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Éstos rebulleron y empezaron a pincharse con el codo, pues ninguno de ellos quería revelar su preciosa incógnita.

—Ponga Gurk —dijo al fin el más valiente, señalando al soldado gordo.

—¿Puedo hacerlo? —preguntó el abacero, volviéndose prontamente a Gurk.

Obtuvieron su consentimiento, después de rogarle un poco. Despachado el salvoconducto de Krug, el abacero se colocó ahora delante de aquél. El juego de la una la mula, o el almirante de sombrero encandilado apoyando el telescopio sobre el hombro del joven marinero (el horizonte gris subiendo y bajando, una gaviota blanca cambiando de rumbo, pero sin tierra a la vista).

—Confío —dijo Krug— en que podré hacerlo tan bien como si tuviera mis gafas.

No será en la línea de puntos. Tu pluma es dura. Tu espalda es blanda. Pepino. Sécala con un hierro de marcar.

Ambos documentos pasaron de mano en mano y fueron vergonzosamente aprobados.

Krug y el abacero echaron a andar por el puente; al menos, Krug andaba: su pequeño compañero expresaba su desbordante alegría corriendo en círculos alrededor de Krug; corría en círculos cada vez más anchos, imitando una locomotora: tacata, tacata, apretados los codos a las costillas, sus pies moviéndose casi a la vez, dando pasitos a sacudidas, dobladas ligeramente las rodillas. La parodia de un niño, de mi niño.

— Stoy, chort(párate, maldito seas) —gritó Krug, empleando por primera vez aquella noche su verdadera voz. El abacero puso fin a sus evoluciones con una espiral que lo devolvió a la órbita de Krug, donde siguió el paso de éste, caminando a su lado y charlando alegremente.

—Debo disculparme —dijo— por mi comportamiento. Pero estoy seguro de que siente usted lo mismo que yo. Ha sido una verdadera ordalía. Pensaba que nunca me soltarían, y esas alusiones al estrangulamiento y al ahogamiento fueron un poco inoportunas. Buenos chicos, lo confieso, corazones de oro, pero sin civilizar..., en realidad, su único defecto. Por lo demás, convengo con usted en que son estupendos. Mientras estaba allí...

Éste es el cuarto farol, y una décima parte del puente. Pocos de ellos están encendidos.

—...Mi hermano, que está prácticamente sordo como una tapia, tiene una tienda en Teod..., perdón, en la Avenida Emrald. En realidad, somos socios, pero yo tengo un pequeño negocio propio que me tiene apartado la mayor parte del tiempo. En vista de los acontecimientos actuales, él necesita mi ayuda, como nos ocurre a todos. Tal vez pensará usted...

Farol número diez.

—...pero yo lo veo de esta manera. Desde luego, nuestro Jefe es un gran hombre, un genio, el hombre del siglo. La clase de jefazo que la gente como usted y como yo habíamos deseado siempre. Pero está amargado. Está amargado, porque durante los diez últimos años, nuestro llamado Gobierno liberal no dejó de perseguirle, de torturarle, de meterle en la cárcel en cuanto decía una palabra. Siempre recordaré, y así lo contaré a mis nietos, lo que dijo aquella vez que lo detuvieron en el gran mitin del Godeón: «Yo —dijo— nací para mandar, con la misma naturalidad con que vuelan los pájaros.» Creo que es la idea más grande que jamás se expresó en lenguaje humano, y también la más poética. Nómbreme un escritor que dijese algo parecido. Pero iré más lejos y diré...

Éste es el que hace quince. ¿O dieciséis?—...si lo miramos desde otro ángulo. Nosotros somos gente pacífica, queremos una vida tranquila, queremos que nuestros negocios marchen sobre ruedas. Queremos los placeres tranquilos de la vida. Por ejemplo, todo el mundo sabe que el mejor momento del día es cuando uno vuelve del trabajo, se desabrocha el chaleco, pone una música alegre y se sienta en su butaca predilecta, disfrutando con los chistes del periódico de la tarde o criticando a los vecinos con su mujercita. Esto es lo que entendemos por verdadera cultura, por verdadera civilización humana; cosas por las que se vertió tanta sangre y tanta tinta en la Roma antigua o en Egipto. Pero, en la actualidad, se oye decir continuamente a los tontos que, para los que son como usted o como yo, esta clase de vida ha desaparecido. No lo crea, pues no es así. Y no sólo no ha desaparecido... ¿Serán más de cuarenta? Debemos estar, como mínimo, en la mitad del puente.

—...hace falta que le diga lo que ha pasado realmente en todos estos años? Bueno, en primer lugar, nos hicieron pagar unos impuestos imposibles; en segundo lugar, todos aquellos miembros del Parlamento, a los que jamás vimos ni oímos, continuaban bebiendo cada día más champaña y acostándose con rameras cada vez más gordas. ¡Y a esto llamaban libertad! ¿Qué ocurría mientras tanto? En algún lugar del corazón de los bosques, en una cabaña de troncos, el Jefe escribía sus manifiestos, como una bestia acosada. ¡Lo que les hicieron a sus seguidores! ¡Jesús! Mi cuñado, que ha sido miembro del partido desde su juventud, me ha contado cosas horribles. Desde luego, es el hombre más inteligente que he visto en mi vida. Ya ve usted que... No; menos de la mitad.

—...usted es profesor, según tengo entendido. Bueno, profesor, desde ahora, se extiende ante usted un gran futuro. Tenemos que educar a los ignorantes, a los caprichosos, a los malos..., pero educarlos de una manera nueva. Piense en todas las monsergas que solían enseñarnos...

Piense en los millones de libros inútiles acumulados en las bibliotecas. ¡Hay que ver los libros que se imprimen! Mire, quizá no me creerá, pero una persona de confianza me dijo que, en una librería, hay un libro de al menos cien páginas enteramente dedicado a la anatomía de las chinches. O cosas en idiomas extranjeros que nadie puede leer. Y todo el dinero que se ha gastado en tonterías. Todos esos enormes museos..., una tremenda paparrucha. Hacen que uno se quede boquiabierto ante una piedra que alguien recogió en el patio de su casa. Menos libros y más sentido común: éste es mi lema. Los hombres fueron creados para vivir juntos, para hacer negocios los unos con los otros, para hablar, para cantar canciones en común, para reunirse en los clubs y en los almacenes... y en las iglesias y en los estadios los domingos... y no para estar sentados a solas, rumiando ideas peligrosas. Mi mujer tema un huésped...

El hombre del cuello de terciopelo y su chica pasaron rápidamente, con un tictac de pisadas fugitivas, sin mirar atrás.

—...cambiarlo todo. Usted enseñará a los jóvenes a contar, a pronunciar, a atar un paquete, a ser pulcros y amables, a bañarse todos los sábados, a hablar de los posibles compradores..., ¡oh!, mil cosas necesarias, todas las cosas que tienen sentido para todos. Ojalá fuese yo también maestro. Pues sostengo que todos los hombres, por humildes que sean, hasta el último pordiosero, hasta el último...

Si todos hubiesen estado encendidos, no estaría ahora tan confuso.

—...tuve que pagar una ridícula multa. ¿Y ahora? Ahora será el Estado quien me ayudará en mis negocios. Allí estará para controlar mis ganancias... ¿y qué quiere decir esto? Quiere decir que mi cuñado, que pertenece al partido y se sienta ahora en un enorme despacho, permítame decirlo, frente a una mesa grande y cubierta con un cristal, me ayudará en todo lo posible para que mis cuentas estén en regla. Ganaré más que nunca porque desde ahora, todos pertenecemos a una comunidad feliz. Todo está en familia..., una gran familia donde todos estamos ligados, bien dispuestos, y no se hacen preguntas. Porque todo el mundo tiene algún pariente en el partido. Mi hermana dice que siente muchísimo que nuestro viejo padre dejase de existir, él, que tanto temía el derramamiento de sangre. Una exageración. Yo digo que cuanto antes fusilemos a esos tipos listos que arman la de mil diablos porque unos cuantos anti -ekwilistas recibieron su merecido...

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