De este modo transcurrieron unas cuantas y ajetreadas semanas más, semanas de susurros, exploraciones, persecuciones, intensas reorganizaciones de aquella otra soledad tan manejable. Ahora avanzaba hacia un objetivo concreto, pues, desde el momento en el que le ofreció los dulces, comprendió de repente cuál era el lejano destino que parecía señalarle silenciosamente cierto extraño dedo sin uña (abocetado en un muro), y dónde se hallaba el verdadero escondrijo de aquella oportunidad tan auténtica como cegadora. El camino era tan escasamente atractivo como carente de dificultades, y la visión de aquella carta semanal a Mamá, escrita con una letra todavía vacilante y retozona, abandonada con descuido inexplicable en un sitio cualquiera, bastó para poner fin a toda clase de dudas.
Pudo averiguar gracias a otras fuentes que la madre había hecho sus comprobaciones acerca de él, con resultados que sólo podían haberle parecido satisfactorios, y entre los que ocupaba un lugar no desdeñable cierta generosa cuenta bancaria. Por el modo en que ella le enseñó, bajando reverencialmente la voz, antiguas y rígidas instantáneas que mostraban, en diversas poses más o menos aduladoras, a una jovencita con zapatos de tacón, rostro redondo y agradable, bello y rotundo pecho, y el cabello peinado hacia atrás desde la misma frente (también estaban las fotos de la boda, en todas las cuales salía el novio, con una expresión siempre felizmente sorprendida y unos ojos rasgados cuya inclinación le resultaba vagamente familiar), dedujo que la viuda estaba volviendo subrepticiamente el deslucido espejo del pasado hacia diversos rincones, en busca de algo que pudiera, aun ahora, conferirle el derecho a reclamar la atención masculina, y debió de decidir que la aguda vista de un tasador de facetas y reflejos sería sin duda capaz de discernir las huellas de sus pasados encantos (que, por cierto, ella había exagerado), unas huellas que resultarían más visibles incluso después de esta retrospectiva de la recién casada.
A la taza de té que le sirvió, echó la viuda un delicado terrón de confidencialidad; y consiguió insuflar tales dosis de romanticismo a sus detalladísimos informes sobre sus diversas indisposiciones que apenas si pudo él resistirse a formularle cierta grosera pregunta; y a veces ella hacía una pausa, aparentemente abstraída en sus pensamientos, y luego reanudaba la conversación con una interrogación tardía, reaccionando así a las palabras cautas, de puntillas, que él había pronunciado.
Él se sentía a la vez compadecido y repelido pero, como comprendía que la materia prima, aparte de su función específica, carecía de todo valor, se limitó a desempeñar tercamente su pesado papel, el cual exigía por lo demás tal concentración, que los aspectos físicos de esta mujer se disolvieron y desaparecieron (si se hubiese cruzado con ella por la calle en otro barrio de la ciudad no la habría reconocido), y su lugar fue ocupado fortuitamente por los protocolarios rasgos afectados de la novia abstracta de las instantáneas, tan conocidos ahora que habían acabado perdiendo todo significado (de modo que, al final, resultó que los patéticos cálculos de la viuda consiguieron su propósito).
El asunto funcionó a las mil maravillas y, una tarde lluviosa de finales de otoño, después de que ella escuchara —impasiblemente, sin ofrecer ni una sola vez sus consejos femeninos— sus vagas quejas acerca de los anhelos de un soltero que contempla con envidia el smoking y el aura neblinosa de la boda de otro, y piensa entonces sin proponérselo en la solitaria tumba que le aguarda al final de su solitario camino, el caballero terminó diciendo que había llegado el momento de llamar a los embaladores. Entretanto, sin embargo, soltó un suspiro y cambió de tema, y, un día después, qué sorpresa no se llevaría ella cuando el silencioso té para dos (él se había acercado un par de veces a la ventana, como si estuviera meditando alguna cosa) fue interrumpido por el potente timbrazo del transportista de muebles. Y así regresaron a casa las dos sillas, el sofá, la lámpara, y el baúl, como cuando, al tratar de resolver un problema de matemáticas, empezamos por dejar cierta cifra al margen para trabajar con mayor libertad, para después volver a insertarla en la matriz de la solución.
—No lo entiende usted. Esto significa solamente que la propiedad de las pertenencias de un matrimonio es compartida. En otras palabras, le ofrezco a la vez lo que esconde la manga y el as de corazones en carne y hueso.
Mientras, los dos obreros que habían devuelto los muebles andaban ruidosamente atareados no lejos de la salita, y ella se retiró castamente a una habitación contigua.
—¿Sabe qué? —dijo ella—. Váyase a casa y duerma largo y tendido.
Él intentó, con una risilla en sus labios, tomarle la mano entre las suyas, pero ella la escondió detrás de su espalda, y repitió resueltamente que todo aquello era absurdo.
Muy bien —replicó él, sacándose del bolsillo un poco de suelto y preparando la propina— . Muy bien, me iré, pero, si decide usted aceptar, tenga la amabilidad de comunicármelo. De lo contrario no se tome ninguna molestia: la libraré para siempre de mi presencia.
Espere un momento. Deje que antes se vayan. Elige usted los momentos más inoportunos para tratar de asuntos como éste.
Momentos después, tras haberse dejado caer pesada y remilgadamente en el recién recobrado sofá (mientras él se instalaba a su lado, sentándose encima de su pierna doblada y cogiendo los cordones del zapato que asomaban por debajo), ella añadió:
—Y ahora discutamos racionalmente la cuestión. En primer lugar, amigo mío, como ya sabe, soy una mujer enferma, gravemente enferma. Hace ya un par de años que mi vida ha tenido que estar rodeada de constantes atenciones médicas. La operación que me hicieron el veinticinco de abril fue, casi con absoluta seguridad, la penúltima; dicho en otras palabras, la próxima vez me llevarán directamente del quirófano al cementerio. No, no, nada de quitarle importancia a lo que le estoy diciendo. Demos incluso por supuesto que duro unos cuantos años más, ¿cambiarían mucho las cosas? Estoy condenada a sufrir hasta el día de mi muerte todos los tormentos de una dieta infernal, y tengo toda mi atención centrada en mi estómago y mis nervios. Todo esto me ha estropeado el humor hasta extremos irrecuperables. Hubo tiempos en los que me reía sin parar... Pero siempre me he quejado de todo el mundo, y ahora me quejo de todo: de los objetos materiales, del perro de mis vecinos, de cada minuto de mi existencia, que no me sirve para lo que yo querría. Ya sabe usted que estuve casada siete años. No recuerdo ningún momento que fuese especialmente feliz. Soy una mala madre, pero ya me he aceptado así, y sé que mi muerte se adelantaría si rondase por aquí una niña traviesa, pero al mismo tiempo siento una necia y dolorosa envidia de sus musculosas piernecitas, de su sonrosada tez, de su buena digestión. Soy pobre: sólo puedo dedicar la mitad de mi pensión a la enfermedad; la otra la gasto en deudas. Aun suponiendo que tuviese usted el tipo de carácter y sensibilidad..., oh, en una palabra, los diversos rasgos que podrían hacer de usted el marido que me conviene a mí, ya ve que subrayo «a mí», ¿qué clase de vida le daría una esposa así? Por muy joven que me sienta espiritualmente, y aunque no sea del todo monstruosa a los ojos de los demás, ¿no cree que acabaría hartándose de tener que cuidar permanentemente de una persona tan quisquillosa como yo, de no contradecirla nunca jamás, de respetar sus costumbres y excentricidades, su ayuno, y también todas las demás normas que rigen su vida? Y todo esto, ¿a cambio de qué? ¡Para encontrarse, a lo peor dentro de unos seis meses, viudo y cargando con la hija de otro!