—¿Era así, en efecto?
—Oh, bueno... Era campeón de rugby, pero quizá no se preocupara mucho por el tenis. De todos modos, Sebastian no tardó en olvidar el complejo del tenis. Y hablando en general...
Estábamos sentados en la penumbra, en un cuarto con paneles de roble. Nuestros sillones eran tan bajos que era muy fácil alcanzar las tazas de té, humildemente posadas sobre la alfombra. El espíritu de Sebastian parecía fluctuar sobre nosotros con el centelleo del fuego, reflejado en los pomos de bronce de la chimenea. Mi interlocutor lo había conocido tan íntimamente que lo creí acertado cuando me sugirió que el complejo de inferioridad de Sebastian provenía de su afán de anglicizarse sin lograrlo y de persistir en ello hasta comprender que no eran esas formas extrínsecas las que lo traicionaban, sino el hecho mismo de luchar por ser y conducirse como los demás, cuando estaba definitivamente condenado al solitario confinamiento de su propia personalidad.
Con todo, había hecho lo posible por ser un estudiante corriente. Envuelto en una bata marrón y con viejas pantuflas, salía en las mañanas de invierno, con la jabonera y la esponja, rumbo a los baños, a la vuelta de la esquina. Desayunaba en el refectorio, el porridge gris y mortecino como el cielo sobre Great Court, y mermelada de naranja, de matiz idéntico a la enredadera de las paredes. Montaba su bicicleta y con la túnica echada sobre los hombros pedaleaba hacia tal o cual sala de conferencias. Almorzaba en Pitt (que, según entendí, era una especie de club, quizá con retratos de caballos en las paredes y mozos antiquísimos que planteaban el eterno dilema: ¿espeso o líquido?). Jugaba a los fives(sea esto lo que fuere) o a cualquier otro juego parecido, y después tomaba el té con dos o tres amigos. La conversación se prolongaba entre pipas y bizcochos, evitando cuidadosamente cosas ya dichas por los demás. Acaso había una o dos conferencias antes de comer, y después otra vez el refectorio, un lugar muy interesante que no dejaron de enseñarme. En ese momento estaban barriéndolo y era como si hiciera cosquillas a las gordas y blancas pantorrillas de Enrique VIII.
—¿Dónde se sentaba Sebastian? —Allí, contra la pared.
—Pero ¿cómo conseguía llegar hasta ese lugar? La mesa parece medir kilómetros...
—Solía encaramarse al banco y pasar sobre la mesa. A veces se pisaba algún plato, pero ésa era la costumbre.
Después, terminada la comida, volvía a sus habitaciones, o quizá iba con algún compañero silencioso al cine de la plaza del mercado, donde pasaban una película del Oeste o salía Charlie Chaplin huyendo del malo y desapareciendo por la esquina.
Dos o tres períodos transcurrieron de ese modo, hasta que ocurrió un cambio curioso en Sebastian. Dejó de entusiasmarse por lo que suponía que debía entusiasmarle y volvió serenamente a cuanto le preocupaba realmente. En lo exterior ese cambio redundó en un abandono del ritmo de vida universitario. No veía a nadie, salvo a mi informante, quizá el único hombre en su vida con el que se había mostrado franco y natural. Comprendo que los uniera una hermosa amistad, pues ese apacible estudioso me impresionó como el ser más dulce que pudiera imaginarse. A los dos les interesaba la literatura inglesa, y el amigo de Sebastian ya planeaba por entonces su primera obra, Las leyes de la imaginación literaria,que dos o tres años después le valió el premio Montgomery.
—Debo confesar —dijo mientras acariciaba a un suave gato azulino de ojos verdes, aparecido quién sabe de dónde y que se había acomodado en su regazo— que sentía lástima por Sebastian en ese primer período de nuestra amistad. Cuando no lo encontraba en la sala de conferencias, iba a sus habitaciones y lo encontraba en la cama, acurrucado como un niño dormido, pero fumando con aire sombrío, con la almohada cubierta de ceniza y las sábanas, que colgaban hasta el suelo, manchadas de tinta. Un gruñido respondía a mi enérgico saludo y no se dignaba siquiera cambiar de posición. Yo daba unas vueltas y, cerciorado de que no estaba enfermo, me marchaba a almorzar. Después volvía a visitarlo, sólo para comprobar que no había hecho más que cambiar de posición y utilizar una pantufla como cenicero. Le preguntaba si quería algún alimento, pues su despensa estaba siempre vacía, y cuando le llevaba unas bananas, se alegraba como un mono y empezaba a fastidiarme con una serie de afirmaciones oscuramente inmorales, relativas a la Vida, la Muerte o Dios. Lo hacía sencillamente porque sabía que me fastidiaba, aunque nunca supuse que creyera de veras cuanto decía. Al fin, a eso de las tres o cuatro de la tarde, se ponía la bata y se arrastraba al salón, donde, disgustado, lo dejaba hecho un ovillo junto al fuego y rascándose la cabeza. Al día siguiente, mientras yo trabajaba en mi agujero, oía un estrépito en la escalera y Sebastian irrumpía en el cuarto, limpio, fresco, excitado, con un poema que acababa de escribir.
Todo eso es muy verosímil, y un detalle del relato me pareció especialmente patético. Parece que el inglés de Sebastian, aunque fluido y correcto, era decididamente el de un extranjero. Arrastraba las erres iniciales y cometía curiosos errores, por ejemplo «he cazado un resfriado» o «es un tipo gracioso» (por «un tipo simpático»). Acentuaba mal palabras como «interesante» o «laboratorio». Pronunciaba equivocadamente palabras como «Sócrates» o «Desdémona». Una vez corregido, nunca repetía el error, pero el hecho mismo de su inseguridad con algunas palabras lo atormentaba y solía enrojecer vivamente cuando, a causa de una falta de pronunciación, algún interlocutor no muy despierto no entendía una expresión suya. En aquella época escribía mucho mejor de lo que hablaba, pero en sus poemas también había algo vagamente no inglés. Yo no conocía ninguno de ellos. Claro que su amigo pensaba que sólo uno o dos...
Dejó el gato sobre la alfombra y durante un rato escudriñó entre los papeles de un cajón, pero no encontró nada.
—Quizá en alguno de mis baúles, en casa de mi hermana —dijo vagamente—. Pero no estoy del todo seguro... Estas cosillas acaban siempre olvidadas, tanto más cuanto que el propio Sebastian se habría alegrado de su pérdida.
—A propósito —dije—, el pasado que usted recuerda es siempre sombrío, meteorológicamente hablando: tan sombrío como el día de hoy (era un lluvioso día de febrero). Dígame usted, ¿nunca había días tibios y soleados? ¿No habla Sebastian de «los rosados candeleros de los grandes nogales en las márgenes de un río hermoso»?
Sí, tenía razón, la primavera y el verano se presentaban en Cambridge casi todos los años (ese «casi» era singularmente delicioso). Sí, a Sebastian le encantaba pasear en bote por el Cam. Pero lo que más le gustaba era andar en bicicleta en la oscuridad por un determinado sendero, en la pradera. Después se sentaba en una valla para contemplar las nubes rosadas, que se volvían de un oscuro tono cobrizo en el pálido cielo crepuscular, y pensaba en cosas. ¿En qué cosas? ¿En aquella muchacha barriobajera, de pelo aún partido en trenzas, que había seguido una vez para hablarle y besarla, pero que nunca había vuelto a ver? ¿En la forma de una nube? ¿En algún brumoso ocaso más allá de un negro bosque de abetos en Rusia (ah, cuánto habría dado por que hubiese tenido ese recuerdo)? ¿En el significado recóndito de la hierba y las estrellas? ¿En el desconocido lenguaje del silencio? ¿En el peso terrible de una gota de rocío? ¿En la belleza desgarradora de un guijarro entre millones y millones de guijarros, cada uno con su propio sentido?, pero ¿qué sentido? ¿En el viejo interrogante «¿Quién eres?»? ¿En el propio yo, extrañamente evasivo en el crepúsculo, en el mundo de Dios a su alrededor, al que nadie ha tenido nunca acceso? O bien, acaso nos acerquemos más a la verdad si suponemos que Sebastian, sentado en esa valla, dejaba que su mente se perdiera en un tumulto de palabras e imaginaciones, imaginaciones incompletas y palabras insuficientes; tal vez supiera ya que ésta y sólo ésta era la realidad de su vida, y que su destino estaba más allá de ese campo de batalla fantasmal que atravesaría en el momento oportuno.