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Krug recibió permiso para salir del coche durante un minuto. Crystalsen, a quien no interesaba la belleza, permaneció en el automóvil, comiendo una manzana y leyendo una prolija carta particular recibida el día anterior y que aún no había tenido tiempo de hojear (incluso los hombres de acero tienen preocupaciones domésticas). Krug se detuvo ante una roca, de espaldas a los soldados. Así estuvo un largo rato, hasta que uno de los soldados observó, con una carcajada:

— Podi galonishcha dva vysvital za-noch(Creo que esta noche se ha bebido una par de galones).

Aquí tuvo ella el accidente. Krug volvió atrás, y, despacio y dolorosamente, subió al coche y se sentó al lado de Crystalsen, que seguía leyendo.

—Buenos días —murmuró este último, encogiendo el pie.

Después, levantó la cabeza, se metió apresuradamente la carta en el bolsillo y llamó a los soldados.

La carretera 76 les condujo a otro sector del llano, y pronto vieron las humeantes chimeneas de la pequeña ciudad fabril en cuyas cercanías se hallaba emplazada la famosa estación experimental. Su director era un tal doctor Hammecke: bajo, vigoroso, de poblado bigote blanco amarillento, ojos saltones y piernas como tocones. Tanto él como sus ayudantes y las enfermeras se hallaban en un estado de excitación rayano en pánico. Crystalsen les dijo que aún no sabía si iban a ser destruidos o no; esperaba, dijo, que le diesen destrucciones (quería decir «instrucciones») por teléfono (miró su reloj), a no tardar. Todos se mostraban terriblemente obsequiosos y zalameros con Krug, ofreciéndole una ducha, los servicios de una linda masseuse, una armónica requisada a un interno, un vaso de cerveza, coñac, desayuno, el periódico de la mañana, un afeitado, una baraja de naipes, un traje nuevo, cualquier cosa. Saltaba a la vista que trataban de ganar tiempo. Por último, introdujeron a Krug en una sala de proyecciones. Le dijeron que le llevarían junto a su hijo dentro de un instante (el niño dormía, le dijeron) y le preguntaron si, mientras tanto, le gustaría ver una película tomada unas horas antes. Ella demostraba, dijeron, lo sano y contento que estaba el niño.

Se sentó. Aceptó el frasco de coñac que una de las temblorosas y sonrientes enfermeras tenía levantado delante de su cara (tan asustada estaba que pretendía dárselo como biberón a un niño pequeño). El doctor Hammecke, con sus dientes postizos castañeteando como dados en su boca, dio la orden de empezar la representación. Un joven chino trajo el abriguito de David, ribeteado de piel (sí, lo reconozco, es el suyo), y lo mostró del derecho y del revés (recién lavado, sin desgarrones, ¿lo ve?) con los ágiles ademanes de un prestidigitador, para demostrar que aquí no había truco: el niño había sido realmente encontrado. Por último, con un grito parecido a un gorjeo, sacó de uno de los bolsillos un pequeño automóvil de juguete (sí, lo compramos juntos) y una sortija infantil de plata a la que faltaba la mayor parte del esmalte (sí). Después, hizo una reverencia y se retiró. Crystalsen, que estaba sentado junto a Krug en primera fila, parecía sombrío y receloso. «Un truco, un maldito truco», murmuraba una y otra vez.

Se apagaron las luces y apareció en la pantalla un rectángulo de trémula luz. Pero el zumbido de la máquina se interrumpió de pronto (pues el operario se había contagiado del nerviosismo general). En la oscuridad, el doctor Hammecke se inclinó hacia Krug y le habló en un espeso torrente de aprensión y de vaharada.

—Nos alegramos mucho de que esté con nosotros. Confiamos en que le gustará la película. En interés del silencio. Esperamos una palabra de aprobación. Hicimos cuanto pudimos.

De nuevo sonó el zumbido; apareció un rótulo boca abajo, y una vez más se detuvo el motor.

Una enfermera rió entre dientes.

—¡ Science, por favor! —dijo el médico.

Crystalsen, que empezaba a hartarse de todo aquello, se levantó rápidamente de su asiento; el desdichado Hammecke trató de retenerle, pero recibió un empellón del rudo funcionario.

Una inscripción temblorosa apareció en la pantalla: «Test 656». Se fundió para dar paso a un subtítulo: «Fiesta Nocturna en el Prado.» Enfermeras armadas, abriendo puertas. Unos internos salieron en tropel, pestañeando. «La Doctora Von Wytwyl, Directora del Experimento (No Silben, Por Favor)», decía el siguiente rótulo. A pesar del terrible apuro en que se hallaba, incluso el doctor Hammecke se permitió un ¡ja-ja! de apreciación. La señora Wytwyl, una rubia monumental, cruzó soberbiamente la pantalla, con un látigo en una mano y un cronómetro en la otra. «Observen Estas Curvas»: apareció una línea curva en una pizarra, mientras una mano con guante de goma señalaba con un puntero las situaciones climáticas y otros puntos de interés en la yarovización del ego.

«Los Pacientes Están Agrupados en la Entrada del Rosal del Recinto. Son Registrados en Busca de Armas Ocultas.» Uno de los médicos sacó una sierra de leñador de la manga del muchacho más gordo. «Mala suerte, Fatso.» Después, una colección de artículos rotulados fue mostrada en una bandeja: la susodicha sierra, un trozo de tubería de plomo, una armónica, un pedazo de cuerda, un cortaplumas de veinticuatro hojas y demás, un tira-chinas, leznas, barrenas, agujas de gramófono, una antigua hacha de guerra. «Yaciendo a la Espera.» Yacieron a la espera. «Aparece la Personita.»

Y apareció él, en la escalera de mármol brillantemente iluminada que conducía al jardín. Le acompañaba una enfermera de blanco, la cual se detuvo y le indicó que siguiese bajando él solo. David llevaba puesto su abrigo más grueso, pero sus piernas aparecían desnudas, y sus pies, calzados con zapatillas. Todo aquello duró sólo un momento: el niño levantó la cara para mirar a la enfermera, pestañeó, y sus cabellos se enredaron en un ligero rayo de luz; después, miró a su alrededor, sus ojos se encontraron con los de Krug, a quien no pareció reconocer, y bajó los pocos peldaños que quedaban. Su cara se hizo más grande, más difusa, y se desvaneció al encontrarse con la mía. La enfermera permaneció en la escalera, con una débil sonrisa, no desprovista de ternura, bailando en sus oscuros labios. «Qué Estupendo para Una Personita —decía el rótulo— Salir de Paseo en Plena Noche», y después: «¡Huy! ¿Quién es Ése?»

El doctor Hammecke tosió con fuerza, y cesó el zumbido de la máquina de proyección. Se hizo de nuevo la luz.

Quiero despertarme. ¿Dónde está él? Me moriré si no me despierto.

Rehusó los refrescos, se negó a firmar en el libro de visitantes distinguidos, se abrió paso entre personas que le cerraban el camino como si fuesen telarañas. El doctor Hammecke puso los ojos en blanco, jadeó y, llevándose una mano al doliente corazón, hizo una señal a la enfermera jefe para que acompáñasela Krug a la enfermería.

Poco queda que añadir. Crystalsen, con un enorme cigarro en la boca, estaba anotando toda la historia en una libreta que tenía apoyada en la pared amarilla, a la altura de su frente. Señaló con el pulgar la puerta A-l. Krug entró. La doctora Von Wytwyl, de soltera Bachofen (la mayor de las tres hermanas), sacudía delicadamente, casi soñadoramente, un termómetro, mientras contemplaba la cama próxima a ella, en el rincón del fondo de la estancia. Entonces, se volvió a Krug y avanzó en su dirección.

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