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Fue en el extranjero, en Italia si no recuerdo mal, donde mi padre —por entonces un joven soldado de la guardia con licencia— conoció a Virginia Knight. Ese primer encuentro se relaciona con una cacería del zorro en Roma, a principios de la década de los noventa; pero no puedo precisar si el detalle me fue mencionado por mi madre o si es el recuerdo subconsciente de una borrosa instantánea. Mi padre la cortejó durante mucho tiempo. Era hija de Edward Knight, caballero de cierta posición. Eso es cuanto sé de él, pero el hecho de que mi abuela, una mujer austera y obstinada (recuerdo su abanico, sus mitones, sus dedos fríos, blancos), se opusiera enérgicamente a la boda y repitiera el texto de sus objeciones mucho después del segundo casamiento de mi padre, me hace deducir que la familia Knight (sea cual fuere su índole) no alcanzaba el nivel (sea cual fuere este nivel) exigido por los cánones del antiguo régimen en Rusia. Tampoco estoy seguro de si el primer matrimonio de mi padre alarmaba de algún modo las tradiciones de su regimiento: lo cierto es que sus verdaderos éxitos militares no empezaron hasta la guerra con Japón, o sea después de que su mujer lo abandonara.

Todavía era yo un niño cuando perdí a mi padre. Mucho después, en 1922, pocos meses antes de la última y fatal operación de mi madre, me dijo ella varias cosas que, pensaba, yo debía conocer. El primer matrimonio de mi padre no había sido feliz. Una mujer extraña, un ser inquieto y desasosegado, pero no con la inquietud de mi padre. La de mi padre era una busca incesante que sólo cambiaba su objeto cuando lo alcanzaba. La de ella era una persecución un tanto desapasionada, caprichosa, oscilante, que unas veces la hacía apartarse de lo común y otras veces quedaba olvidada a mitad de camino, así como olvidamos el paraguas en un coche de alquiler. En cierto modo quería a mi padre —un modo harto antojadizo, para decirlo de alguna forma— y cuando un día se le ocurrió que podía enamorarse de otro (cuyo nombre nunca pudo obtener mi padre de sus labios) abandonó marido e hijo con la rapidez con que una gota de lluvia empieza a resbalar hacia la punta de una hoja de lila. Ese salto hacia arriba de la hoja abandonada por su reluciente carga debió de causar un dolor muy intenso a mi padre. No me gusta demorarme en el recuerdo de aquel día en un hotel de París: Sebastian, de cuatro años, mediocremente atendido por una niñera perpleja; mi padre encerrado en su habitación, «esa peculiar habitación de hotel que es el escenario ideal para las peores tragedias: el reloj inanimado y brillante (el tieso bigote de las dos menos diez) bajo su cúpula de cristal, sobre una chimenea infame; la ventana francesa con su mosca aturdida entre el vidrio y la muselina; una hoja con membrete del hotel sobre el secante cubierto de manchas». Esta es una cita de Albinos de negro;en verdad, no tiene relación con ese desastre concreto, pero conserva el recuerdo distante del malhumor de un niño tendido sobre una raída alfombra de hotel, sin nada que hacer, frente a una extraña expansión de tiempo, tiempo extraviado, derramado...

La guerra en el Lejano Oriente ofreció a mi padre esa dichosa actividad que le ayudó, si no a olvidar a Virginia, por lo menos a sentir otra vez que la vida era digna de vivirse. Su vigoroso egotismo no era sino una forma de vitalidad viril y, como tal, plenamente afín a su naturaleza esencialmente generosa. Un dolor permanente —sin mencionar ya el suicidio— habría sido para él algo mezquino, una entrega vergonzosa. En 1905, cuando volvió a casarse, sin duda tuvo la satisfacción de haberse impuesto al destino.

Virginia reapareció en 1908. Era una viajera inveterada, siempre en movimiento; sentíase tan en su casa en una pensión modesta como en un hotel lujoso: el hogar sólo representaba para ella el goce del cambio constante. De ella Sebastian heredó esa pasión extraña, casi romántica, por los coches-cama y los Grandes Trenes Expresos Europeos, «el dulce traqueteo de paneles brillantes en las noches azules; el largo, angustioso suspiro de los frenos en estaciones vagamente entrevistas; una cortinilla de cuero repujado que, al levantarse, deja ver un andén; un mozo de estación que empuja el carro de los equipajes; el globo lácteo de una lámpara con una pálida mariposa revoloteando a su alrededor; el tañido de un martillo invisible que comprueba las ruedas; el deslizarse en las tinieblas; la fugaz visión de una mujer sola que hurga entre objetos de brillo argénteo en su neceser, sobre la felpa azul de un compartimiento iluminado».

Virginia llegó en el Expreso del Norte un día invernal, sin el menor aviso, y envió un billete lacónico en que manifestaba su deseo de ver a su hijo. Mi padre se había marchado al campo para una cacería del oso; fue mi madre, pues, quien llevó tranquilamente a Sebastian al Hotel d'Europe, donde Virginia se había detenido por una sola tarde. Allí, en el vestíbulo, conoció a la primera mujer de su marido: una mujer esbelta, ligeramente angulosa, de carita nerviosa bajo un inmenso sombrero negro.

Se levantó el velo para besar al niño: apenas lo tocó se echó a llorar, como si la sien tibia y suave de Sebastian hubiera sido la fuente misma y el solaz de su dolor. Inmediatamente después se puso los guantes y empezó a contar a mi madre, en pésimo francés, una historia insignificante e inconexa sobre una polaca que había intentado robarle su bolso en el coche-restaurante. Después puso en la mano de Sebastian un paquetillo de pastillas azucaradas, sonrió nerviosamente a mi madre y partió en pos del mozo de cuerda, que llevaba su equipaje. Eso fue todo. Al año siguiente murió.

Se ha sabido, por medio de un primo suyo, Mr. H. F. Stainton, que durante los últimos meses de su vida vagabundeó por el sur de Francia, deteniéndose durante uno o dos días en calurosas ciudades de provincias muy pocas veces frecuentadas por turistas, sola, febril —había abandonado a su amante— y sin duda muy desdichada. Ese ir y venir sobre sus propios pasos habrían hecho pensar que huía de alguien, de algo; por otro lado, para quien conocía su idiosincrasia, esa vehemencia de tísica no era sino la exacerbación definitiva de su inquietud habitual. Murió de insuficiencia cardíaca (enfermedad de Lehmann) en la pequeña ciudad de Roquebrune, en el verano de 1909. No resultó fácil enviar el cadáver a Inglaterra: sus parientes habían muerto tiempo antes y sólo Mr. Stainton asistió a su entierro en Londres.

Mis padres vivían dichosos. Era la suya una unión tranquila y tierna, inexpugnable por los malévolos chismes de algunos parientes que murmuraban que mi padre, aunque marido enamorado, se dejaba tentar de cuando en cuando por otras mujeres. Un día, en las vísperas de la Navidad de 1912, una conocida suya, muchacha encantadora e inconsciente, le mencionó, mientras paseaban junto al Nevsky, que el prometido de su hermana, un tal Palchin, había conocido a su primera mujer. Mi padre dijo que recordaba al hombre: se habían conocido en Biarritz, unos diez años antes, o quizá nueve...

—Oh, pero siguió viéndola después —dijo la muchacha—. ¿Sabes? Le ha confesado a mi hermana que vivió con Virginia después de tu separación... Al final ella lo plantó en algún lugar de Suiza... ¿No es divertido? Nadie lo sabía.

—Bueno, si no se supo en su momento, no veo el motivo para que la gente empiece a hablar del asunto diez años después —dijo mi padre tranquilamente.

Una coincidencia poco feliz, al día siguiente, hizo que un buen amigo de nuestra familia, el capitán Belov, preguntara casualmente a mi padre si era cierto que su primera mujer era originaria de Australia. El, el capitán, había creído siempre que era inglesa. Mi padre contestó que los padres de su primera mujer habían vivido algún tiempo en Melbourne, pero que ella había nacido en Kent; eso era cuanto sabía.

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