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—Agradables perspectivas —dijo Fiodor.

Pero algunos días después encontró por casualidad el mismo ejemplar de 8X8; lo hojeó, buscando jugadas sin terminar, y al ver que todos los problemas estaban resueltos, dio una ojeada al extracto de dos columnas del diario juvenil de Chernyshevski; lo repasó, sonrió y volvió a leerlo con interés. El estilo irónico y circunstancial, los adverbios insertados meticulosamente, la pasión por el punto y coma, el atasco de una idea a media frase y las torpes tentativas de llevarla adelante (tras las cuales se volvía a estancar en otro lugar, y el autor tenía que empezar de nuevo a preocuparse por ella), el tono machacón e insistente de cada palabra, la movilidad del sentido, similar a las jugadas del caballo, del comentario trivial sobre sus mínimos actos, la pegajosa ineptitud de estos actos (como si una cola de pegar hubiese embadurnado las manos del hombre, y ambas fueran la izquierda), la seriedad, la falta de firmeza, la honradez, la pobreza, todo esto gustó tanto a Fiodor, le asombró y divirtió tanto el hecho de que un autor que tuviera este estilo mental y verbal pudiera ser considerado una influencia en el destino literario de Rusia, que a la mañana siguiente pidió en préstamo a la biblioteca pública las obras completas de Chernyshevski. Y mientras leía, su asombro aumentaba, y este sentimiento contenía una clase peculiar de felicidad.

Cuando, una semana después, aceptó una invitación telefónica de Alexandra Yakovlevna («¿Por qué no se le ve nunca? Dígame, ¿está libre esta noche?»), no llevó consigo la 8X8para enseñarla a sus amigos: ahora esta revistilla tenía para él un valor sentimental, el recuerdo de un encuentro. Entre los invitados vio al ingeniero Kern y a un caballero robusto, taciturno, de mejillas muy suaves y rostro ancho y anticuado, de nombre Goryainov, que era muy conocido porque, sabiendo imitar a la perfección (estirando mucho la boca, emitiendo sonidos húmedos y rumiantes y hablando con voz de falsete) a cierto periodista excéntrico de pésima reputación, se había acostumbrado tanto a esta imagen (que de este modo se vengaba de él) que no sólo estiraba también las comisuras de la boca cuando imitaba a otro conocido suyo, sino que incluso llegó a parecérseles en una conversación normal. Alexander Chernyshevski, más delgado y silencioso después de su enfermedad —el precio de redimir su salud durante un tiempo—, volvía a estar muy animado aquella noche e incluso había recuperado su antiguo tic; pero el fantasma de Yasha ya no estaba sentado en el rincón, con el codo apoyado entre desordenados montones de libros.

—¿Sigue usted satisfecho con su alojamiento? —inquirió Alexandra Yakolevna—. Pues me alegro mucho. ¿No flirtea con la hija? ¿No? Por cierto, el otro día me acordé de que Mertz y yo teníamos algunas amistades comunes —era un hombre maravilloso, un caballero en todos los sentidos de la palabra, pero no creo que a ella le guste mucho admitir su origen. ¿Lo admite? Bueno, no lo sé, pero sospecho que usted no entiende mucho de estas cuestiones.

—En cualquier caso, es una joven de carácter —dijo el ingeniero Kern—. Un día la vi en una reunión del comité del baile. Lo miraba todo por encima del hombro.

—¿Y cómo es su nariz? —preguntó Alexandra Yakovlevna.

—Verá, para serle franco, no la miré con mucha atención, y, en fin de cuentas, todas las muchachas aspiran a ser bellezas. No seamos chismosos.

Goryainov, sentado con las manos cruzadas sobre el estómago, guardaba silencio aparte de un ocasional carraspeo estridente que acompañaba de una extraña sacudida de su carnoso mentón, como si llamara a alguien. «Sí, gracias, me gustaría mucho», decía con una inclinación siempre que le ofrecían mermelada o un vaso de té, y si deseaba comunicar algo a su vecino, no se volvía hacia éí, sino que acercaba más la cabeza, mirando hacia delante, y después de explicarse o formular una pregunta, se apartaba de nuevo con lentitud. En la conversación con él había huecos singulares porque no respondía en modo alguno a su interlocutor, ni le miraba, sino que dejaba vagar por la habitación la mirada parda de sus pequeños ojos de elefante, carraspeando convulsivamente. Cuando hablaba de sí mismo, era siempre en una vena de humor sombrío. Todo su aspecto evocaba por alguna razón las cosas más caducadas, como, por ejemplo: departamento del interior, sopa de verduras fría, chanclos brillantes, nieve estilizada cayendo al otro lado de la ventana, impasibilidad, Stolypin, estatismo.

—Bien, amigo mío —dijo vagamente Chernyshevski, al sentarse junto a Fiodor—, ¿qué me cuenta de sí mismo? No tiene muy buen aspecto.

—¿Recuerda usted —repuso Fiodor— que una vez, hará unos tres años, me dio el afortunado consejo de describir la vida de su renombrado tocayo?

—No, en absoluto —replicó Alexander Yakovlevich.

—Es una lástima —porque ahora estoy pensando en escribirla.

—Oh, ¿de verdad? ¿Lo dice en serio?

—Completamente en serio —dijo Fiodor.

—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido una idea tan estrafalaria? —intervino madame Chernyshevski—. Debería escribir, no sé, la vida de Batyushkov o Delvig, por ejemplo, algo de la órbita de Pushkin, pero, ¿para qué la de Chernyshevski?

—Prácticas de tiro —repuso Fiodor.

—Una contestación que es, por no decir otra cosa, enigmática —observó el ingeniero Kern, y el cristal sin montura de sus quevedos brilló cuando trató de cascar una nuez con las palmas. Arrastrándolo por un extremo, Goryainov le pasó el cascanueces.

—¿Por qué no? —dijo Alexander Yakovlevich, emergiendo de una breve meditación—. La idea empieza a gustarme. En nuestros terribles tiempos, en que se pisotea el individualismo y se acalla la mente, debe ser un gozo enorme para un escritor enfrascarse en la brillante era de los años sesenta. Yo lo apruebo.

—Sí, ¡pero está tan alejado de él! —exclamó madame Chernyshevski—. No hay continuidad, no hay tradición. Hablando con franqueza, a mí no me interesaría mucho resucitar todo lo que sentía a este respecto cuando era una estudiante universitaria en Rusia.

—Mi tío —observó Kern, cascando una nuez —fue expulsado de la escuela por leer ¿Qué hacer?

—¿Y qué opina usted? —preguntó Alexandra Yakovlevna, dirigiéndose a Goryainov.

Goryainov extendió las manos.

—No tengo ninguna opinión especial —dijo con voz delgada, como imitando a alguien—. Nunca he leído a Chernyshevski, pero, ahora que lo pienso... ¡qué figura tan aburrida, y que Dios me perdone!

Alexander Yakovlevich se apoyó ligeramente en el respaldo de su sillón, parpadeando, con el rostro ya crispado, ya iluminado por una sonrisa, y manifestó:

—Pues yo apruebo la idea de Fiodor Konstantinovich. Como es natural, muchas cosas de él se nos antojan hoy cómicas y aburridas. Pero en aquella era hay algo sagrado, algo eterno. El utilitarismo, la negación del arte, etc., todo esto es tan sólo una envoltura accidental bajo la cual es imposible no distinguir sus características básicas: consideración hacia toda la raza humana, culto a la libertad, ideas de igualdad —igualdad de derechos. Fue una era de grandes emancipaciones, los campesinos de los terratenientes, el ciudadano del estado, las mujeres del yugo doméstico. Y no olviden que no sólo nacieron entonces los principios del movimiento de liberación ruso —ansia de conocimientos, firmeza de espíritu, heroico altruismo— sino que fue precisamente en esta era, alimentados por ella de un modo u otro, cuando se desarrollaron gigantes tales como Turguenev, Nekrasov, Tolstoi y Dostoyevski. Además, es indudable que el propio Nikolai Gavrilovich Chernyshevski fue un hombre de mente vasta y versátil, de enorme voluntad creadora, y el hecho de que soportara tremendos sufrimientos por amor a su ideología, por amor a la humanidad, por amor a Rusia, redime sobradamente cierta dureza y rigidez de sus opiniones críticas. Además, mantengo que era un crítico soberbio —penetrante, honrado, audaz... ¡Sí, sí, es maravilloso, tiene usted que escribirla!

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