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¿O sería de otro modo? Vio a la misma mujer haciendo calceta en el mismo banco y, tomando nota de la circunstancia, en lugar de una caballerosa sonrisa le dirigió una mirada maliciosa, dejó asomar bajo su labio azulado un brillante colmillo, y se sentó. No duró mucho tiempo su perturbación ni tampoco el temblor de sus manos. Trabaron una conversación que, por sí misma, le produjo a él una extraña satisfacción; se desvaneció el peso que notaba en el pecho, y comenzó a sentirse casi contento. La niña apareció, caminando pesadamente con sus patines sobre la gravilla, igual que el día anterior. Sus ojos gris claro se posaron en los de él durante un momento, a pesar de que quien hablaba no era él sino la calcetera, y, tras haberle aceptado, se volvió despreocupadamente hacia otro lado. Momentos más tarde estaba sentada al lado de él, agarrada al borde del banco con sus manos rosadas de abultados nudillos, y de repente una vena se movió bajo su piel, y luego se formó un profundo hoyuelo junto a su muñeca sin que se movieran sus hombros, encorvados por la posición, mientras sus pupilas dilatadas seguían la pelota que corría por la gravilla. Al igual que el día anterior, su vecina, tendiendo la mano por delante de él, le pasó un bocadillo a la niña, que, mientras comía, estuvo haciendo entrechocar suavemente sus peladas rodillas.

—...su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos —estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de rizos castaño rojizos que tenía a su izquierda se había inclinado silenciosamente para aproximarse a su mano.

Se le han perdido las manecillas del reloj —dijo la niña.

No —contestó él, carraspeando un poco—. Es así. Se trata de una rareza.

Extendiendo el brazo izquierdo (sostenía el bocadillo con la mano derecha), la niña le cogió la muñeca y examinó la vacía esfera sin centro bajo la cual estaban colocadas las manecillas, de las que sólo asomaban las puntas, apenas un par de gotas negras entre cifras plateadas. Una hoja marchita tembló primero en el pelo de la niña, luego junto a su cuello y cerca de la delicada protuberancia de una vértebra, y durante el posterior insomnio el caballero estuvo apartando de un golpecito el fantasma de esa hoja, cogiéndolo y apartándolo, con dos dedos, con tres, y luego con los cinco.

Al día siguiente, y durante los días posteriores, se sentó en el mismo sitio, haciendo una imitación bastante amateur pero hasta soportable del personaje del solitario: a la hora de siempre, en el lugar de siempre. Todo aquello, la llegada de la niña, su respiración, sus piernas, su cabello, lo que hacía, tanto si se rascaba el mentón y dejaba en él unas marcas blancas, como si lanzaba hacia lo alto una pelotita negra o si le rozaba con el codo desnudo en el momento de sentarse en el banco (mientras él fingía permanecer concentrado en una agradable conversación), le provocaba la insufrible sensación de estar manteniendo con ella una comunión sanguínea, epidérmica, multivascular, como si la monstruosa bisectriz que aspiraba todos los jugos de las profundidades de su ser se extendiese hacia ella, con la palpitación de una línea de puntos, como si esta niña estuviera creciéndole a él, como si, con cada uno de sus despreocupados movimientos, ella tironease y diera fuertes sacudidas a las raíces vitales implantadas en las tripas de su propio ser, de modo que, cuando la niña cambiaba bruscamente de posición o salía corriendo, él notaba un desgarramiento, un bárbaro desgaje, una momentánea pérdida de equilibrio: de repente te encuentras como si estuvieran arrastrándote de espaldas por el suelo, golpeándote la nuca, llevado así a un lugar en donde te van a colgar de tus propias tripas. Y entretanto él iba escuchando, sonriendo, asintiendo tranquilamente con la cabeza, tirando de la pernera del pantalón para liberar la rodilla, haciendo dibujitos en la gravilla con la contera de su bastón, y diciendo «¿En serio?» o «Sí, ya se sabe, son cosas que pasan...», pero enterándose de lo que le decía su vecina solamente cuando la niña no estaba cerca. Gracias a esta parlanchina mujer supo que entre ella y la madre de la niña, una viuda de cuarenta y dos años, existía una amistad que comenzó cinco años atrás (el honor de su propio esposo había sido salvado por el que fuera marido de la viuda); que la pasada primavera, tras una larga enfermedad, la viuda había sido sometida a una importante operación intestinal; que, debido a que había perdido hacía mucho tiempo a todos sus parientes, se había aferrado pronta y tenazmente al ofrecimiento de la pareja, que invitó a la niña a vivir con ellos en su ciudad provinciana; y que ahora ellos habían traído aquí a la pequeña para que viera a su madre, aprovechando la circunstancia de que el esposo de la gárrula señora tenía que atender algún complicado asunto en la capital, pero que pronto llegaría el momento de regresar a casa..., cuanto antes mejor, pues la presencia de la niña no hacía otra cosa que irritar a la viuda, una persona de honestidad a toda prueba, pero que últimamente se mostraba un tanto egoísta.

—Por cierto, ¿verdad que ha mencionado usted que esa dama tiene intención de vender no sé qué muebles?

Esta pregunta (con su continuación) la había preparado el caballero durante la noche, articulándola sotto voce en el silencio ritmado por el tic tac; tras haber logrado convencerse a sí mismo de que sonaba natural, se la repitió al día siguiente a su nueva amiga. Ella contestó afirmativamente y le dijo sin rodeos que no sería inoportuno que la viuda ganase un poco de dinero; su tratamiento médico era, y seguiría siéndolo, muy caro, sus recursos muy limitados, y, aunque se empeñaba en pagar la manutención de su hija, lo hacía de forma tan esporádica —y nosotros tampoco somos ricos— que, en una palabra, parecía como si la deuda de honor, desde el punto de vista de la viuda, ya estuviera saldada.

—De hecho —prosiguió él sin perder ni un segundo—, a mí me convendría adquirir algunos muebles. ¿Cree usted que sería correcto, que no parecería inadecuado que...?

Se había olvidado del resto de la frase pero improvisó con notable agudeza, pues comenzaba a sentirse a gusto practicando el estilo artificial del todavía incompletamente comprensible y complejo sueño en el que ya estaba tan confusa pero tan firmemente atrapado que, por ejemplo, ya no sabía qué era esto, ni de quién: su pierna o el tentáculo de un pulpo.

Ella pareció encantadísima, y se ofreció a llevarle allí en aquel mismo momento, si le iba bien a él: el apartamento de la viuda, en donde también se alojaban ella y su marido, no estaba lejos, justo al otro lado del puente del ferrocarril eléctrico.

Partieron. La niña caminaba delante, haciendo balancear enérgicamente una bolsa de lona por el extremo de una cuerda, y todo en ella era ya, para los ojos de él, aterradora e insaciablemente familiar: la curva de su estrecha espalda, la elasticidad de los dos pequeños músculos redondos situados más abajo, la forma exacta en que los cuadros de su vestido (el otro, el marrón) se estrechaban cuando ella alzaba un brazo, los delicados tobillos, los talones bastante altos. Era quizá un poco introvertida, más animada de movimientos que de conversación, ni tímida ni atrevida, con un alma que parecía estar siempre sumergida, pero en una humedad radiante. Opalescente en superficie pero translúcida en su más íntimo ser, deben de gustarle los dulces, y los perritos, y los trucos inocentes de los noticiarios cinematográficos. A las niñas de piel cálida y pelo rojizo y labios entreabiertos como ella suele venirles la regla muy pronto, y para ellas eso acostumbra a ser algo más que un juego, algo más que dedicarse a limpiar una cocina de juguete... Y la suya no había sido una infancia muy feliz, sino la de una huérfana de padre; la amabilidad de esta severa mujer no era como un chocolate con leche, sino más bien amargo; un hogar sin caricias, orden estricto, síntomas de fatiga, un favor hecho a una amiga que poco a poco empieza a ser una carga pesada... Y por todo esto, por el fulgor de sus mejillas, los doce pares de finas costillas, el vello de su espalda, su alma menuda, esa voz ligeramente ronca, los patines y el día gris, la secreta idea que debió de cruzar su mente mientras se asomaba al puente para mirar una cosa que le resultaba desconocida... Por todo esto él hubiera dado un saco lleno de rubíes, un balde lleno de sangre, todo lo que le pidieran...

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