui a consultarlo esa misma tarde o al día siguiente. El dentista se llamaba Molnar, con una n como un corpúsculo en una caries. Cuarenta años después lo utilicé para Un reino junto al mar.

Una muchacha que tomé por la ayudante del dentista (aunque su vestido parecía más apropiado para una fiesta que para un consultorio) estaba sentada en el pasillo, con las piernas cruzadas, hablando por teléfono. Sin interrumpir su ocupación, se limitó a señalarme una puerta con el cigarrillo que sostenía. Me encontré en un cuarto trivial y silencioso. Los mejores asientos ya estaban ocupados. Sobre una estantería en completo desorden pendía un óleo grande y convencional, que representaba un torrente alpino atravesado por un árbol caído. Durante alguna hora de consulta anterior, unas cuantas revistas habían ido a parar desde la estantería hasta una mesa oval que sostenía adornos harto modestos, tales como un florero vacío y un casse-têtedel tamaño de un reloj. Era un laberinto circular, con cinco bolitas plateadas en el interior que mediante hábiles movimientos de la mano debían meterse en el centro de la hélice. Para los niños que esperaban turno.

No había ninguno en ese momento. En un rincón, una silla contenía a un individuo gordo con un ramo de claveles apoyado en los muslos. Dos damas maduras estaban instaladas en un sofá marrón: eran extrañas la una para la otra, a juzgar por el urbano intervalo que las separaba. A leguas de distancia, sentado en un taburete con almohadones, un muchacho de aire culto, quizá un novelista, sostenía un cuaderno de notas en el cual escribía con lápiz frases aisladas, sin duda la descripción de varios objetos que sus ojos examinaban entre frase y frase: el cielo raso, el papel de la pared, el cuadro, la nuca peluda de un hombre de pie frente a la ventana, con las manos tomadas a sus espaldas y la mirada perdida, más allá de la ropa interior colgada, más allá de la ventana malva del haño de los Junker, más allá de los tejados y las colinas, en una distante cadena de montañas donde —pensé distraídamente— quizá aún existiría el pino caído que atravesaba el torrente.

Al fin, en el extremo del cuarto se abrió una puerta con un chirrido risueño y entró el dentista: un hombre de tez sonrosada, con corbata de moño, traje mal cortado de un gris muy alegre y un brazal negro bastante llamativo. Siguieron apretones de manos y felicitaciones. Empecé a hablar para recordarle nuestra cita, pero una dama de aire muy digno en quien reconocí a Madame Junker me interrumpió para decir que el error era de ella. Mientras tanto, Miranda, la hija del dentista a quien yo había visto hacía instantes, introdujo los largos y pálidos tallos de los claveles en un delgado florero sobre la mesa, que para entonces ya estaba milagrosamente cubierta por un mantel. Una criada de comedia depositó en ella, entre grandes aplausos, una torta de color crepúsculo con la cifra "50" dibujada con crema caligráfica.

—¡Qué detalle tan encantador! —exclamó el viudo.

Sirvieron el té; unas cuantas personas se sentaron y otras permanecieron de pie, vaso en mano. Iris me advirtió en un tibio susurro que era jugo de manzanas con canela, sin alcohol, de manera que retrocedí con las manos en alto ante la bandeja que me adelantaba el novio de Miranda, el joven a quien había sorprendido ocupando su espera para registrar ciertos detalles de la dote.

—No te esperábamos —dijo Iris, resignándose a la verdad, pues esa no podía ser la partie de plaisir a que me habían invitado ("Tienen una casa maravillosa sobre una roca"). No, creo que muchas de las confusas impresiones que registro aquí en relación con médicos y dentistas deben considerarse como una experiencia onírica durante una siesta después de una borrachera. Mi manuscrito lo corrobora. Al revisar las anotaciones más antiguas en mis agendas —donde números telefónicos y nombres se codean con la mención de acontecimientos reales o más o menos ficticios—, advierto que los sueños y otras distorsiones de la "realidad" están escritos con una letra peculiar, inclinada hacia la izquierda. Por lo menos eso ocurre en las primeras anotaciones, antes de que renunciara a respetar las distinciones admitidas. Muchos de los sucesos precantábricos corresponden a esa letra (pero es verdad que el soldado se desplomó en el sendero del rey fugitivo).

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Sé que muchos me consideran un buho pomposo, pero detesto las bromas pesadas y me muero de aburrimiento ("Sólo las personas sin sentido del humor usan esa expresión", dice Ivor) cuando oigo una incesante retahila de insultos chistosos y juegos de palabras vulgares ("Morirse de aburrimiento es mejor que morirse de tristeza": Ivor de nuevo). Sin embargo, Ivor era un buen tipo y si me alegraban sus ausencias durante la semana, no era en verdad porque descansaba de sus chistes. Ivor trabajaba en una agencia de viajes cuyo dueño era el antiguo homme d' affaires de su tía Betty: otra excéntrica que había prometido a Ivor como aguinaldo un faetón de Icaro si se portaba bien.

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