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Hacía rato que el ingeniero Kern se había levantado, y ahora paseaba por la habitación, meneando la cabeza y ansioso por decir algo.

—¿De qué estamos hablando? —exclamó de repente, agarrando el respaldo de una silla—. ¿A quién le importa la opinión de Chernyshevski sobre Pushkin? Rousseau era un pésimo botánico, y yo no me hubiera dejado tratar por el doctor Chejov ni por todo el oro del mundo. Chernyshevski fue ante todo un docto economista y así debería ser considerado, y con todos mis respetos hacia las dotes poéticas de Fiodor Konstantinovich, dudo de que sea capaz de apreciar los méritos y defectos de los Comentarios sobre John Stuart Mill.

—Su comparación es absolutamente equivocada —replicó Alexandra Yakovlevna—. ¡Es ridícula! Chejov no dejó la menor huella en medicina, las composiciones musicales de Rousseau son meras curiosidades, pero en este caso ninguna historia de la literatura rusa puede omitir a Chernyshevski. Pero hay algo más que no comprendo —prosiguió con rapidez—. ¿Qué interés tiene Fiodor Konstantinovich en escribir acerca de personas y tiempos completamente ajenos a su mentalidad? Claro que ignoro cuál será su enfoque. Pero si, hablando claramente, lo que quiere es ridículizar a los críticos progresistas, podría ahorrarse el esfuerzo: Volynski y Eichenwald lo hicieron hace tiempo.

—Oh, vamos, vamos —dijo Alexander Yakovlevich—, das kommt nicht in Frage, esto no viene a cuento. Un joven escritor se interesa por una de las épocas más importantes de la historia rusa y se propone escribir una biografía literaria de una de sus principales figuras. No veo nada extraño en ello. No es muy difícil familiarizarse con el tema, encontrará más libros de los que necesite, y el resto sólo depende del talento. Tú dices enfoque, enfoque. Pero una vez concedido un enfoque inteligente de un determinado tema, el sarcasmo queda excluido a priori, carece de importancia. Al menos, así es como yo lo veo.

—¿Vio cómo atacaron a Koncheyev la semana pasada?

—preguntó el ingeniero Kern, y la conversación tomó otros derroteros.

Ya en la calle, cuando Fiodor se despedía de Goryainov, éste retuvo su mano en la suya, que era grande y suave, y le dijo, arrugando los ojos:

—Permítame decirle, muchacho, que le considero un gran bromista. Ha muerto hace poco el socialdemócrata Belenki —especie de emigrado perpetuo, por así decirlo: le desterró el zar y después el proletariado, por lo que siempre que se recreaba en rememorar, empezaba así: «U nas v Sheneve, chez nous a Genève...» ¿Escribirá usted asimismo sobre él, tal vez?

—No le comprendo —dijo Fiodor en tono inquisitivo.

—No, pero en cambio yo he comprendido perfectamente. Usted va a escribir sobre Chernyshevski tanto como yo sobre Belenki, pero ha puesto en ridículo a su auditorio y sacado a relucir un argumento interesante. Le deseo lo mejor, buenas noches—, y se alejó con paso lento y pesado, apoyándose en el bastón y levantando un hombro un poco más que el otro.

El modo de vida al que se había aficionado mientras estudiaba las actividades de su padre volvió a ser habitual para Fiodor. Era una de esas repeticiones, una de esas «voces» temáticas con las cuales, según todas las reglas de la armonía, el destino enriquece la vida de los hombres observadores. Pero ahora, enseñado por la experiencia, no se permitió el descuido anterior en el empleo de fuentes y adjuntaba a la nota más insignificante la indicación exacta de su origen. Frente a la Biblioteca Nacional, cerca de un estanque de piedra, las palomas se arrullaban entre las margaritas del césped. Los libros solicitados llegaban en un vagoncito que se deslizaba por raíles inclinados hasta los bajos del local aparentemente pequeño, donde esperaban ser distribuidos y donde parecía que había sólo unos cuantos libros en los estantes cuando de hecho se trataba de una acumulación de millares.

Fiodor abrazaba su parte, luchando con el peso que se desintegraba, y se dirigía a la parada del autobús. Desde el mismo principio la imagen del libro se le había aparecido con extraordinaria claridad en tono y líneas generales, y tenía la sensación de que ya había un lugar preparado para cada detalle que desenterraba y que incluso el trabajo de recopilar material ya estaba bañado por la luz del libro definitivo, como cuando el mar proyecta una luz azul sobre un barco de pesca, y el barco se refleja en el agua junto con esta luz. «Verás —explicó a Zina—, quiero mantenerlo todo al mismo borde de la parodia. Ya conoces esas idiotas «biographies romancees» en que a Byron se le atribuye tranquilamente un sueño extraído de uno de sus propios poemas. Y, por otro lado, tiene que haber un abismo de seriedad, y yo tengo que avanzar por este angosto saliente entre mi propia verdad y su caricatura. Y, lo más esencial de todo, ha de haber una única e ininterrumpida progresión de pensamiento. Tengo que pelar la manzana en una sola tira, sin apartar el cuchillo.»

Mientras estudiaba el tema vio que a fin de sumergirse completamente en él tendría que extender, el período que estudiaba, dos décadas en ambas direcciones. De este modo se dio cuenta de una divertida característica de la época —esencialmente pequeña, pero que resultaría una guía muy valiosa: durante cincuenta años de crítica utilitaria, desde Belinski a Mijailovski, no había un solo moldeador de opinión que no aprovechara la oportunidad de mofarse dé las poesías de Fet. ¡Y en qué monstruos metafísicos se convertían a veces los juicios más sobrios de estos materialistas sobre este o aquel tema, como si la Palabra, logos, se vengara de ellos por ser menospreciada! Belinski, aquel simpático ignorante, que amaba los lirios y las adelfas, que decoraba su ventana con cactus (como Emma Bovary), que guardaba cinco copecs, un tapón de corcho y un botón en la caja vacía desechada por Hegel y que murió de tuberculosis con una alocución al pueblo ruso en sus labios manchados de sangre, sobresaltó la imaginación de Fiodor con perlas de pensamiento realista como, por ejemplo: «En la naturaleza todo es hermoso, exceptuando solamente aquellos grotescos fenómenos que la propia naturaleza ha dejado inacabados y ocultos en la oscuridad de la tierra o el agua (moluscos, lombrices, infusorios, etc.).» De modo similar, en Mijailovski era fácil descubrir una metáfora flotando panza arriba como, por ejemplo: «(Dostoyevski) luchaba como un pez contra el hielo, terminando a veces en las posiciones más humillantes»; este pez humillado le ahorraba a uno de estudiar todos los escritos del «periodista sobre cuestiones contemporáneas». A partir de aquí había una transición directa al combativo léxico del momento actual, al estilo de Stekoov hablando del tiempo de Chernyshevki («El escritor plebeyo que anidó en los poros de la vida rusa... estigmatizó las opiniones rutinarias con el ariete de sus ideas»), o al idioma de Lenin, que en su ardor polémico alcanzó las cumbres de lo absurdo: («Aquí no hay hoja de parra... y el idealista alarga la mano directamente al agnóstico»). Prosa rusa, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Un crítico contemporáneo escribió sobre Gogol: «Sus personajes son grotescos y deformados, sombras de linternas chinas, y los acontecimientos que describe, imposibles y ridículos», y esto correspondía plenamente a las opiniones mantenidas por Skabichevski y Mijailovski sobre Chejov —opiniones que, como una mecha prendida entonces, ha hecho ahora volar por los aires a estos críticos.

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