—Pero, entonces, quizá (Cincinnatus comenzó a escribir rápidamente sobre una hoja de papel rayado) yo estoy interpretando mal... Atribuyendo a la época... Esta abundancia... Torrentes... Fluidas... transiciones... Y el mundo en realidad nunca fue... Tal como... Pero ¿cómo pueden estas meditaciones calmar mi angustia? Oh, mi angustia... ¿qué haré contigo, conmigo mismo? ¿Cómo se atreven ellos a ocultarme...? Yo, que debo pasar por una ordalía de supremo dolor, yo, que para conservar una semblanza de dignidad (de todos modos no iré más allá de una muda palidez; no soy un héroe, de todos modos) debo, durante esa prueba controlar todas mis facultades, yo, yo... soy cada vez más débil... la incertidumbre es terrible... bueno, por qué no me dicen; díganmelo; pero no, tiamen que hacerme morir otra vez cada mañana... Por otra parte, de saberlo, podría ejecutar... un pequeño trabajo... un informe de pensamientos comprobados... Algún día alguien los leería y repentinamente se sentiría como si hubiera despertado por primera vez en un país desconocido. Lo que quiero decir es que podría hacerle estallar de pronto en lágrimas de gozo, sus ojos se ablandarían y, después de esta experiencia el mundo le parecería más claro, más fresco. Pero cómo puedo empezar a escribir si no sé si tendré tiempo suficiente, y el tormento llega cuando uno se dice: «De comenzar ayer, hubiera tenido tiempo»; y otra vez uno piensa: «Si hubiera comenzado ayer...» y en lugar del trabajo claro y preciso necesario, en vez de la gradual preparación del alma para esa mañana en que tendrá que levantarse, cuando —cuando tú, alma, seas ofrecida en el cubo del verdugo para ser lavada—. En vez de eso, tú, te entregas involuntariamente a banales sueños insensatos de fuga. ¡Ay!, de fuga... Hoy, cuando ella entró corriendo, pataleando y riendo —es decir, quiero decir—. No, aún debo registrar, dejar algo. No soy común. —Soy el único entre todos ustedes que está vivo—. No sólo son diferentes mis ojos, y mi sentido auditivo, y del gusto —no sólo tengo el olfato de un ciervo y el tacto de un murciélago— sino, y lo más importante, tengo la capacidad de reunir todo esto en un solo punto. No, el secreto todavía no está revelado —aunque éste es el pedernal— y no he comenzado aún a hablar del combustible, del fuego mismo. Mi vida. Una vez, cuando era niño, durante una remota excursión escolar, habiéndome separado de los demás —aunque pude haberlo soñado— me encontré, bajo el bochornoso sol del mediodía, en un amodorrado pueblecito, tan amodorrado, que cuando un hombre que dormitaba en un banco bajo una brillante pared blanca, se levantó por fin para ayudarme a encontrar mi camino, su sombra azul en la pared no le siguió inmediatamente. Oh, ya sé, ya sé, debe haberme parecido a mí, y la sombra no se demoró en absoluto, sino que simplemente, digámoslo así, quedó atrapada en la aspereza de la pared... pero he aquí lo que quiero expresar: entre el movimiento del hombre y el movimiento de la perezosa sombra —aquel segundo, aquella síncopa— está el precioso espacio de tiempo en que yo vivo— la pausa, el vacío, cuando el corazón es como una pluma... Y escribiría también sobre el continuo temblor —y sobre cómo parte de mis pensamientos giran siempre alrededor del invisible cordón umbilical que une a este mundo con algo— a qué, todavía no lo diré... Pero ¿cómo puedo escribir cuando temo no tener tiempo para terminar y haber puesto en movimiento todos estos pensamientos en vano? Cuando ella llegó hoy corriendo —nada más que una criatura— esto es lo que quiero decir —nada más que una criatura, con algunas rendijas para mis pensamientos— ya me pregunto, con la cadencia de un viejo poeta, ¿no podría dar ella a los guardias una pócima que los durmiera, no podría ella rescatarme? Si sólo permaneciera niña, pero al mismo tiempo, madurara y comprendiera, entonces sería factible: sus mejillas ardiendo, una negra noche borrascosa, salvación, salvación... y estoy equivocado cuando sigo repitiendo que no hay refugio para mí en el mundo. Lo hay. ¡Lo encontraré! ¡Una fresca hondonada en el desierto! Aunque esto no es saludable —lo que estoy haciendo: pues estoy débil, y heme aquí excitándome, malgastando mis últimas fuerzas. ¡Qué angustia, oh, qué angustia...! Y me es evidente que aún no he levantado la membrana final de mi temor.
Se perdió en sus pensamientos. Luego arrojó el lápiz, se levantó, comenzó a caminar. El sonido del reloj alcanzó sus oídos. Usando sus campanas como una plataforma, las pisadas se elevaron hasta la superficie; la plataforma se alejó flotando, pero las pisadas se quedaron y dos personas entraron ahora en la celda: Rodion con la sopa y el bibliotecario con el catálogo.
Este último era un hombre de gran tamaño pero aspecto enfermizo, pálido, con sombras debajo de los ojos, con una calva manchada encerrada dentro de una corona de cabello oscuro, con un torso largo dentro de una chaqueta de lana azul, descolorida en partes y con remiendos en los codos. Tenía las manos dentro de los bolsillos del pantalón, estrechos como la muerte, y sostenía debajo del brazo un libro grande encuadernado en cuero negro. Cincinnatus ya había tenido el placer de verlo en otra ocasión.
—El catálogo —dijo el bibliotecario, cuya manera de hablar se distinguía por una especie de desafiante laconismo.
—Magnífico, déjelo aquí —dijo Cincinnatus—. Elegiré algo. Si desea usted esperar, sentarse un momento, hágalo por favor. Si, en cambio quiere irse...
—Irme —dijo el bibliotecario.
—Muy bien. Entonces le devolveré el catálogo por intermedio de Rodion. Tome, puede llevarse éstos... Estas revistas antiguas son maravillosamente conmovedoras... Mire, con este pesado volumen descendí, como si tuviera lastre, hasta lo más profundo de los tiempos. Una sensación encantadora.
—No —dijo el bibliotecario.
—Tráigame más; le copiaré los años que quiero. Y alguna novela, una nueva. ¿Ya se va usted? ¿Tiene todo? Una vez solo Cincinnatus se dedicó a la sopa, hojeando al mismo tiempo el catálogo. Su núcleo estaba cuidadosamente impreso; entre los nombres impresos se habían agregado muchos otros en tinta roja, con mano pequeña pero precisa. Resultaba difícil para cualquiera que no fuera especialista, comprender el catálogo, ya que los títulos no figuraban en orden alfabético, sino de acuerdo al número de páginas que contenían, con anotaciones respecto a cuantas hojas extras (a fin de evitar la duplicación) habían sido pegadas a éste o a aquel libro.
Por lo tanto Cincinnatus buscó sin meta definida, eligiendo lo que acertaba a parecerle atractivo. El catálogo conservaba un estado de limpieza ejemplar; por esa razón le causó enorme sorpresa ver en el reverso en blanco de una de las primeras páginas una serie de dibujos hechos por mano infantil, cuyo significado no comprendió Cincinnatus al principio.
CAPITULO V
—Le ruego acepte mis más sinceras felicitaciones —dijo el director con su suntuosa voz de bajo al entrar a la celda de Cincinnatus a la mañana siguiente. Rodrig Ivanovich parecía aún más pulido que de costumbre; la espalda de su mejor levita estaba rellena de acolchado de algodón, como la de los cocheros rusos, haciéndole parecer más ancho, parejo y gordo; su peluca brillaba como nueva; su gordo mentón parecía espolvoreado con harina, mientras que el ojal de su solapa lucía una flor de cera rosada con una boca como una motita. Desde detrás de esta figura augusta —se había detenido en el umbral— los empleados de la prisión espiaban curiosos, también vestidos con sus mejores ropas, también con sus cabellos lustrosos; Rodion hasta se había puesto una medallita.