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La regularidad de las fluctuaciones de su salud eran, para él, la encarnación misma de la mecánica de su existencia; esa regularidad se convirtió en la regularidad de la misma vida; por su parte, notó que su trabajo, la precisión de su vista, y la poliédrica transparencia de sus deducciones, habían comenzado a mermar a consecuencia de la constante vacilación de su alma entre la desesperación y la esperanza, del perpetuo ondear de sus deseos insatisfechos, del doloroso peso de su enrollada y almacenada pasión..., de todo el salvaje y entumecedor peso de la existencia que él, y sólo él, había elegido.

A veces, cuando pasaba junto a un grupo de niñas que estaban jugando, alguna de ellas, muy bonita, atraía su mirada; pero lo que sus ojos percibían era el movimiento insensatamente uniforme de una película en cámara lenta, y él mismo se maravillaba de lo insensible y ocupado que estaba, y, sobre todo, de cómo todas las sensaciones reclutadas aquí y allá —melancolía, avidez, ternura, locura— se concentraban ahora en la imagen de ese ser absolutamente único e irreemplazable que antaño corriera ante su mirada mientras el sol y la sombra luchaban por conquistar su vestido. Y a veces, por la noche, cuando todo estaba en silencio —la radiogramola, el agua del baño, las suaves pisadas blancas de la enfermera, ese sempiternamente prolongado ruido (peor que cualquier estrépito) con el que cerraba las puertas suavemente, el cauteloso tintineo de una cucharilla, el clic con el que se cerraba el armarito de las medicinas, los lamentos lejanos y sepulcrales de aquella persona— cuando todo se quedaba por fin quieto, se tendía en posición supina y evocaba la imagen única, entrelazaba a su sonriente víctima con ocho manos, que se transformaban en ocho tentáculos que hacían presa de cada uno de los detalles de su desnudez, hasta que al final se le disolvía en una niebla negra y la perdía en la negrura, y la negrura se extendía por todas partes, y ya no era más que la negrura de la noche en su solitario dormitorio.

La enfermedad pareció agravarse cuando llegó la primavera; hubo una consulta, y fue llevada al hospital. Allí, la víspera de la operación, ella le habló con toda la claridad necesaria, a pesar de sus sufrimientos, acerca de la herencia, del abogado, de lo que tenía que hacer en caso de que mañana... Le hizo jurar dos veces —sí, dos veces— que trataría a la niña como si fuese su propia... Y que cuidaría de que no alimentara ningún tipo de resentimiento contra su difunta madre.

—Quizá esta vez tendríamos que hacerla venir —dijo él, alzando la voz más de lo que pretendía— , ¿no te parece?

Pero ella ya había terminado de darle sus instrucciones, y cerró fuertemente sus ojos en un gesto de dolor; él se quedó un rato junto a la ventana, soltó un suspiro, besó el puño amarillo que reposaba sobre la sábana, y se fue.

A primera hora de la mañana siguiente le telefoneó uno de los médicos del hospital, quien le informó de que la operación acababa de concluir, que había sido en apariencia un éxito total que superaba hasta las mayores esperanzas del cirujano, pero que sería mejor que no fuera a visitarla hasta el otro día.

—Éxito, ¿eh? Total, ¿eh? —murmuró él de forma absurda mientras corría de habitación en habitación—. Pues, fantástico... Tendríamos que felicitarnos... Ahora pasaremos la convalecencia, nos recuperaremos... ¿Se puede saber qué está pasando? —exclamó bruscamente con voz gutural, mientras le propinaba a la puerta del lavabo tamaño empujón que hasta la cristalería del comedor reaccionó con pánico—. Veremos qué pasa —prosiguió, caminando entre atemorizadas sillas—. Sí señor... ¡Ya te daré yo éxito! ¡A mí con éxitos de mierda! —Y se puso a imitar los acentos del destino lacrimógeno—: Divino. Y ahora seguiremos viviendo y prosperando, y casaremos a tu hija, pronto y bien... No importa que sea una chica un poco frágil porque el novio será un tipo vigoroso que entrará a saco en su fragilidad... ¡No! ¡Estoy harto de todo esto! ¡No soporto ni una burla más! ¡También yo tengo voz en el asunto! Voy a... —y de repente su rabia dispersa encontró una inesperada presa.

Se quedó congelado, dejaron de hormiguearle los dedos, puso por un instante los ojos en blanco, y regresó de este breve momento de estupor con una sonrisa:

—Estoy harto —repitió varias veces, pero ahora en un tono diferente, casi propiciatorio.

Obtuvo de inmediato la información necesaria: había a las 12,23 un expreso perfecto que llegaba exactamente a las cuatro de la tarde. La combinación para el regreso no era tan sencilla..., tendría que alquilar un automóvil y partir enseguida; y por la noche ya estaremos de vuelta, los dos, lejos del mundo, y la pobrecilla estará cansada y adormilada, desnúdate ahora mismo, te acunaré y te dormirás, eso es todo, no será más que un abrazo cariñoso, a nadie le gusta que le sentencien a trabajos forzados (aunque, por cierto, mejor sería cumplir ahora una pena de trabajos forzados que vivir un futuro bastardo)..., el silencio, sus clavículas desnudas, los delgados tirantes, los botones en la espalda, el vello sedoso y rojizo entre sus omóplatos, sus somnolientos bostezos, sus calientes axilas, sus piernas, su dulzura; no debo perder la cabeza... aunque, ¿acaso hay algo más natural que traer a casa a mi pequeña hijastra, tomar, al fin y al cabo, esta decisión..., acaso no han rajado a su madre? El más corriente sentido de responsabilidad, el más normal celo paterno, y, además, su propia madre me ha pedido que «cuide de la niña», ¿no? Y mientras que la otra reposa tranquilamente en el hospital, ¿podría —repito—, podría haber nada más natural que traerla aquí, para que mi pequeña no tenga que molestar absolutamente a nadie? Al propio tiempo, así estará cerca, no se sabe nunca, tenemos que estar preparados para esa eventualidad... ¿Dijeron que había sido un éxito? Mejor que mejor, el carácter de estos enfermos suele mejorar cuando comienzan la convalecencia, y si la señora decide que quiere enfurecerse, ya se lo explicaremos nosotros, se lo explicaremos, queríamos hacer lo más apropiado, quizá nos pusimos un poco nerviosos, lo admitimos, pero todo fue con la mejor...

Con jubilosas prisas, cambió las sábanas de su cama (que estaba en el que había sido el cuarto de la niña); arregló sumariamente la habitación; se dio un baño; suspendió una reunión de negocios; despidió a la asistenta; se tomó un rápido tentempié en su restaurante «de soltero»; compró abastecimientos, dátiles, jamón cocido, pan de centeno, nata batida, pasas —¿se le olvidaba alguna cosa?— y, cuando llegó a su casa, se desintegró en múltiples paquetes y comenzó a visualizar el momento en el que ella entraría por aquí y se sentaría allá, con sus rizos y su piel bronceada, enlazaría los delgados brazos desnudos a su espalda para utilizarlos de muelle y saltar otra vez; y en este momento hubo una llamada del hospital en la que se le pedía, después de todo, que pasara un momento; de camino hacia la estación se detuvo allí a regañadientes, y se enteró de que aquella persona había dejado de existir.

Al principio tuvo un ataque de furiosa decepción: aquello significaba que sus planes se habían malogrado, que le habían robado esta noche de cálida y dulce intimidad, y que cuando, tras la recepción del telegrama, llegara la niña, sería sin duda en compañía de aquella bruja y del marido de aquella bruja, y que los dos se quedarían con ellos durante una semana larga. Pero la naturaleza misma de su primera reacción, la fuerza de esta miope avalancha emocional, creó un vacío, ya que no era posible pasar inmediatamente de la vejación que su muerte había traído consigo (ya que produjo un fortuito aplazamiento), al agradecimiento que llegó a sentir luego (por el curso que, en lo fundamental, había adoptado el destino). Entretanto, ese vacío se fue llenando de una alegría preliminar, agrisadamente humana. Sentado en un banco del jardín del hospital, mientras iba calmándose poco a poco, y preparándose para los diversos pasos relativos a la organización del funeral, volvió a contemplar con tristeza de circunstancias lo que acababa de ver con sus propios ojos: la bruñida frente, las translúcidas aletas nasales con la perlada verruga a un lado, el crucifijo de ébano, todo el enjoyamiento de la muerte. Dejó despectivamente a un lado la cirugía y comenzó a pensar en lo soberbio que había sido el período que había vivido aquella persona bajo su tutela, en la circunstancial y auténtica felicidad con la que él le había permitido iluminar los últimos días de su existencia vegetativa, y una vez ahí no hacía falta más que un solo paso para felicitar al destino por la inteligencia que había demostrado con su espléndido comportamiento, o para notar en su sangre el primer y delicioso latido: el lobo solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela.

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