Cuando visité por primera vez el pequeño apartamento de Sebastian en Londres —en el 36 de Oak Park Gardens— tuve la desolada sensación de haber demorado una cita hasta que fue demasiado tarde. Durante los últimos tres años de su vida no había vivido mucho tiempo allí; tampoco era en ese lugar donde había muerto. Tres habitaciones una fría chimenea, silencio. Media docena de trajes, casi todos viejos, pendían en el guardarropa, y por un segundo tuve la impresión del cuerpo de Sebastian rígidamente multiplicado en una sucesión de formas con hombros cuadrados. Una vez lo había visto con aquella chaqueta marrón; toqué la manga, pero era floja, inconsciente a aquella débil llamada de la memoria. También había zapatos; habían andado muchos kilómetros y ahora estaban al final de su viaje. Camisas plegadas, puestas de espaldas. ¿Qué podían decirme sobre Sebastian todas aquellas cosas inmóviles? Su cama. Un viejo cuadro al óleo, un poco cuarteado (camino fangoso, arco iris, hermosos charcos) contra el blanco marfil de la pared, al frente: el punto de mira a su despertar.
Miré en torno a mí: en aquel dormitorio todas las cosas parecían haber retrocedido de un salto en un abrir y cerrar de ojos, como sorprendidas de improviso, y ahora iban devolviendo mi mirada, como procurando comprobar si había advertido su fuga culpable. Esa parecía, sobre todo, la actitud del sillón bajo, enfundado de blanco, que estaba junto a la cama; me pregunté qué habría hurtado. Después, hurgando en los escondrijos de sus pliegues reacios, encontré algo duro: era una nuez del Brasil, y el sillón volvió a cruzar los brazos y a adoptar su expresión inescrutable (que podría muy bien ser de altiva dignidad).
El cuarto de baño. La repisa de cristal, sin más compañía que una cajita para polvos de talco con un ramo de violetas en la parte posterior; sola, reflejada en el espejo, parecía un anuncio coloreado.
Después revisé los dos cuartos principales. El comedor era curiosamente impersonal, como todos los lugares donde come la gente —acaso porque el alimento es nuestro vínculo principal con el caos común de la materia que rueda en torno a nosotros—. Cierto que en un cenicero de vidrio había una colilla, pero la había dejado allí un tal Mr. McMath, agente inmobiliario.
El estudio. Desde él se veía el jardín posterior o parque, el cielo extenuado, un par de olmos, no robles, a pesar de la promesa del nombre de la calle. Un diván de cuero extendido en un ángulo del cuarto. Estanterías densamente pobladas. El escritorio. Sobre él, casi nada: un lápiz rojo, una caja de ganchos para papeles... Todo parecía sombrío y distante, pero, en la punta occidental, la lámpara era adorable. Encontré la llave y el globo opalescente se disolvió en la luz: esa mágica luna había visto escribir la mano de Sebastian. Había llegado el momento de ponerme a la obra. Tomé la llave que Sebastian me había dejado en herencia y abrí los cajones.
Ante todo encontré dos mazos de cartas sobre los cuales Sebastian había escrito: para ser quemadas. Uno de ellos estaba doblado de tal modo que no pude siquiera echar una ojeada a la letra; el papel era celeste, con un ribete azul oscuro. El otro mazo consistía en un montoncito de papeles cubiertos por una enérgica escritura femenina. Me pregunté de quién sería. Durante un penoso instante luché con la tentación de examinar detenidamente ambos paquetes. Lamento decir que ganó mi parte mejor. Pero mientras quemaba aquellas cartas en la chimenea, una de las hojas azules se desprendió, curvada bajo la tortura de la llama, y antes de que el negro rugoso la cubriera por completo, unas pocas palabras se revelaron a plena luz: después se desvanecieron con todo el resto.
Me hundí en un sillón y medité unos minutos. Las palabras que había visto eran palabras rusas, parte de una frase en ruso... Eran insignificantes en sí, y no porque yo esperara que la llama de la casualidad descubriera la inspiración de un novelista. La traducción literal sería «tu manera habitual de descubrir...». No era el sentido lo que me impresionaba, pero sí el hecho de reconocer mi lengua. No tenía la más remota idea de quién sería la mujer, esa mujer rusa cuyas cartas Sebastian había tenido en estrecha vecindad con las de Clare Bishop. Y de algún modo, ello me tenía perplejo y fastidiado. Desde mi silla junto a la chimenea —de nuevo fría y negra— podía ver la débil luz de la lámpara sobre el escritorio, la brillante blancura del papel que asomaba por el cajón abierto y una hoja abandonada sobre la alfombra azul, la mitad en las sombras, cortada en diagonal por el límite de la luz. Por un instante creí ver a un Sebastian transparente en su escritorio; o más bien pensé en aquel paso por la Roquebrune equivocada: ¿quizá prefiriera escribir en la cama?
Un momento después volví a mi trabajo; examiné y clasifiqué sumariamente el contenido de los cajones. Había muchas cartas. Las aparté para revisarlas después. Recortes de diarios en un libro llamativo, con una mariposa imposible en la cubierta. No, no se trataba de reseñas sobre sus libros; Sebastian era demasiado orgulloso para recogerlas y su sentido del humor no bastaba para pegarlas cuando daba con ellas. Pero lo cierto es que había un álbum de recortes, todos ellos relativos (como descubrí después, observándolos con más detenimiento) a incidentes incongruentes o absurdos, ocurridos en los lugares y condiciones más triviales. Las metáforas abigarradas también merecían su aprobación, según comprobé; acaso las incluía en la misma categoría de pesadillas. Entre algunos documentos legales encontré un pedazo de papel en el cual había empezado a escribir un relato. Sólo había un párrafo que se cortaba bruscamente, pero me dio ocasión de comprobar el curioso hábito que Sebastian tenía —en el proceso de escribir— de no tachar las palabras reemplazadas por otras. Así, por ejemplo, el párrafo que encontré decía: «Como tenía el sueño pesado Roger Rogerson tenía el sueño pesado El viejo Rogerson compró El viejo Roger compró, tan asustado como dormilón que era, el viejo Rogers temía perder la mañana siguiente. Tenía el sueño muy pesado. Tenía un miedo terrible de perder los grandes acontecimientos del día siguiente, el primer tren de la mañana siguiente, de modo que compró y llevó a su casa esa noche y no uno sino muchos despertadores de varios tamaños y fuerza nueve ocho once despertadores de diversos tamaños que colocó que dieron a su cuarto el aspecto de un.»
Por desgracia, eso era todo.
Monedas extranjeras en una caja de chocolates: francos, marcos, chelines, coronas, y su cambio pequeño. Varias estilográficas. Una amatista oriental, sin engaste. Una banda elástica. Un tubo con pastillas para el dolor de cabeza, la postración nerviosa, la neuralgia, el insomnio, el dolor de muelas, las pesadillas. Lo de dolor de muelas inspiraba algunas dudas. Un viejo cuaderno de notas (1926) lleno de números de teléfonos caducados. Fotografías.
Pensé que encontraría montones de chicas. Del tipo habitual: sonriendo al sol, instantáneas estivales, juegos de sombra, sonrientes, de blanco, sobre el pavimento, la arena o la nieve. Pero me equivocaba. Las dos docenas, más o menos, de fotografías que saqué de un gran sobre (en el cual había escrita de mano de Sebastian la lacónica inscripción «Mr. H.») mostraban a la misma persona en diferentes etapas de su vida: primero un chiquillo con cara de luna llena, con un traje de marinero de corte vulgar, después un muchacho feo, con gorra de cricket, después un joven de nariz respingona y así sucesivamente, hasta llegar a una serie de Mr. H., plenamente desarrollado: un tipo repelente con algo de bulldog que iba engordando sobre fondos fotográficos o en jardines de verdad. Me enteré de quién era el hombre al leer un recorte de diario unido a una de las fotografías.