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—Ahora —dijo con tremenda ponderación—, esto va a salir también en alemán. Y además, estoy trabajando en una novela.

Fiodor trató de escabullirse, pero Busch dejó la tienda con él y sugirió que fueran juntos, y como Fiodor se dirigía a una lección, por lo que debía ceñirse a una ruta determinada, lo único que podía hacer para salvarse de Busch era acelerar el paso, pero esto confirió tal rapidez a la charla de su acompañante, que, horrorizado, volvió a caminar despacio.

—Mi novela —continuó Busch, mirando hacia la lejanía y extendiendo el brazo de lado (con lo que mostró un puño estrepitoso que sobresalía de la manga de su abrigo negro), a fin de detener a Fiodor Konstantinovich (el abrigo, el sombrero negro y el mechón de pelo le conferían el aspecto de un hipnotizador, un maestro de ajedrez o un músico)—, mi novela es la tragedia de un filósofo que ha descubierto la fórmula absoluta. Empieza a hablar y habla de esta guisa (Busch, como un prestidigitador, cogió del aire un cuaderno de notas y se puso a leer mientras andaba)—: «Hay que ser un verdadero asno para no deducir del hecho del átomo el hecho de que el mismo universo es meramente un átomo, o, todavía más cierto, la trillonésima parte de un átomo. Esto ya lo comprendió con su intuición aquel genio que se llamó Blaise Pascal. Pero, ¡prosigamos, Louisa! (A la mención de este nombre, Fiodor dio un respingo y oyó con claridad los sonidos de la marcha de los granaderos alemanes: «¡Adiós, Louisa! Seca tus ojos y no llores; no todas las balas matan a un buen chico», lo cual continuó sonando como si pasara bajo la ventana de las palabras subsiguientes de Busch). Fija, querida mía, tu atención. Primero voy a ponerte un ejemplo imaginario. Supongamos que cierto físico ha logrado encontrar la pista, entre la inconcebible y absoluta suma de átomos de la cual se compone el Todo, aquel átomo fatal del que se ocupan nuestros razonamientos. Estamos suponiendo que ha conseguido separar la mínima esencia de este mismo átomo, momento en el cual la Sombra de una Mano (¡la mano del físico!) cae sobre nuestro universo con resultados catastróficos, porque el universo, creo, es tan sólo la fracción final del átomo central de todos aquellos en los que consiste. No es fácil de comprender, pero si comprendes esto, lo habrás comprendido todo. ¡Fuera de la prisión de las matemáticas! El todo es igual a la parte más pequeña del todo, la suma de las partes es igual a una parte de la suma. Éste es el secreto del mundo, la fórmula de la infinidad absoluta, pero una vez realizado este descubrimiento, la personalidad humana ya no puede seguir hablando y andando. ¡Cierra la boca, Louisa!» Así habla él a la joven agraciada que es su amiga —añadió Busch con benigna indulgencia, encogiendo un potente hombro. —Si le interesa, algún día puedo leérselo desde el principio —prosiguió—. El tema es colosal. ¿Y qué está haciendo usted, si me permite preguntárselo?

—¿Yo? —dijo Fiodor con media sonrisa—. También he escrito un libro, un libro sobre el crítico Chernyshevski, pero no encuentro editorial que me lo publique.

—¡Ah! ¡El divulgador del materialismo alemán, de los detractores de Hegel, de los filósofos groberianos! Muy honorable. Estoy cada vez más convencido de que mi editor aceptará su obra con agrado. Es un tipo original y la literatura es un libro cerrado para él. Pero yo actúo como consejero suyo y me escuchará. Déme su número de teléfono. Tengo que verle mañana, y, si en principio está de acuerdo, echaré una ojeada a su manuscrito y me atrevo a esperar que lo recomendaré de la forma más halagadora.

Vaya charlatán, pensó Fiodor, y por tanto se sorprendió en extremo cuando al día siguiente el buen hombre le llamó efectivamente por teléfono. El editor resultó ser un hombre rechoncho de nariz triste que le recordó algo a Alexander Yakovlevich, pues tenía las mismas orejas coloradas y unos cuantos pelos negros a ambos lados de su pulida calva. Su lista de libros publicados era pequeña, pero notablemente ecléctica: traducciones de unas novelas psicoanalíticas alemanas escritas por un tío de Busch; El envenenador, de Adelaida Svetosarov; una colección de historias cómicas; un poema anónimo titulado «Yo»; pero entre esta basura había dos o tres libros genuinos, como, por ejemplo, el maravilloso Escalera hacia las nubes, de Hermann Lande y también su Metamorfosis del pensamiento. Busch reaccionó a la Vida de Chernyshevski diciendo que era una buena bofetada al marxismo (que Fiodor no había tenido la menor intención de propinar mientras escribía su obra), y en la segunda entrevista con el editor, que era, evidentemente, el más amable de los hombres, le prometió publicar el libro en Pascua, es decir, al cabo de un mes. No le dio ningún anticipo y le ofreció el cinco por ciento de los mil primeros ejemplares, pero por otro lado elevó a treinta el porcentaje del autor sobre el segundo millar, lo cual pareció a Fiodor tan justo como generoso. Sin embargo, sentía una indiferencia completa hacia este aspecto del negocio (y hacia el hecho de que las ventas de autores emigrados raramente alcanzaban los quinientos ejemplares). Otras emociones le dominaban. Después de estrechar la mano húmeda del radiante Busch, salió a la calle como una bailarina que se lanza a un escenario fluorescente. La llovizna se le antojó un rocío deslumbrante; la felicidad permanecía en su garganta, nimbos de arcos iris temblaban en torno a los faroles, y el libro que había escrito le hablaba en voz muy alta, acompañándole como un torrente que fluyera al otro lado de un muro. Se dirigió a la oficina donde trabajaba Zina; frente al edificio negro, cuyas ventanas benévolas se inclinaban hacia él, encontró la taberna donde estaban citados.

—Bueno, ¿qué noticias hay? —preguntó ella, entrando muy de prisa.

—Nada, no lo acepta —dijo Fiodor, observando con alborozada atención cómo se ensombrecía el rostro de ella, al jugar con el propio poder sobre su expresión y prever la luz exquisita que estaba a punto de hacer brillar.

CAPÍTULO CUARTO

Los historiadores, ¡ay!, husmean e indagan en vano: sopla el mismo viento, y con el mismo y vivo manto hacia dedos curvados cual cáliz la verdad se inclina; y con femenina sonrisa e infantil cuidado examina algo que sostiene y conserva guardado y oculta con el propio hombro de nuestra vista.

Soneto que al parecer obstruye el camino, pero que tal vez, por el contrario, ofrece un vínculo secreto que lo explicaría todo —si la mente del hombre pudiera soportar esta explicación. El alma se sume en un sueño momentáneo— y ahora, con la peculiar y teatral intensidad de los resucitados de entre los muertos, se acercan a nosotros: el padre Gavril, con una larga vara en la mano, vestido con una casulla de seda granate y un cinturón bordado sobre su gran estómago; y a su lado, iluminado ya por el sol, un niño atractivo en extremo —sonrosado, delicado, tímido. Se aproximan. Quítate el sombrero, Nikolia. Cabellos de reflejos castaños, pecas en la diminuta frente, y en los ojos la claridad angélica característica de los niños miopes. Después (en la quietud de sus pobres y distantes parroquias) los sacerdotes de nombres derivados de Ciprés, Paraíso y Vellocino de Oro, recordaron su belleza tímida con cierta sorpresa: el querubín, por desgracia, resultó estar pintado sobre un pan de jengibre demasiado duro para muchas dentaduras.

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