Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cito esta carta (aparte de su importancia para mostrar el brillante estilo juvenil de Sebastian, que habría de subsistir después como un arco iris tendido sobre la tremenda lobreguez de sus cuentos más oscuros) para plantear una cuestión harto delicada. Dentro de un minuto o dos, Goodman aparecerá en carne y hueso. El lector sabe ya hasta qué punto desapruebo el libro de ese señor. Sin embargo, durante nuestra primera (y última) entrevista nada sabía yo sobre su obra (si puede llamarse obra una compilación tan apresurada). Me acerqué a Goodman sin prevenciones; ahora estoy muy prevenido y, desde luego, tal circunstancia no puede sino influir en mi descripción. Al mismo tiempo, no veo muy bien cómo presentaré mi entrevista con él sin aludir, siquiera tan discretamente como en el caso del amigo universitario de Sebastian, a las maneras, si no al aspecto, de Goodman. ¿Seré capaz de detenerme aquí? ¿No irrumpirá en estas páginas la cara de Goodman, con justa indignación de su propietario, que sin duda leerá estas líneas? He estudiado la carta de Sebastian para llegar a la conclusión de que lo que Sebastian Knight podía permitirse con respecto a Mr. X me está negado con respecto a Goodman. La franqueza del genio de Sebastian no puede equipararse a la mía, y yo sólo hubiese logrado parecer grosero donde él habría podido resultar brillante. Al entrar en el estudio de Goodman me siento, pues, como andando sobre una capa delgadísima de hielo y debo ir con mucho tiento.

—Siéntese usted, por favor —me dijo, señalándome cortésmente un sillón de piel, junto a su escritorio.

Iba vestido con mucha elegancia, aunque en estilo demasiado londinense. Una máscara negra le escondía el rostro.

—¿Qué puedo hacer por usted?

Seguía mirándome a través de sus lentes, aún con mi tarjeta en la mano. De pronto comprendí que mi nombre no le decía nada. Sebastian había adoptado el nombre de su madre.

—Soy hermanastro de Sebastian Knight —respondí. Hubo un corto silencio.

—Espere..., empiezo a comprender —dijo Goodman—. ¿Se refiere usted al difunto Sebastian Knight, el conocido escritor?

—Al mismo.

Goodman se cogió la cara entre el pulgar y los demás dedos..., quiero decir la cara que tenía bajo su máscara..., y la apretó cada vez con más fuerza, mientras reflexionaba.

—Perdóneme usted —dijo—, pero ¿está seguro de que no hay aquí un error?

—Ninguno —contesté.

—Hmmm, conque así es la cosa... —dijo Goodman, cada vez más pensativo—. Debo decir que nunca llegué a entenderlo. Sabía muy bien que Knight había nacido y se había educado en Rusia. Pero nunca había reparado especialmente en su nombre. Ahora comprendo... Sí, tenía que ser un nombre ruso... Su madre...

Tamborileó unos instantes con sus finos dedos blancos sobre el papel secante, y después suspiró desmayadamente.

—Bueno, lo hecho hecho está... —observó—. Demasiado tarde para agregar un... Quiero decir —continuó precipitadamente— que siento no haber pensado antes en todo esto. ¿Conque es usted su hermanastro? Bueno, estoy encantado de conocerlo.

—Ante todo —dije—, desearía arreglar algunas cuestiones de negocios. Las cartas de Knight, sobre todo las que se refieren a sus ocupaciones monetarias, no están en orden e ignoro cómo son las cosas exactamente. No he visto todavía a sus editores, pero creo que al menos uno de ellos..., la editorial que compró La montaña cómica...,ya no existe. Y antes de meterme más en ello, me dije que sería mejor hablar con usted.

—Ha hecho usted muy bien —dijo Goodman—. En realidad, quizá no sepa usted que estoy interesado en dos libros de Knight, La montaña cómicay El bien perdido.En estas circunstancias, lo mejor será que le envíe mañana, por carta, algunos detalles y una copia de mi contrato con Knight. Quizá debiera llamarlo... —Y sonriendo bajo su máscara, Goodman trató de pronunciar nuestro simple nombre ruso.

—Hay otro asunto —dije—. He resuelto escribir un libro sobre su vida y su obra, y necesito algunos informes. Usted podría, quizá...

Me pareció que Goodman se ponía en guardia. Tosió una o dos veces y hasta llegó a tomar una pastilla de una caja sobre su distinguido escritorio.

—Estimado señor —dijo, virando juntamente con su silla y haciendo girar las gafas que colgaban de un cordón — , seamos del todo francos. Conocí al pobre Knight mejor que nadie, pero... Oiga, ¿ha empezado ya a escribir ese libro?

—No.

—Pues no lo haga. Disculpe usted mi rudeza. Es una vieja costumbre, una mala costumbre, quizá. ¿No se siente usted ofendido, verdad? Bueno, lo que quiero decir es que..., cómo explicarlo... Mire, Sebastian Knight no era lo que llamaría usted un gran escritor. Oh, sí, lo sé..., un artista exquisito y todo lo demás, pero sin atracción para el gran público. No quiero decir con esto que no pueda escribirse un libro sobre él. Sería muy posible hacerlo. Pero habría que escribirlo desde un punto de vista especial, que hiciera fascinante el tema. De lo contrario, pasará sin pena ni gloria, porque no creo, en verdad, que la fama de Sebastian Knight sea lo bastante extendida para sostener algo como la obra proyectada por usted.

Ese arranque me dejó tan perplejo que permanecí en silencio. Y Goodman siguió:

—Espero no haberlo herido con mi rudeza. Su hermanastro y yo éramos tan buenos camaradas que comprenderá usted cuáles son mis sentimientos. Pero es preferible que se abstenga, mi estimado señor, que se abstenga... Deje la cosa para algún profesional o algún experto en el mercado literario... Le explicarán cómo cualquiera que se interese en un estudio sobre la vida y la obra de Knight, tal como usted lo plantea, perdería su tiempo y el del lector. Si ni siquiera el libro de Fulano sobre el difunto (dijo el nombre de un escritor famoso) se vendió, con todas sus fotografías y facsímiles.

Agradecí a Goodman su consejo y cogí mi sombrero. Sentí que aquel hombre había resultado un fracaso y que yo había seguido una pista falsa. Sea como fuere, no me sentí inclinado a pedirle que me explicara aquellos días en que él y Sebastian habían sido tan «buenos camaradas». Me pregunto ahora cuál habría sido su respuesta. Nos dimos la mano con cordialidad y él se refugió de nuevo tras su nueva máscara, que me propuse adoptar en cuanta ocasión me fuera útil. Me acompañó hasta la puerta cristalera y allí nos separamos. Mientras bajaba la escalera, una muchacha de aspecto vigoroso que había visto escribiendo a máquina en una habitación corrió tras de mí y me detuvo. (Cosa extraña: también en Cambridge me había detenido el amigo de Sebastian.)

—Me llamo Helen Pratt —dijo—. Algo de su conversación ha llegado hasta mí y querría preguntarle una cosa. Soy muy amiga de Clare Bishop. Hay algo que ella desearía saber. ¿Podríamos hablar uno de estos días?

Dije que sí, naturalmente, y fijamos la cita.

—Conocí muy bien al señor Knight —agregó, mirándome con brillantes ojos redondos.

—¿De veras?

12
{"b":"142692","o":1}