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—Bueno, es lo mismo. Lo importante es imaginar que miramos desde aquí, desde la aldea, hacia allá, hacia el jardín. Debemos tener bien presente qué es "aquí" y "allá" en nuestro problema. Por ahora, "aquí" es el rectángulo de luz verde en el portal semiabierto. Ahora empezamos a caminar por la avenida. En el segundo tronco de la derecha advertimos huellas de una proclama local...

—Fue una proclama de Ivor. Declaró que las cosas habían cambiado y que los proteges de tía Betty debían interrumpir sus visitas semanales.

—Magnífico. Seguimos caminando hacia el portal del jardín. Podemos distinguir intervalos de paisajes entre los árboles, a ambos lados. A tu derecha... por favor, cierra los ojos, verás mejor. A tu derecha hay un viñedo; a tu izquierda, un cementerio. Puedes ver su muro largo, bajo, muy bajo...

—Tu descripción es bastante siniestra. Quiero agregar algo. Entre las zarzamoras, Ivor y yo descubrimos una vieja lápida derruida con la inscripción ¡Duerme, Médorf y sólo la fecha de la muerte: 1889— Un perro recogido, sin duda. Está justo antes del último árbol de la izquierda.

—Bien, ahora llegamos al portal del jardín. Estamos a punto de entrar. De repente, te detienes: te has olvidado de comprar esas bonitas estampillas nuevas para tu álbum. Decidimos volver a la oficina de correos.

—¿Puedo abrir los ojos? Tengo miedo de quedarme dormida.

—Al contrario: ahora es el momento de cerrar los ojos con fuerza y concentrarse. Quiero que te imagines volviéndote sobre los talones, de manera que "derecha" se convierta en "izquierda" y al instante veas "aquí" como "allá", con el farol a tu izquierda, la tumba de Médor a tu derecha y los plátanos convergiendo hacia el correo. ¿Puedes hacerlo?

—Ya está —dijo Iris—. He hecho un giro completo. Ahora estoy frente a un agujero soleado con una casita rosada en el interior y un pedazo de cielo azul. ¿Empezamos a caminar de nuevo?

—¡Tú puedes hacerlo! Para mí, es imposible. Este es el sentido del experimento. En la vida real, física, puedo volverme con la naturalidad y la rapidez de cualquier persona. Pero mentalmente, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, soy incapaz de cambiar de dirección. Hay alguna célula que no funciona en mi cerebro. Desde luego, puedo trampear: puedo desechar la imagen mental de un panorama y elegir con calma la perspectiva opuesta para regresar al punto de partida. Pero si no trampeo, una especie de obstáculo atroz, que me enloquecería si persistiera en mi intento, me impide imaginar el giro que transforma una dirección en otra, la opuesta. Me siento abrumado, soporto el mundo entero sobre mis hombros en el proceso de visualizar mi giro, de manera tal que pueda ver "a la derecha" lo que he visto "a la izquierda", y viceversa.

Pensé que se había quedado dormida, pero antes de que dedujera que no había oído o no había comprendido nada de lo que me destruía, Iris se movió, volvió a deslizarse los breteles sobre los hombros y se sentó.

—En primer término, de hoy en adelante suspenderemos estos experimentos —dijo—. En segundo término, nos convenceremos a nosotros mismos de que sólo hemos tratado de resolver un estúpido acertijo filosófico, en el sentido de qué significan "derecha" e "izquierda" en nuestra ausencia, cuando nadie mira, en el puro espacio. Y después de todo, qué es el espacio. Cuando era chica, creía que el espacio era el interior de un cero, cualquier cero dibujado con tiza en una pizarra y quizá no muy bien hecho, pero un buen cero, de todos modos. No quiero que te enloquezcas ni me enloquezcas, porque esas perplejidades son contagiosas. De manera que acabemos para siempre con esta historia de girar en avenidas. Quisiera que selláramos nuestro pacto con un beso, pero tendremos que posponerlo. Ivor vendrá a buscarnos dentro de poco para llevarnos a pasear en su nuevo automóvil. No creo que tengas ganas de acompañarnos, así que te propongo que nos veamos en el jardín, durante uno o dos minutos, justo antes de la cena, mientras Ivor se baña.

Le pregunté qué le había dicho Bob (L. P.) en mi sueño.

—No fue un sueño —contestó Iris—. Quería saber si su hermana había telefoneado para invitarnos a los tres a un baile. Si llamó, nadie estaba en casa.

Fuimos al Victoria en busca de unos tragos y unos bocados, y al fin llegó Ivor. De ninguna manera, dijo, él sabía bailar y hacer esgrima mejor que nadie en un escenario, pero era un verdadero oso en la vida privada y no estaba dispuesto a que todos los rastaquouères de la Côtemanosearan a su hermana.

—Entre paréntesis —agregó—, la obsesión de P. con los prestamistas no me impresiona demasiado. Arruinó al mejor de ellos en Cambridge, pero lo único que puede decir de los prestamistas son maldades convencionales.

—Mi hermano es un tipo curioso —dijo Iris volviéndose hacia mí como en una representación teatral—. Oculta nuestro abolengo como un tesoro, pero estalla de furia si alguien llama Shylock a alguien.

Ivor siguió con su chachara.

—El viejo Maurice [su patrón] cenará con nosotros esta noche. Fiambres y macedonia al ron. Compraré espárragos en lata en un negocio inglés; son mucho mejores que los frescos de aquí. El auto no es un Royce, pero anda. Lamento que Vivían se sienta mal y no pueda acompañarnos. He visto a Madge Titheridge esta mañana y me dijo que los periodistas franceses pronuncian su apellido " Si c'est riche". Nadie se ríe hoy.

9

Demasiado nervioso para dormir mi siesta habitual, pasé casi toda la tarde trabajando en un poema de amor. (Y esta es la última anotación en mi diario de 1922, hecha exactamente un mes después de mi llegada a Carnavaux.) Por aquella época yo parecía tener dos musas: la esencial, genuina e histérica, que me torturaba con esquivas corrientes de imágenes y que se escandalizaba al comprobar mi torpeza para adueñarme de la magia y el delirio puestos a mi alcance, y su musa suplente y ayudante, llena de módica lógica, que rellenaba las grietas dejadas por su ama con obturaciones explicativas y ripiosas, cada vez más abundantes a medida que me alejaba de la perfección inicial, evanescente y salvaje. La traidora música de los ritmos rusos acudía en mi especioso rescate como esos demonios que irrumpen en el negro silencio del infierno de un creador con imitaciones de poetas griegos y de aves prehistóricas. El último, decisivo fraude lo cometía al pasar en limpio mi obra: durante un instante, la caligrafía, el papel de vitela y la tinta china dignificaban mis versos lamentables. Y pensar que durante casi cinco años hice todo lo posible para dejarme atrapar... hasta que despedí a la pintada, encinta, servil, mezquina ayudante.

Me vestí y bajé. La puerta vidriera que daba a la terraza estaba abierta. El viejo Maurice, Iris e Ivor disfrutaban de sus Martinis en la platea de un maravilloso crepúsculo. Ivor imitaba a alguien con entonaciones absurdas y gestos extravagantes. El maravilloso crepúsculo no sólo ha quedado como el telón de foro de una noche que habría de cambiar nuestras vidas; permanece, además, tras la sugerencia que muchos años después hice a mis editores ingleses: la publicación de un álbum de auroras y crepúsculos, con los colores más fieles. Una colección que inclusive tendría valor científico, ya que podría requerirse la ayuda de doctos celestólogos para que examinaran las muestras recogidas en diferentes países y analizaran las diferencias —impresionantes y nunca estudiadas hasta el momento— entre las combinaciones de colores del atardecer y el alba. El álbum apareció al fin: su precio era elevado y la parte visual aceptable, pero el texto era obra de una desdichada escritora cuya prosa dulzona y cuya poesía prestada entorpecían el libro ( Allan and Overton, Londres, 1949).

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