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Los tres amantes (cifra que le arranqué con la ferocidad del enardecido jugador de Pushkin, si bien con menos suerte aún) que había tenido en su adolescencia eran tres espectros sin nombre, desprovistos de cualquier rasgo individual y, por lo tanto, idénticos. Los tres ejecutaban su pas al fondo del escenario, mientras Iris era la solista que bailaba en primer término. Más que bailar, los tres desarrollaban una gimnasia absurda y era evidente que ninguno de ellos llegaría a ser la principal figura masculina de la compañía. Por otro lado, ella, la primera bailarina, era un diamante sin pulir, con todas las facetas del talento prontas a centellear; pero en ese contexto ridículo, limitaba sus pasos y gestos a una expresión de fría coquetería, de frívola veleidosidad, a la espera del tremendo salto del atleta con muslos de mármol y malla deslumbrante que habría de irrumpir desde los bastidores al cabo de un preludio razonable. Ambos creíamos que yo era el elegido para ese papel, pero nos equivocábamos. Sólo proyectando esas imágenes estilizadas en la pantalla de mi mente podía aliviar la angustia de los celos carnales, centrados en los espectros. Pero no era infrecuente que resolviera sucumbir ante ellos. La puerta ventana de mi estudio en Villa Iris daba al mismo balcón de baldosas rojas que el dormitorio de mi mujer y podía abrirse en un determinado ángulo de manera tal que sus cristales reflejaran dos imágenes diferentes que se fundían. A través de la arcada monástica que separaba a los cuartos, el cristal reflejaba parte de su cama y de ella misma —el pelo, un hombro—, que de otro modo yo no podía ver desde el anticuado atril en que escribía; pero además el cristal reflejaba, al alcance de la mano, por así decirlo, la verde realidad del jardín, con una peregrinación de cipreses a lo largo del muro lateral. Así, a medias en la cama y a medias en el pálido cielo estival, Iris escribía, reclinada, una carta que aparecía crucificada en mi tablero de ajedrez. Yo sabía que si le preguntaba, la respuesta sería: "Oh... a una compañera de escuela" o "A Ivor" o "A la vieja señorita Kupalov". También sabía que de un modo u otro la carta llegaría al correo, al final de la avenida de plátanos, sin que yo lograra ver el nombre en el sobre. Pero la dejaba escribir, viéndola flotar cómodamente en el cinturón de seguridad de su. almohada, por encima de los cipreses y el muro del jardín, mientras yo calculaba —inexorable, temerariamente— hasta qué abismos de oscura pigmentación llegaría el dolor tentacular.

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Por lo general, aquellas lecciones de ruso consistían en que Iris acudía con uno de mis poemas o ensayos a cualquier dama rusa, por ejemplo la señorita Kupalov o la señorita Lapukov (ninguna de las cuales sabía mucho inglés), para que se lo parafrasearan oralmente en una especie de improvisado volapuk. Cuando le advertí que perdía el tiempo con ese juego de acertijos, Iris se lanzó en busca de algún otro método alquímico que la capacitara para leer todo lo que yo escribiera. Por entonces (1925), yo había empezado mi primera novela, Tamara, y ella me convenció de que le diera una copia del primer capítulo, recién mecanografiado. Lo llevó a una agencia que se especializaba en traducir al francés textos utilitarios tales como solicitudes y súplicas dirigidas por refugiados rusos a diversas ratas en las madrigueras de diversos commissariats. La persona que consintió en suministrarle la "versión literal" (que Iris pagó en valuta), retuvo el manuscrito durante dos meses y cuando se lo entregó, le advirtió que mi "artículo" presentaba dificultades casi insuperables, "ya que estaba escrito en un idioma y con un estilo totalmente insólitos para el lector corriente". Así fue como un anónimo imbécil en una sórdida, desordenada, estrepitosa oficina se convirtió en mi primer crítico y mi primer traductor.

Nada supe de esa aventura hasta que un día la sorprendí inclinando sus rizos sobre hojas de papel tamaño oficio, casi perforadas por la violencia de los caracteres violetas que las cubrían sin asomo de márgenes. Por aquellos días yo me oponía ingenuamente a cualquier tipo de traducción, en parte porque mis intentos de trasladar dos o tres de mis efímeras composiciones a mi propio inglés me habían provocado una sensación de morbosa repugnancia y jaquecas enloquecedoras. Iris, la mejilla apoyada en la mano y los ojos divagando en una lánguida duda, me miró con cierta timidez, pero con esa expresión divertida que nunca la abandonaba, siquiera en las circunstancias más absurdas o difíciles. Advertí un disparate en la primera línea, un desatino en la siguiente, y sin tomarme la molestia de seguir leyendo rompí todos los papeles, acto que no provocó ninguna reacción —salvo un neutro suspiro— por parte de mi frustrada Iris.

Ya que el acceso a mi obra le estaba vedado, resolvió que ella misma sería— escritora. Desde mediados de la década del veinte hasta el fin de su breve, malgastada, ocre existencia, mi Iris trabajó en dos, tres, cuatro sucesivas versiones de una novela policial, cediendo en cada una de ellas a un extraño impulso que la obligaba a frenéticas supresiones y a cambiarlo todo: argumento, personajes, ambiente. Todo, salvo los nombres de los personajes, que he olvidado por completo.

Iris no sólo carecía de talento literario; ni siquiera tenía la capacidad de imitar a los pocos autores hábiles que había entre los prósperos pero efímeros proveedores de novelas policiales que ella consumía con el indiscriminado celo de un prisionero ejemplar. ¿Cómo se explica, pues, que mi Iris supiera que tal o cual cosa debía ser alterada o eliminada? ¿Qué instinto del genio le ordenó destruir todos sus borradores en la víspera, casi en la víspera misma de su súbita muerte? Todo lo que esa extraña muchacha logró visualizar con asombrosa lucidez fue la cubierta roja de la edición definitiva e ideal, en la cual la mano del villano erizada de pelo aparecía apuntando con un encendedor en forma de revólver al lector (de quien se esperaba que no adivinara hasta que todos murieran en la obra que el encendedor era, en verdad, un revólver).

Permítaseme recordar algunos momentos fatídicos, hábilmente disimulados, en la trama de nuestros siete inviernos.

Durante el intervalo de un magnífico concierto para el cual no habíamos conseguido asientos contiguos, advertí que Iris saludaba con gran deferencia a una mujer de aire melancólico, pelo gris y labios delgados. Yo la había conocido en alguna parte y hacía muy poco, pero la insignificancia misma de su aspecto impedía la posibilidad siquiera de un vago recuerdo y nunca pregunté a Iris quién era esa mujer. Habría de ser su última profesora.

Todo escritor cree, cuando se publica su primer libro, que quienes lo aclaman son sus amigos personales o sus pares impersonales, mientras que sus detractores sólo pueden ser canallas envidiosos o ceros a la izquierda. Yo me habría hecho, sin duda, ese tipo de ilusiones acerca de las reseñas de mi novela Tamaraen los periódicos rusos de París, Berlín, Praga, Riga y otras ciudades. Pero para entonces ya me había dedicado a mi segunda novela, El peón se come a la reina, y la primera se había desmenuzado en mi mente como un polvo de colores.

El director de Patria, el periódico mensual emigréque empezó a publicar por entregas El peón se come a la reina, nos invitó a "Irida Osipovna" y a mí a un samovar literario. Lo menciono sólo porque ese fue uno de los pocos salones a que mi insociabilidad se dignó asistir. Iris servía los sandwiches. Yo fumaba mi pipa y observaba los hábitos alimentarios de dos novelistas importantes, tres de segundo orden, un poeta importante, cinco de segundo orden de ambos sexos, entre ellos el inimitable "Prostakov-Skotinin", nombre de comedia rusa que significa "inocente y bruto" y que le había adjudicado su archirrival, Hristofor Boyarski.

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