Ya se estaba aproximando al final de su obra (el nacimiento del héroe, para ser exactos) cuando Zina dijo que no le perjudicaría descansar y por lo tanto irían juntos a un baile de disfraces en casa de un artista amigo suyo. Fiodor era un mal bailarín, no soportaba a los bohemios alemanes y además se negó en redondo a poner uniforme a la fantasía, que es lo que en efecto hacen los bailes de disfraces. Convinieron en que llevaría antifaz y un smokinghecho cuatro años atrás que no se había puesto más de cuatro veces. «Y yo iré de...», empezó ella con aire soñador, pero se interrumpió bruscamente. «De lo que gustes menos de doncella boyarda o de Colombina, te lo ruego», dijo Fiodor. «Pues sería muy apropiado para mí —observó ella, desdeñosa—. Oh, te aseguro que será todo muy alegre —añadió con ternura, para disipar el malhumor de él—. Al fin y al cabo, estaremos solos entre la gente. ¡Tengo tantos deseos de ir! Estaremos juntos toda la noche y nadie sabrá quién eres, y yo he pensado un disfraz especialmente dedicado a ti.» Él la imaginó con la espalda desnuda y brazos pálidos y azulados —pero entonces se introdujeron furtivamente muchos rostros bestiales y excitados, la burda necedad de las ruidosas francachelas alemanas; bebidas mediocres inflamaban su estómago, eructaba por culpa de los bocadillos de huevo duro; pero de nuevo concentró sus pensamientos en el baile al son de la música, en la vena transparente de la sien de Zina. «Claro que será alegre, claro que iremos», dijo con convicción.
Decidieron que ella iría a las nueve y él la seguiría una hora después. Restringido por el límite de tiempo, no se sentó a trabajar después de la cena sino que se dedicó a hojear una nueva revista de emigrados en que se mencionaba de paso a Koncheyev dos veces, y estas referencias casuales, que comportaban el reconocimiento general del poeta, eran más valiosas que la crítica más favorable: seis meses antes, esto hubiera provocado en él lo que sentía el envidioso Salieri de Pushkin, pero ahora se sintió asombrado de la propia indiferencia hacia la fama de otro. Consultó el reloj y empezó a cambiarse con lentitud. Desenterró el smokingde aspecto soñoliento y se sumió en la meditación. Todavía absorto, sacó una camisa almidonada, colocó los evasivos botones del cuello y se la puso, temblando a causa de su rígida frialdad. De nuevo se quedó inmóvil un momento, y luego se puso automáticamente los pantalones negros provistos de un galón y, al recordar que aquella misma mañana había decidido tachar la última de las frases escritas el día anterior, se inclinó sobre la hoja ya corregida con profusión. Mientras releía la frase se preguntó si no debería dejarla intacta después de todo, puso un signo de inserción, escribió un adjetivo adicional, permaneció contemplándola —y, con rápido ademán, tachó toda la frase. Pero dejar el párrafo en estas condiciones, es decir, con la construcción colgando sobre un precipicio, con una ventana ciega y un porche que se desmoronaba, era una imposibilidad física. Examinó sus notas referentes a esta parte y de improviso— su pluma se puso en movimiento y empezó a volar. Cuando miró de nuevo el reloj eran las tres de la mañana, tenía escalofríos y toda la habitación estaba nublada por el humo del tabaco. Oyó de modo simultáneo el clic de la cerradura americana. Tenía su puerta abierta, y cuando Zina pasó por delante al cruzar el recibidor, le vio sentado, pálido, con la boca muy abierta, vestido con una camisa almidonada, sin abrochar, con los tirantes arrastrando por el suelo, la pluma en la mano y un antifaz sobre la mesa cuya negrura contrastaba con la blancura del papel. Se encerró en su cuarto dando un portazo y volvió a reinar el silencio. «Esto sí que es un buen lío —dijo Fiodor en voz baja—. ¿Qué he hecho?» Así pues, nunca descubrió qué disfraz se había puesto Zina; pero el libro estaba terminado.
Un mes después, un lunes, llevó la copia en limpio a Vasiliev, quien el otoño pasado, al enterarse de sus investigaciones, se había ofrecido a medias a hacer publicar la Vida de Chemyshevskipor la editorial vinculada a la Gazeta. Fiodor volvió el miércoles siguiente y se quedó charlando con el viejo Stupishin, que solía calzar zapatillas en la oficina. De pronto la puerta del estudio se abrió y el umbral quedó cegado por la corpulencia de Vasiliev, que miró sombríamente a Fiodor durante un momento y luego dijo, impasible: «Tenga la bondad de entrar», y se hizo a un lado para que pasara.
—Bueno, ¿lo ha leído? —preguntó Fiodor, sentándose al otro lado de la mesa.
—Sí, en efecto —repuso Vasiliev con severa voz de bajo.
—Personalmente —dijo Fiodor, muy animado—, me gustaría que saliera esta primavera.
—Aquí tiene su manuscrito —masculló de pronto Vasiliev, frunciendo el ceño y alargándole la carpeta—. Lléveselo. No puedo tomar parte en si publicación. Creía que se trataba de una obra seria, y resulta que es una improvisación temeraria, antisocial e impertinente. Me ha dejado estupefacto.
—Vaya, esto es absurdo —comentó Fiodor.
—No, señor mío, no es absurdo —rugió Vasiliev, que se desahogaba tocando airadamente los objetos de la mesa, haciendo rodar un sello de goma, cambiando las posiciones de humildes libros «para revisar», agrupados de modo accidental, sin esperanzas de una felicidad permanente—. ¡No, señor mío! Existen ciertas tradiciones de la vida pública rusa que un escritor honorable no se atreve a someter al ridículo. Me es del todo indiferente que usted tenga talento o no. Sólo sé que satirizar a un hombre cuyas obras y cuyos sufrimientos han sido el sostén de millones de intelectuales rusos es indigno de cualquier talento. Sé que usted no me escuchará (y Vasiliev, haciendo muecas de dolor, se llevó la mano al corazón), pero aun así le ruego como amigo que no intente publicar esto, destruirá su carrera literaria, recuerde mis palabras, todo el mundo le dará la espalda.
—Prefiero sus nucas que sus caras —replicó Fiodor.
Aquella noche estaba invitado a casa de los Chernyshevski, pero Alexandra Yakovlevna anuló la invitación en el último momento: su marido «tenía gripe» y «mucha fiebre». Zina se había ido al cine con alguien, por lo que no pudo verla hasta la noche siguiente. «Kaput en la primera tentativa, como diría tu padrastro», dijo en respuesta a la pregunta de ella acerca del manuscrito y (como solían escribir en los viejos tiempos) narró brevemente la conversación en la oficina del periódico. Indignación, ternura hacia él, la necesidad de ayudarle inmediatamente se tradujeron en una explosión de emprendedora energía por parte de Zina. «Conque ésas tenemos, ¿verdad? —exclamó—. Muy bien. Conseguiré el dinero para publicarlo, ya lo creo que lo haré.»
—Para el niño una comida, para el padre un ataúd —dijo él (trasponiendo las palabras de un verso de un poema de Nekrasov sobre la esposa heroica que vende su cuerpo para comprar la cena de su marido), y en otro momento este chiste audaz la hubiera ofendido.
Zina pidió prestados en alguna parte ciento cincuenta marcos y añadió setenta suyos que había ahorrado para el invierno —pero esta suma era insuficiente, y Fiodor decidió escribir a su tío Oleg a América, el cual ayudaba a su madre con regularidad y también le enviaba a él unos dólares de vez en cuando. Sin embargo, fue retrasando de día en día la composición de esta carta, del mismo modo que demoraba, pese a las exhortaciones de Zina, el intento de que una revista literaria emigrada de París publicara su libro por entregas, o interesar a la editorial parisiense que había publicado los versos de Koncheyev. En su tiempo libre, Zina emprendió la tarea de copiar a máquina el manuscrito en la oficina de un pariente suyo, de quien obtuvo cincuenta marcos más. Le indignaba la inercia de Fiodor, consecuencia de su odio por todas las cuestiones prácticas. Él, mientras tanto, componía problemas de ajedrez, acudía como en sueños a sus lecciones y telefoneaba diariamente a maiame Chernyshevski: la gripe de Alexander Yakovlevich había degenerado en una grave inflamación de los ríñones. Un día se fijó, en la librería rusa, en un caballero alto y corpulento, de grandes facciones, que llevaba un sombrero de fieltro negro (del que caía un mechón de cabellos castaños) y que le miraba con afabilidad e incluso con una especie de expresión alentadora. ¿De qué le conozco?, pensó Fiodor con rapidez, tratando de no mirarle. El otro se acercó y le ofreció la mano, abriéndola con ademán generoso, ingenuo e indefenso, le habló... y Fiodor se acordó al fin: era Busch, quien dos años y medio atrás había leído su pieza teatral en aquel círculo literario. Hacía poco que lo había publicado y ahora, empujando a Fiodor con la cadera, propinándole codazos, con una sonrisa infantil temblando en su rostro noble, siempre algo sudoroso, sacó un billetero, del billetero un sobre y del sobre un recorte —una crítica breve y lastimosa, aparecida en el periódico de los emigrados de Riga.