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Entró. Entró, y lo primero que hizo, antes de mirar nada, furtivamente encogido, fue darle dos vueltas al cerrojo. Después vio un calcetín negro con su elástico, tirado debajo del lavamanos. Luego la maleta abierta, su contenido en incipiente desorden, y la punta de una toalla de textura granulosa colgando por el borde tras un tirón incompleto. Y, por fin, el vestido y la ropa interior formando un montón en la butaca, con el cinturón, y el otro calcetín. Sólo entonces se volvió hacia la isla de la cama.

Estaba tendida boca arriba, encima de la no estorbada colcha, con el brazo izquierdo debajo de la cabeza, vestida con un salto de cama cuya parte inferior había quedado abierta —no había conseguido encontrar el camisón— y, a la luz de la pantalla rojiza, a través de la atmósfera borrosa y cargada de la habitación, pudo llegar a vislumbrar la estrecha y cóncava curva de su vientre enmarcado por un par de inocentes y afiladas caderas. Con el estruendo de un cañonazo, un camión ascendió desde el fondo de la noche, algún cristal tintineó en el mármol de la mesilla de noche, y resultó extraño contemplar aquel tranquilo fluir de su hechizado sueño, absolutamente ajeno a todo.

Mañana, naturalmente, empezaremos por el principio, con una progresión meticulosamente medida, pero de momento duermes, estás lejos, no te mezcles con los mayores, así es como debe ser, es mi noche, son mis cosas. Se desnudó, se tendió a la izquierda de la cautiva, la acunó levísimamente, y se quedó congelado, conteniendo cautelosamente la respiración. Bien. La hora que había estado deseando con delirio a lo largo de un cuarto de siglo sonaba por fin, pero era una hora encadenada y hasta enfriada por la nube de su propio arrobamiento. El flujo y reflujo de aquel salto de cama de color claro, mezclado con las revelaciones de su belleza, seguían temblando ante sus ojos, con unas ondulaciones tan complicadas como si lo estuviera viendo todo a través de un cristal tallado. Era sencillamente incapaz de encontrar el punto focal de la felicidad, no sabía por dónde empezar, qué podía tocar, y cómo, sin sacarla del reino de su reposo, a fin de saborear de la forma más plena posible este momento. Bien. Para empezar, avanzando con cautela clínica, se quitó de la muñeca el incoloro ojo del tiempo y, extendiendo el brazo por encima de la cabeza de ella, lo colocó en la mesilla de noche, entre el vaso vacío y una brillante gota de agua.

Bien. Un original inapreciable: muchacha dormida, óleo. El rostro de la niña, inmerso en su suave marco de rizos, aquí dispersos, apretujados allí, con esas pequeñas fisuras en sus resecos labios, y ese pliegue especial en los párpados, justo encima de las apenas unidas pestañas, mostraba una tonalidad levemente rojiza, rosada, en las zonas en donde las encendidas mejillas —cuyo perfil florentino era en sí mismo una sonrisa— llegaban a asomar. Duerme, preciosa mía, no me hagas caso.

Su mirada (la mirada consciente de quien observa una ejecución o se fija en un punto del fondo de un abismo) ya comenzaba a reptar hacia abajo, siguiendo las formas de la niña, y su mano izquierda había empezado a moverse, cuando se llevó un sobresalto, tan brutal como si alguien se hubiera movido en aquel mismo cuarto, al borde de su campo de visión, pues no reconoció inmediatamente el reflejo del espejo del armario (las listas de su pijama formaban un escorzo en la sombra, y había un confuso centelleo en la madera lacada, y algo negro debajo del rosado tobillo de la niña).

Decidiéndose por fin, acarició con suavidad las largas piernas ligeramente separadas, algo pegajosas, que se enfriaban y hacían más ásperas hacia abajo, y gradualmente más cálidas a medida que subía. Recordó, con un furioso sentimiento de triunfo, los patines, el sol, los castaños, todo, mientras seguía dando caricias con las yemas de los dedos, temblando y lanzando miradas de soslayo al rollizo promontorio, con su recién estrenado vello, que, de forma independiente pero con paralelismo familiar, encarnaba un concentrado eco de cierto aspecto de sus labios y mejillas. Un poco más arriba, en la translúcida bifurcación de una vena, trabajaba con tesón el mosquito. Lo apartó celosamente, contribuyendo sin proponérselo a que se cayera un pliegue de la ropa que hacía tiempo que estaba interponiéndose en su camino, y entonces aparecieron aquellos extraños e invisiblemente pequeños pechos, casi se diría que hinchados como sendos abscesos tiernos, y luego quedó al desnudo un delgado e infantil músculo, y a su lado el abierto y lechoso hueco de la axila, con cinco o seis líneas divergentes y sedosamente oscuras, y también fluía allí oblicuamente el dorado riachuelo de la cadenilla (con un crucifijo, probablemente, o algún amuleto), y luego aparecía de nuevo el algodón, la manga de su brazo estirado de manera forzada hacia atrás.

Un nuevo camión pasó violentamente, aullando y haciendo temblar toda la habitación, e interrumpió su minuciosa exploración. Se quedó incómodamente inclinado sobre ella, escrutándola sin querer con su mirada, notando cómo se mezclaba el aroma adolescente de la piel con el del pelo rojizo hasta penetrar en su sangre como una desgarradora comezón. Qué voy a hacer contigo, que voy a...

La niña soltó un suspiro sin despertarse, abrió su cerradísimo ombligo como si fuera un ojo, y luego, lentamente, con un arrullador gemido, exhaló el aire, y bastó esto para que volviera a sumergirse hasta el fondo de su anterior modorra. Extrajo con cuidado la boina negra de debajo del talón de la niña, y volvió a quedarse congelado, latientes las sienes, bombeante el dolor de la excitación. No se atrevió a besar aquellos angulosos pezones, aquellos largos dedos de los pies coronados por uñas amarillentas. Cuando abandonaban cualquiera de esas partes sus ojos volvían siempre a converger en la misma fisura agamuzada, que daba la sensación de estar cobrando vida bajo su mirada prismática. Aún no sabía qué acción emprender, por miedo a perderse alguna cosa, a no aprovechar plenamente la firmeza feérica que poseía el sueño de la niña.

El aire cargado y su propia tensión se le hacían insoportables. Aflojó un poco el cordón del pijama, que se le había estado clavando en la barriga, y un tendón emitió un crujido cuando sus labios rozaron casi incorpóreamente el punto en el que se veía una marca de nacimiento junto a una costilla... Pero se sentía incómodo y acalorado, y la congestión de su sangre le exigía lo imposible. Entonces, dando inicio gradualmente a su hechizo, comenzó a pasar su varita mágica por encima del cuerpo de la niña, casi rozándole la piel, torturado por el atractivo que ella ejercía sobre él, por su visible proximidad, por el fantástico acercamiento que permitía el pesado sueño de esta niña desnuda, a la que, por así decirlo, estaba midiendo con un centímetro mágico..., hasta que ella se movió ligeramente y volvió el rostro hacia el otro lado con un apenas audible y somnoliento chasquido de sus labios. Todo volvió a quedar congelado, y ahora llegó a distinguir entre los rizos oscuros el borde carmesí de la oreja y la palma de la mano liberada, que había dejado olvidada en su posición anterior. Adelante, adelante. Durante ciertos destellos aislados de conciencia, como si estuviera al borde del olvido, tuvo efímeros vislumbres de recuerdos circunstanciales —un puente sobre el veloz paso de unos vagones de ferrocarril, una burbuja de aire en el cristal de alguna ventana, el guardabarro abollado de un coche, una toalla de textura granulosa que había visto en algún lugar hacía no mucho tiempo— y entretanto, con lentitud, respirando atormentadamente, se aproximó centímetro a centímetro y luego, coordinando todos sus movimientos, comenzó a amoldarse a ella, a probar el encaje... Un muelle cedió con aprensión bajo su costado; su codo derecho, crujiendo con cautela, buscó algún apoyo; se le nubló la vista a causa de su secreta concentración... Notó la llama del bien torneando muslo de la niña, notó que no podía contenerse ni un momento más, que ahora ya no importaba nada, y, en el momento en el que la dulzura llegaba al punto de ebullición y se desbordaba entre su propia maraña y la cadera de ella, cuán felizmente se emancipó su vida hasta quedar reducida a la sencillez del paraíso. Y, sin haber tenido apenas tiempo de pensar, «No, te lo ruego, ¡no te apartes!», vio que ella estaba completamente despierta y que miraba horrorizada su encabritada desnudez.

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