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—¿No sientes ni un poquito de pena por mí? —dijo Cincinnatus—. No es posible. No puedo creerlo. Ven aquí, pequeño canguro, y dime qué día he de morir.

Emmie, no obstante, no contestó, pero se sentó en el suelo. Allí se quedó quieta, apretando el mentón contra sus combas rodillas, sobre las que estiraba el dobladillo del su falda.

—Dímelo, Emmie, por favor... Tú tienes que saberlo. Sé que lo sabes... Tu padre ha hablado en la mesa, tul madre ha hablado en la cocina... Todo el mundo habla.

Ayer salió una pequeña ventanita en el periódico; esto significa que la gente discute, y soy el único...

Como apresada por un torbellino se levantó de un salto y volando hacia la puerta comenzó a golpearla, no con las palmas, sino más bien con la parte inferior de las palmas de sus manos. Sus blondos cabellos suecos caían en sedosos bucles.

—Si sólo fueras mayor —murmuró Cincinnatus—, si tu alma tuviera una pátina como la mía, serías capaz, como en la antigüedad poética, de dar una pócima al carcelero en una lóbrega noche. ¡Annie! —exclamó—. Te imploro, y no cejaré, dime, ¿cuándo he de morir?

Mordisqueándose un dedo, ella se acercó a la mesa, donde estaban apilados los libros. Abrió uno de repente, hojeó sus páginas haciéndolas sonar y arrancándolas casi. Lo cerró de un golpe, escogió otro. Algo le escarceaba en la cara: primero frunció la nariz pecosa, luego se distendió la mejilla con la lengua del lado de adentro.

La puerta rechinó. Rodion, que probablemente hubiera espiado por la mirilla, entró enojado.

—¡Fuera, jovencita! Esto me va a costar caro.

Ella rompió a reír, esquivó la mano de cangrejo de Rodion y se abalanzó hacia la puerta abierta; al llegar al umbral se detuvo abruptamente con mágica precisión de danzarina y, enviándole quizás un beso, o cerrando quizás un pacto de silencio, dio vuelta la cabeza y miró a Cincinnatus; hecho esto, con la misma apresurada rítmica, partió, corriendo a grandes saltos, elásticos pasos; lista ya para volar.

Rodion, refunfuñando, tintineando sus llaves, echó a andar trabajosamente tras ella.

—¡Espere un momento! —gritó Cincinnatus—. He terminado todos los libros. Tráigame otra vez el catálogo.

—Libros... —se mofó Rodion malhumorado y cerró la puerta tras él con marcada resonancia.

¡Qué angustia! Cincinnatus, ¡qué angustia! Qué angustia de piedra, Cincinnatus —el despiadado sonar del reloj, y la araña gorda, y las paredes amarillas, y la tosquedad de la manta de lana negra. La nata sobre el chocolate. Cogerla con los dedos en el mismísimo centro y quitarla entera de la superficie; ya no es más una cobija plana, sino una arrugada faldita marrón. El líquido está tibio debajo, dulce y estancado. Tres rebanadas de pan tostado quemadas con aspecto de caparazón de tortuga. Una pastilla redonda de manteca con el monograma del director estampado en relieve. ¡Qué angustia, Cincinnatus, cuántas migas en la cama!

Se lamentó por un rato, gimió, hizo crujir todas sus articulaciones, luego se levantó del catre, se puso la aborrecida bata y comenzó su vagabundeo. Volvió a examinar todas las leyendas de la pared con la esperanza de descubrir una nueva en alguna parte. Como un cuervo novel, permaneció largo rato parado sobre la silla, contemplando, inmóvil, la miserable ración de cielo. Caminó un poco más. Volvió a leer las ocho reglas para presos, que conocía ya de memoria:

«1 ° Dejar el edificio de la prisión está positivamente prohibido.

»2.° La mansedumbre de un preso es un orgullo para la prisión.

»3.° Está usted firmemente obligado a guardar silencio diariamente entre las trece y las quince.

»4.° No está permitido recibir mujeres.

»5.° Sólo se permite cantar, bailar y bromear con los guardias cuando existiere consentimiento mutuo y en determinadas ocasiones.

»6.° Es de desear que el preso no tenga en absoluto, y de ser así debe suspenderlos inmediatamente, sueños nocturnos cuyo contenido pudiera ser incompatible con la condición y estado legal del prisionero, tales como: paisajes esplendorosos, paseos con amigos, comidas en familia, así como también trato sexual con personas que en la vida real y en estado de vigilia no resistirían que tal individuo se les acerque; en este caso tal individuo será, por lo tanto, considerado por la ley como culpable de violación.

»7.° En tanto disfrute de la hospitalidad de la prisión, el detenido no debe eludir su participación en la limpieza y otros trabajos del personal de la prisión en la medida en que dicha participación le sea ofrecida.

8.° La administración en ningún caso se hará responsable de la pérdida de bienes o del preso mismo.»

Angustia, angustia, Cincinnatus. Pasea un poco más, Cincinnatus, frotando con tu bata primero las paredes, luego la silla. ¡Angustia! Todos los libros apilados sobre la mesa han sido ya leídos. Y aún sabiendo que todos habían sido ya leídos, Cincinnatus buscó, escudriñó, atisbo dentro de un grueso volumen... Sin sentarse, hojeó las ya familiares páginas. Era un ejemplar encuadernado de una revista publicada en otros tiempos, en una época ya apenas recordada. La biblioteca de la prisión, considerada la segunda de la ciudad por su tamaño y la rareza de sus volúmenes, contenía varias curiosidades de este tipo. Aquél era un mundo remoto, donde los más simples objetos resplandecían de juventud y de una insolencia innata, proveniente de la reverencia que rodeaba la labor dedicada a su fabricación. Aquéllos fueron años de fluidez universal; metales bien lubricados realizaron silenciosas acrobacias; las líneas armoniosas de los trajes de los hombres eran determinadas por la inaudita flexibilidad de cuerpos musculosos; los fluidos vidrios de enormes ventanas envolvían las esquinas de los edificios, una muchacha en traje de baño volaba como una golondrina, tan alto sobre una laguna, que ésta no parecía más grande que un platillo; un atleta yacía boca arriba en el aire, habiendo hecho ya un esfuerzo tan grande que, a no ser por los flamantes extremos de sus pantaloneros, parecía encontrarse en un perezoso descanso; el agua cayendo llena de gracia, los deslumbrantes destellos de los cuartos de baño; las batidas ondas del océano con la sombra de dos alas cayendo sobre él. Todo brillaba y resplandecía; todo gravitaba apasionadamente hacia una clase de perfección cuya definición era ausencia de fricción. Gozándose en todas las tentaciones, la vida giraba hacia un estado de vértigo tal que perdía apoyo en la tierra y, tropezando, cayéndose, debilitada por la náusea y la languidez —¿debo decirlo?— encontrándose a sí misma en una nueva dimensión, como si... Sí, la materia ha envejecido y se ha debilitado, y poco ha sobrevivido a aquellos días legendarios —un par de máquinas, dos o tres fuentes— y nadie lamenta el pasado, y hasta el mismo concepto de «pasado» ha cambiado. —Pero entonces, quizá Cincinnatus comenzó a pensar estoy interpretando mal estas fotografías. Atribuyendo a la época las características del fotógrafo. La abundancia de sombras, los torrentes de luz, el brillo de un hombre por el sol, el curioso reflejo, las fluidas transiciones de un elemento a otro; quizá todo esto concierna sólo a la instantánea, a un procedimiento particular del heliotipo, a formas especiales de aquel arte, y el mundo en realidad nunca fue tan sinuoso, tan húmedo y rápido; tal como hoy en día nuestras puras cámaras registran a su manera nuestro mundo precipitadamente armado y pintado.

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