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Levantar los puentes levadizos sería un sistema eficaz de protección hasta que llegara el momento en el que, desde el mismo foso en flor, una rama robusta y joven alcanzara la altura de la habitación. No obstante, debido precisamente a que en el curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo, tendría que ser especialmente cauto, no permitirle que saliera nunca sola, cambiar frecuentemente de domicilio (lo ideal sería un chaletito rodeado de un jardín ciego), vigilar que no trabara amistad con otros niños ni tuviera ocasión de ponerse a charlar con la verdulera o la asistenta, pues no habría modo de saber qué impúdico elfo podría escapar de los labios de la hechizada inocencia, ni qué monstruo podría llevarse consigo el oído de algún desconocido para someterlo luego al análisis y la discusión de los sabios. Aunque, ¿acaso se le podría hacer algún reproche al hechicero?

Sabía que encontraría en ella suficientes placeres como para no tener que deshechizarla prematuramente, ni que forzarla, con indebidas manifestaciones de arrobamiento, a tomar conciencia de ninguno de sus propios encantos, ni que abrirse paso con excesiva insistencia hacia algún camino sin salida en el curso de su interpretación del paseo monacal. Sabía que no trataría de forzar su virginidad en el más estrecho y rosado sentido del término hasta que la evolución de sus mutuas caricias hubiese dado cierto invisible paso. Aguantaría hasta aquella mañana en la que, sin dejar de reír, comenzara ella a prestar oído a sus propios impulsos y, enmudeciendo de repente, le exigiera que la búsqueda del oculto acorde musical fuese llevada a cabo de forma conjunta.

Mientras iba imaginando los años posteriores, seguía viéndola como una adolescente, pues ese era el postulado carnal. Sin embargo, sorprendiéndose a sí mismo en el acto de mantener esta premisa, comprendió sin dificultades que, incluso si el paso putativo del tiempo suponía una contradicción, por ahora, para ese fundamento permanente de sus sentimientos, el gradual progreso de los sucesivos placeres garantizaría las naturales renovaciones de su pacto con la felicidad, que, además, tenía en cuenta la adaptabilidad de todo amor vivo. A la luz de esta felicidad, fuera cual fuese la edad que ella alcanzara —diecisiete, veinte años—, su imagen actual seguiría transparentándose siempre a través de sus metamorfosis, alimentaría desde ese manantial interno sus estratos translúcidos. Y este mismo proceso le permitiría, sin ninguna pérdida ni mengua, saborear cada nueva inmaculada etapa de las sucesivas transformaciones que ella fuera experimentando. Además, ella misma, esbozada y prolongada en la feminidad adulta, jamás podría volver a disociar, ni en su conciencia ni en su memoria, su propio desarrollo del de su compartido amor, ni sus recuerdos infantiles del recuerdo que tendría de su masculina ternura. En consecuencia, pasado, presente y futuro aparecerían a los ojos de la niña como un único y radiante fulgor emanado, al igual que ella, sólo de él, de su vivíparo amante.

Así vivirían años y años, riendo, leyendo, maravillándose ante las doradas luciérnagas, conversando acerca del florido cerco que sería la prisión del mundo, y él le contaría cuentos, y ella, su pequeña Cordelia, le escucharía, y el mar jadearía no muy lejos bajo la luna... Y de forma extraordinariamente lenta, al principio con toda la sensibilidad de sus labios, y más adelante con todo su fervor, con todo su peso, más al fondo, sólo así —por primera vez— hasta lo más recóndito de tu inflamado corazón, así, abriéndome paso a la fuerza, así, sumergiéndome hasta el final, entre los casi derretidos bordes...

Por alguna razón desconocida, la señora que había estado sentada delante de él se levantó de repente y se fue a otro compartimiento; echó una ojeada al vacío rostro de su reloj de pulsera —ya no faltaba mucho— y poco después ya estaba subiendo una cuesta, junto a un muro blanco coronado de cegadores pedazos de cristal, justo cuando una bandada de golondrinas sobrevolaba su cabeza.

Le recibió en el porche la amiga de aquella persona recientemente fallecida, quien le explicó la presencia de un montón de cenizas y leños chamuscados en un rincón del jardín diciendo que aquella noche se había producido un incendio; a los bomberos les había costado mucho trabajo controlar las llamas, habían tenido que talar un joven manzano, y nadie, por supuesto, había podido dormir. Justo entonces salió ella,con un vestido oscuro de punto (¡con este calor!) ceñido por un reluciente cinturón de cuero, y con una cadenita en el cuello, con negros calcetines largos, la pobre, y en este preciso instante tuvo él la impresión de que ya no era tan bonita como antaño, que al crecer se le había arremangado la nariz y que ya no tenía las piernas tan bien proporcionadas. Sombría, rápidamente, con apenas un leve sentimiento de aguda ternura por su luto, le rodeó los hombros y le besó el cabello.

—¡Podría haber ardido todo! —exclamó ella, alzando su sonrosado rostro luminoso de ojos desorbitados, en los que centelleaban los líquidos reflejos transparentes del sol y el jardín.

Ella aceptó contenta la protección de su brazo cuando entraron en la casa tras los pasos de la parlanchina y vociferante anfitriona, mas la espontaneidad ya se había evaporado, ya estaba él doblando torpemente el brazo (¿o fue el de ella?), y, en el umbral de la sala, en donde resonaba el monólogo que les había precedido, acompañado ahora de aberturas de contraventanas, él liberó su mano y, fingiendo que le daba una caricia distraída (pero en realidad completamente concentrado por un instante en el sabroso y firme tacto, con hoyuelo incluido), le dio un golpecito amable en la cadera —como diciéndole, anda, niña, vete a correr— y luego ya se encontraba sentado, apoyaba su bastón, alzaba el rostro sonriente, buscaba un cenicero, pronunciaba algunas palabras en respuesta a una pregunta, rebosante en todo momento de una exultación salvaje.

Rechazó el té, diciendo que de un momento a otro llegaría el coche que había alquilado en la estación, y en el que ya se encontraba su equipaje (este detalle, como ocurre en los sueños, tuvo para él cierto brillo de significado), y que «pronto estaremos tú y yo en una playa», frase que pronunció casi a voz en grito en dirección hacia la niña que, volviéndose a mitad de un paso, a punto estuvo de tropezar con un taburete, parra al instante recobrar ágilmente el equilibrio, volverse de el todo, y dejarse caer sobre el taburete, que su falda, al posarse, ocultó.

—¿Qué? —preguntó, apartándose el cabello hacia atrás al tiempo que miraba de soslayo a la señora (el taburete ya se había roto una vez).

El repitió la frase, y ella enarcó alegremente las cejas: no tenía ni idea de que hoy sería así.

Y yo que esperaba —mintió la anfitriona— que se quedase usted a dormir aquí esta noche.

¡No, no! —gritó la niña, precipitándose sobre él por medio de un alegre deslizamiento por el parquet, y luego añadió con inesperada rapidez—: ¿Aprenderé a nadar pronto? Dice una amiga mía que se puede aprender enseguida, que basta con perder el miedo, pero me parece que necesitaré un mes entero para perderlo...

Pero la mujer ya estaba empujándola con el codo, apremiándola a que fuese, con María, a terminar de meter en la maleta las cosas que aún quedaban en la parte izquierda del armario.

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