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—Siempre has sido muy dueño de ti —me dijo.

Le conté que estaba escribiendo un libro sobre Sebastian y le pedí que me hablara de su niñez. Ella había entrado en nuestra casa poco después del segundo matrimonio de mi padre, pero en su mente el pasado se confundía y desplazaba a tal punto que hablaba de la primera mujer de mi padre (cette horrible Anglaise)como si la hubiese conocido tan bien como a mi madre (cette femme admirable).

—Mi pobrecito Sebastian —gimoteó—, tan bueno conmigo, tan noble... Ah, cómo recuerdo aquel modo tan suyo de echarme los bracitos al cuello y decirme: «Odio a todos, menos a ti, Zelle, tú eres la única que comprendes mi alma.» Y el día en que di una palmada en su mano, une toute petite tape,por haber sido descortés con tu madre... la expresión de sus ojos... casi me hizo llorar... y su voz cuando dijo: «Te lo agradezco, Zelle; no volverá a ocurrir.»

Siguió en el mismo tono durante largo rato, haciéndome sentir cada vez más incómodo. Después de varios intentos infructuosos, me las compuse para desviar la conversación. Por entonces ya estaba completamente ronco, pues la dama había perdido quién sabe dónde su trompetilla. Después habló de su vecina, una gorda criatura aún más vieja que ella, con quien me había topado en el pasillo.

—La buena mujer está completamente sorda —se quejó—; es una mentirosa terrible. Sé muy bien que no hizo más que dar lecciones a los hijos de la princesa Demidov... pero nunca vivió en su casa.

Cuando me marché, gritó:

—Escribe ese libro, ese hermoso libro. Hazlo como un cuento de hadas, y que Sebastian sea el príncipe. El príncipe encantado... Muchas veces le dije yo: «Sebastian, ten cuidado, las mujeres te adorarán.» Y él me respondía riendo: «Bueno, también yo las adoraré...»

Yo iba retrocediendo. Me dio un sonoro beso, me palmeó la mano, volvió a lloriquear. Miré sus ojos viejos y nublados, el brillo muerto de sus dientes falsos, el prendedor de granates —que recordaba tan bien— en su pecho... Nos despedimos. Llovía con violencia y me sentí avergonzado y molesto por haber interrumpido mi segundo capítulo para tan inútil peregrinación. Pero algo me había impresionado especialmente. No me había preguntado un solo detalle sobre la vida de Sebastian en todos esos años, no me había hecho una sola pregunta sobre su muerte: nada.

3

En noviembre de 1918 mi madre decidió huir con Sebastian y conmigo de los peligros de Rusia. La revolución estaba en pleno ímpetu, las fronteras estaban cerradas. Se puso en contacto con un hombre cuya profesión era pasar refugiados por la frontera y quedó concertado que por cierta suma —la mitad de la cual se pagó de antemano— nos llevaría a Finlandia. Dejaríamos el tren en la frontera misma, en un lugar al que podía llegarse legalmente, y después seguiríamos por senderos ocultos, tanto más escondidos a causa de las abundantes nevadas de aquella región silenciosa. En el punto de partida del tren mi madre y yo nos encontramos aguardando a Sebastian, que, con la heroica ayuda del capitán Belov, acarreaba el equipaje de casa a la estación. El tren debía partir a las 8.40 de la mañana. Eran ya las 8.30 y Sebastian no aparecía. Nuestro guía ya estaba en el tren, leyendo tranquilamente un diario; había advertido a mi madre que por ningún motivo le hablaría en público, y a medida que pasaba el tiempo y el tren estaba próximo a partir, una sensación de pánico empezó a invadirnos. Sabíamos que el hombre, de acuerdo con las tradiciones de su profesión, no volvería a intentar una operación fracasada en su principio mismo. Sabíamos, asimismo, que nunca más podríamos permitirnos los gastos de la huida. Pasaban los minutos y yo sentía que algo gorgoteaba desesperadamente en el hueco de mi estómago. La idea de que al cabo de uno o dos minutos el tren partiría y deberíamos volver al frío y oscuro desván (habían nacionalizado nuestra casa meses antes) era horrible. Durante el camino a la estación nos habíamos adelantado a Sebastian y a Belov, que empujaban el carricoche cargado sobre la nieve crujiente. Esa imagen permanecía inmóvil ante mis ojos (tenía entonces trece años y era muy imaginativo) como una visión encantada, inmóvil para siempre. Mi madre, con las manos metidas en las mangas y un mechón de pelo gris asomando bajo el pañuelo de lana, iba y venía, tratando de encontrar los ojos de nuestro guía cada vez que pasaba ante su ventanilla. Las 8.45, las 8.50... La partida del tren se demoraba, pero al fin sonó el silbato, una nubécula de cálido humo blanco dibujó su sombra sobre la nieve parda del andén y al mismo tiempo Sebastian apareció a la carrera, con las orejeras de su gorra de piel flameando en el viento. Los tres subimos al tren en movimiento. Pasó algún tiempo antes de que pudiera contarnos que el capitán Belov había sido arrestado en la calle, precisamente al pasar frente a la casa donde había vivido antes, y que, abandonando el equipaje a su destino, él, Sebastian, había emprendido una carrera desesperada hacia la estación. Pocos meses después supimos que nuestro pobre amigo había sido fusilado con otras personas, hombro con hombro junto a Palchin, que murió tan valientemente como Belov.

En su último libro, El extraño asfódelo(1936), Sebastian pinta un personaje secundario que acaba de escapar de un innominado país de terror y miseria. «¿Qué puedo deciros sobre mi pasado, caballeros? —escribe—. Nací en una tierra donde la idea de libertad, la noción de derecho, el hábito de la bondad humana eran cosas fríamente despreciadas y brutalmente descartadas. De cuando en cuando, en el curso de la historia, un gobierno hipócrita pintaba los muros de la prisión nacional con un matiz más vistoso de amarillo y proclamaba ruidosamente la garantía de los derechos, familiar en estados más felices; pero tales derechos eran el patrimonio exclusivo de los carceleros, o bien implicaban una degradación oculta que los hacía aún más amargos que las formas de la tiranía abierta... En esa tierra todo hombre era un esclavo o un matón. Puesto que el espíritu y cuanto le es afín estaba negado al hombre, la imposición del dolor corporal llegó a considerarse más que suficiente para gobernar la naturaleza humana... De cuando en cuando ocurría algo llamado revolución: los esclavos se hacían matones, y viceversa. Siniestro país, lugar infernal, caballeros; si de algo estoy seguro en la vida, es de que nunca cambiaré la libertad de mi exilio por la vil parodia de hogar...»

Como este personaje hace una referencia marginal a los «grandes bosques y las llanuras cubiertas de nieve», Goodman supone precipitadamente que el pasaje entero se relaciona con la actitud del propio Sebastian Knight hacia Rusia. Error absurdo: cualquier lector sin prejuicios advertirá fácilmente que las palabras citadas se refieren más bien a una amalgama antojadiza de iniquidades tiránicas que a una nación o realidad histórica determinadas. Y si traigo a colación esas palabras en la parte de mi relato que describe la huida de Sebastian desde la Rusia revolucionaria, es porque quiero introducir en seguida algunas frases tomadas de su libro más autobiográfico: «Siempre he pensado —escribe en El bien perdido—que una de las emociones más puras es la del hombre que recuerda su patria. Me habría gustado mostrarlo en un penoso esfuerzo de la memoria para mantener viva y resplandeciente la imagen de su pasado: las azules colinas recordadas, las alegres carreteras, el cerco con su rosa silvestre, el campo con sus conejos, la cúpula lejana, la campánula inmediata... Pero como el tema ya ha sido tratado por autores que me superan —y también porque siento un recelo innato por lo que me es fácil expresar — , he negado acceso a todo viajero sentimental en la roca de mi áspera prosa.»

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