Al cabo de algunos minutos mi madre entró en mi habitación. Sostenía en sus brazos un gran paquete. En mi visión había quedado reducido, debido quizás a que corregí subliminalmente lo que la lógica me advirtió que podía ser todavía un temido resto del dilatado mundo de los delirios. El objeto resultó ser un gigantesco lápiz poligonal Faber, de un metro y veinte de largo, y del grosor correspondiente. Estaba expuesto como muestra en el escaparate de la tienda, y ella supuso que yo lo había codiciado de la misma manera que solía codiciar todas las cosas que no eran estrictamente comprables. El tendero se vio obligado a telefonear a un representante, un tal «doctor» Libner (como si la transacción tuviera en realidad cierto significado patológico). Durante un espantoso momento me pregunté si la mina era de verdadero grafito. Lo era. Y algunos años más tarde comprobé, perforando un agujero lateral, que la mina llegaba hasta el otro extremo del lápiz: un perfecto ejemplo del arte por el arte llevado a cabo por Faber y el doctor Libner, ya que el lápiz era tan grande que no se podía usar y, naturalmente, no estaba hecho para ser usado. —Sí, sí —solía decir ella cuando yo mencionaba tal o cual infrecuente sensación—. Sé muy bien de qué me hablas —y con cierta ingenuidad extraña me hablaba de cosas tales como la clarividencia, y de ciertos golpecitos contra la madera de las mesas de caballete, así como de premoniciones y sensaciones de deja vu. Una vena de sectarismo recorría su familia más inmediata. No iba a la iglesia más que por Cuaresma y Pascua. Esta tendencia cismática se manifestó en su saludable antipatía por el ritual de la iglesia ortodoxa griega y por sus sacerdotes. Se sentía profundamente atraída por el aspecto moral y poético de los Evangelios, pero no tenía la menor necesidad de creer en los dogmas. No le importaba la escandalosa incertidumbre respecto a la existencia de la otra vida ni tampoco el nulo aislamiento que ésta prometía. Su religiosidad, pura e intensa, tomaba en ella la forma de una fe tan firme en la existencia del otro mundo como en la imposibilidad de comprenderlo mediante conceptos derivados de la vida terrestre. Lo máximo que podían hacer los mortales era vislumbrar, por entre la neblina y las quimeras, que más adelante había alguna cosa real, de la misma manera que las personas dotadas de una extraordinaria persistencia de la cerebración diurna pueden percibir en el sueño más profundo, y en algún lugar que está más allá de las angustias de cualquier complicada y necia pesadilla, la ordenada realidad del despertar.
3
Amar con toda el alma y abandonar lo demás al destino era su sencilla norma. «Vot zapomni» [ahora, recuerda], solía decirme en tono conspirador para llamar mi atención acerca de tal o cual querido detalle de Vyra: una alondra remontándose por un cielo de cuajada y suero en cierto agrisado día de primavera; un relámpago de un día caluroso que sacaba instantáneas de una lejana hilera de árboles en plena noche; la paleta de hojas de arce sobre la arena parda; las huellas cuneiformes dejadas por un pajarillo en la nieve reciente. Como si hubiese sentido que en el curso de unos pocos años perecería la parte tangible de su mundo, cultivaba una extraordinaria conciencia de las diversas marcas temporales distribuidas por toda nuestra finca campestre. Amaba su propio pasado con el mismo fervor retrospectivo con que ahora amo yo su imagen y mi pasado. Así, en cierto sentido, heredé un exquisito simulacro —la belleza de las propiedades intangibles, de los bienes irreales, unreal estate— y esto significó con el tiempo una espléndida preparación para soportar las pérdidas que sufriría después. Sus marbetes y señales personales acabaron siendo para mí tan queridos y sagrados como lo eran para ella. Por ejemplo, la habitación que antiguamente le había estado reservada al principal entretenimiento de su madre: un laboratorio químico; el tilo que, junto al camino que subía hacia el pueblo de Gryazno (con acento en la última sílaba), marcaba, al llegar a su tramo más empinado, el sitio donde todos cogíamos «la bicicleta por los cuernos» ( b'ika xa rogo) como mi padre, gran aficionado al ciclismo, solía decir, y el lugar en donde él se había declarado; y también la obsoleta cancha de tenis que estaba en el que llamábamos parque «viejo», y que ahora era una zona dominada por musgos, toperas y setas, y que había sido escenario de alegres partidos en los años ochenta y noventa (hasta el sombrío padre de ella se quitaba la levita y sostenía con fuerza la raqueta más pesada) pero que, para cuando yo había cumplido mis diez años, la naturaleza había borrado con la exahustividad con que un borrador de fieltro hace desaparecer un problema de geometría.
Para entonces ya habían construido una excelente cancha moderna al final de la parte «nueva» del parque, gracias a la labor de unos obreros especializados importados expresamente de Polonia. Una malla metálica la separaba del florido prado que enmarcaba su arcilla. Después de las noches húmedas, su superficie adquiría un brillo pardo, y las líneas blancas eran pintadas de nuevo con yeso líquido vertido con un balde verde por Dmitri, el más bajo y viejo de nuestros jardineros, un encogido enano calzado con botas negras y camisa roja que se iba alejando, encorvado, a medida que su pincel avanzaba hacia el fondo de la pista. Un seto de leguminosas (las «acacias amarillas» del norte de Rusia), con una abertura central que correspondía a la puerta de la malla metálica, corría paralelamente al cercado y también a un camino al que llamábamos tropinka Sfinksov(«camino de las esfinges») por el gran número de estas polillas que visitaban al atardecer las lilas que elevaban sus copas enfrente del seto, y que también dejaban un paso central. Este camino formaba la barra transversal de la gran T cuya vertical era la avenida de robles jóvenes —tenían la misma edad que mi madre— que, tal como ya he dicho, atravesaba el parque nuevo de punta a cabo. Mirando a lo largo de esta avenida desde la base de la T, se distinguía con claridad el pequeño pero luminoso hueco situado a unos quinientos metros de distancia, o a cincuenta años del lugar en donde ahora estoy. Nuestro preceptor del momento, o mi padre, las veces que venía con nosotros al campo, formaban siempre pareja con mi hermano en nuestros temperamentales partidos familiares de dobles. «¡Pelota va!», solía exclamar a la antigua usanza mi madre cuando adelantaba su piececito y doblaba su cabeza cubierta por un sombrero blanco para hacer su perseverante pero flojo saque. Yo solía enfadarme fácilmente con ella, y ella con los recogepelotas, un par de descalzos campesinos (el chato nieto de Dmitri y el gemelo de la bonita Polenka, hija del cochero mayor). Al llegar la época de la cosecha, el verano norteño se hacía tropical. El sofocado Sergey sujetaba la raqueta entre las rodillas y se limpiaba laboriosamente las gafas. Veo mi cazamariposas apoyado, por si acaso, contra la valla. El libro de Wallis Myers sobre tenis está abierto en un banco, y después de cada serie de golpes mi padre (un jugador de primera, con un servicio que era un auténtico cañonazo al estilo Frank Riseley, y un magnífico «lifting drive») nos pregunta en tono pedante a mi hermano y a mí si hemos accedido a ese estado de gracia que permite completar cada golpe hasta el final. Algún prodigioso chaparrón nos obligaba en ocasiones a guarecernos bajo el cobertizo que había en una esquina de la cancha, mientras el viejo Dmitri iba a buscar paraguas e impermeables a la casa. Un cuarto de hora más tarde reaparecía bajo una montaña de ropa en la panorámica de la larga avenida que, a medida que él avanzaba, iba recuperando poco a poco sus manchas de leopardo al brillar de nuevo el sol que hacía innecesaria su pesadísima carga.