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—Quieta, quieta —dijo Cincinnatus—. Estoy exhausto... no he pegado ojo en toda la noche... quédate quieta y dime...

Agitada, Emmie escondió la frente en el pecho de Cincinnatus; sus rizos, cayendo hacia un costado, dejaron al descubierto la desnuda parte superior de su espalda, que tenía un hueco que se movía al compás de sus omóplatos y estaba cubierto por un vello rubio que parecía como peinado simétricamente.

Cincinnatus acarició la cálida cabeza, tratando de levantarla. Ella se apoderó de sus dedos y comenzó a presionarlos contra sus ardientes labios.

—Qué modo de apretarte tienes —dijo Cincinnatus soñolientamente—. Está bien, basta. Dime...

Pero ella estaba poseída por un arranque de turbulencia infantil. La musculosa niña dio vuelta a Cincinnatus como si fuera un muñeco —¡Basta! —gritó éste—. ¿No te avergüenzas de ti misma?

—Mañana —dijo ella de repente, apretándose contra él y mirándolo fijamente entre los ojos.

—¿Mañana moriré? —preguntó Cincinnatus. —No, te rescataré —dijo Emmie pensativamente (estaba sentada a horcajadas sobre él).

—Me parece muy bien —dijo Cincinnatus—. ¡Salvadores por todas partes! Tendría que haber ocurrido antes; ya casi estoy loco. Bájate, por favor, pesas y me das calor.

—Nos escaparemos y tú te casarás conmigo. —Quizá cuando seas un poco más grande; sólo que tengo ya una esposa.

—Sí, una gorda y vieja —dijo Emmie.

—Saltó del catre y corrió alrededor de la habitación, tal como las bailarinas, con pasos largos y rápidos, sacudiendo los cabellos, y luego saltó, como si volara, y finalmente hizo una pirueta sobre un solo pie, despidiendo una multitud de brazos.

—Pronto comenzará otra vez el colegio —dijo, sentándose sobre el regazo de Cincinnatus; repentinamente, olvidándose por completo de todo lo que la rodeaba, se dio a una nueva ocupación, comenzó a levantarse una costra negra que tenía en la lustrosa espinilla; la costra estaba ya a medio arrancar y podía verse la tierna cicatriz rosada.

Con los ojos entrecerrados Cincinnatus contempló el inclinado perfil ribeteado por la luz del sol, y se sintió dominado por la modorra.

—Ah, Emmie, recuerda, recuerda tu promesa. ¡Mañana! Dime, ¿cómo lo harás?

—Acerca tu oído —dijo Emmie.

Rodeándole el cuello con su brazo, la niña depositó en su oreja un ruido caliente, prieto, húmedo y casi ininteligible.

—No entiendo nada —dijo Cincinnatus.

Impacientemente Emmie se apartó el cabello de la cara y volvió a apretarse contra él.

—Zu... Bu... bu... —zumbó y cuchicheó, y luego dio un salto y voló por el aire, y ya descansaba en el oscilante trapecio, las puntas de sus pies extendidas formando una aguda cuña.

—Aun así, cuento mucho con ello —dijo Cincinnatus a través de una creciente somnolencia; suavemente apoyó su oreja húmeda en la almohada.

Mientras se iba quedando dormido la sentía subirse encima suyo, y entonces le pareció vagamente que ella o alguna otra persona plegaba una y otra vez cierta tela brillante, tomándola de las esquinas, doblándola, alisándola con la palma de la mano y volviéndola a doblar, y por un instante volvió en sí al grito de Emmie cuando Rodion la arrastró fuera de la celda.

Entonces le pareció escuchar que los preciosos sonidos del otro lado de la pared comenzaban otra vez cautelosamente... ¡qué arriesgado! Después de todo, era pleno día, pero ellos no podían reprimirse, y cada vez se acercaban más y más, mientras él, temeroso de que los guardias pudieran oírlos, comenzó a caminar por la celda, golpeando fuerte los pies, tosiendo, monologando, y cuando por fin, con el corazón saltándosele del pecho se sentó junto a la mesa, los ruidos habían cesado ya.

Luego, hacia el atardecer según era su costumbre, llegó M'sieur Pierre, con un casquete de brocato; naturalmente, como quien se encuentra en su propia casa, se recostó en el catre de Cincinnatus y, encendiendo una larga pipa de espuma de mar con una hurí tallada, se acomodó sobre un codo en medio de una nube de lujurioso humo. Cincinnatus sentado a la mesa, mascaba los últimos bocados de su cena, pescando las ciruelas dentro de su jugo oscuro.

—Hoy les he puesto un poco de talco desodorante —dijo M'sieur Pierre bruscamente—. De modo que nada de quejas ni comentarios, por favor. Continuemos nuestra conversación de ayer. Hablábamos de placeres. Bien. El placer del amor es alcanzado por medio del más hermoso y saludable de todos los ejercicios físicos conocidos. Dije «alcanzado» pero quizás «extraído» sea la palabra correcta, en cuanto estamos tratando precisamente con una sistemática y persistente extracción de placer enterrado en las mismísimas entrañas de la elaborada criatura. Durante sus horas de ocio el profesional del amor inmediatamente llama la atención del observador por la jerifártica expresión de sus ojos, su carácter alegre y su piel fresca. Observe también mi porte gentil. He aquí ante nuestros ojos un cierto fenómeno al que podemos llamar, por regla general, «amor» o «placer erótico».

En ese momento, caminando en puntas de pie e indicando con gestos que no le hicieran caso, el director entró y se sentó en un banquillo que él mismo trajera. M'sieur Pierre le contempló con benevolencia. —Continúe, continúe —murmuró Rodrig Ivanovich—. He venido a escuchar, pardon, un momento, correré esto de modo que pueda apoyar la espalda en la pared. Voilà. Es que estoy agotado, ¿y usted?

—Eso es porque no está usted acostumbrado —dijo M'sieur Pierre—. Permítame, pues, continuar. Estamos discutiendo, Rodrig Ivanovich, los placeres de la vida, y acabamos de examinar a Eros en forma general.

—Comprendo —dijo el director.

—He señalado los siguientes puntos... perdóneme, querido colega, por repetirme, pero quería que le resultara también interesante a Rodrig Ivanonivh. He puntualizado, Rodrig Ivanovich, que lo más difícil para un hombre condenado a muerte es olvidar a la mujer, al delicioso cuerpo de la mujer.

—Y la poesía de las noches de luna —agregó Rodrig Ivanovich dirigiendo una torva mirada a Cincinnatus.

—No, por favor, no interfiera con mi desarrollo del tema, si tiene usted algo que agregar, podrá hacerlo más tarde. Muy bien, permítame continuar. Además de los del amor existen gran número de otros placeres, y a ellos pasaremos ahora. Más de una vez, probablemente, habréis sentido expandirse vuestros pechos en un hermoso día de primavera, cuando el aroma de los pimpollos y los cantores alados dan vida a la arboleda, adornada con sus primeros follajes. Las más tempranas y modestas flores las espían coquetamente entre la hierba, como si quisieran seducir al apasionado amante de la Naturaleza, al par que murmuran tímidamente: «Oh, no, no nos escojas a nosotras, nuestra vida es corta». El pecho se expande y su respira hondo en un día tal, cuando los pajarillos cantan y las primeras hojas humildes aparecen en los primeros árboles. Todo es regocijo; todo es júbilo.

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