Y esto, gruñó Krug, ¡es lo que llamáis un modo de pensar completamente nuevo! Servios más pescado.
¿Quién habría podido creer que su poderosa mente llegase a estar tan desorganizada? En los viejos tiempos, cuando empezaba un libro, los pasajes subrayados, sus fulminantes notas escritas en los márgenes, solían surgir juntos casi automáticamente... y ya estaba a punto un nuevo ensayo, un nuevo capítulo; en cambio, ahora, era casi incapaz de levantar el pesado lápiz de la polvorienta y gruesa carpeta donde había caído al soltarlo su flaccida mano.
CAPÍTULO XV
El día cuatro buscó entre unos papeles viejos y encontró una copia de una Conferencia Henry Doyle que había pronunciado ante la Sociedad Filosófica de Washington. Releyó un pasaje que había citado, polémicamente, sobre la idea de sustancia: «Cuando un cuerpo es dulce y blanco en su totalidad, los movimientos de blancura y de dulzura se repiten en diversos lugares y entremezclan...» (Da mi basia mille.)
El día cinco, se dirigió a pie al Ministerio de Justicia y pidió una entrevista para hablar de la detención de sus amigos, pero, poco a poco, pudo averiguar que el lugar había sido transformado en hotel y que el hombre al que había tomado por un alto funcionario no era más que el jefe de los camareros.
El día ocho, estaba enseñando a David a tocar una bolita de pan con las puntas de dos dedos cruzados, para producir una especie de efecto de espejo en términos de contacto (la impresión de una segunda bolita), cuando Mariette apoyó su brazo y codo desnudos sobre su hombro y observó con interés, sin dejar de rebullir un solo instante, haciéndole cosquillas en la sien con un mechón de sus cabellos castaños y rascándose el muslo con una aguja de hacer punto.
El día diez, un estudiante llamado Phokus intentó verle, pero no fue recibido, en parte porque Krug no permitía nunca que le molestasen con cuestiones escolásticas fuera de su (de momento inexistente) oficina, y, principalmente, porque había motivos para pensar que el tal Phokus podía ser un espía del Gobierno.
En la noche del doce, soñó que estaba gozando subrepticiamente de Mariette, mientras ésta se hallaba sentada en su falda, reculando un poco, durante el ensayo de una obra en la que ella hacía el papel de su hija.
En la noche del trece, estuvo borracho.
El día quince, una voz desconocida le informó por teléfono de que Blanche Hedron, hermana de su amigo, se había fugado al extranjero y estaba sana y salva en Budafok, lugar situado, por lo visto, en alguna parte de la Europa central.
El diecisiete, recibió una carta muy curiosa.
«Distinguido señor: un agente mío en el extranjero ha sido informado por dos amigos de usted, los señores Berenz y Marbel de que desea usted adquirir una reproducción de la obra maestra de Turok, " La Escapada". Si se toma usted la molestia de visitar mi tienda ("Brikabrak", calle Dimmerlamp, 14) el lunes, martes o viernes, a eso de las cinco de la tarde, podremos discutir la posibilidad de su...» Una gran mancha de tinta eclipsaba el final de la frase. La carta estaba firmada por «Pedro Quist, Antigüedades».
Después de un prolongado estudio de un plano de la ciudad, descubrió la calle en el sector noroccidental. Dejó la lupa y se quitó las gafas. Chascando ligeramente la lengua, como solía hacer en tales ocasiones, volvió a calarse las gafas, cogió la lupa y trató de averiguar si alguna de las líneas de autobús (marcadas en rojo) llevaba hasta allí. Sí, había una. En un destello casual, y sin ningún motivo, recordó la manera que tenía Olga de levantar la ceja izquierda cuando se miraba al espejo.
¿Ocurre esto a todo el mundo? Una cara, una frase, un paisaje, una burbuja de aire del pasado se eleva de pronto como soltada de una celda del cerebro por el hijo pequeño del alcaide de la cabeza, mientras la mente está ocupada en un asunto completamente diferente. Algo parecido a lo que sucede inmediatamente antes de quedarse uno dormido, cuando lo que cree que está pensando no es en modo alguno lo que piensa. O cuando un tren de ideas alcanza a otro que discurre paralelamente. En el exterior, los mellados filos del aire tenían un matiz de primavera, aunque el año acababa de empezar.
Una divertida y nueva ley exigía que toda persona que tomase un autobús mostrase su pasaporte y, además, entregase al conductor una fotografía firmada y numerada. La operación de comprobar si la foto, la firma y el número, coincidían con los del pasaporte, era bastante prolija. También se había decretado que, si un pasajero no tenía el importe exacto del billete (17 1/3 céntimos por milla), el exceso que pagase le sería rembolsado en una lejana oficina de Correos, a condición de que ocupase su sitio en la cola dentro de las treinta y tres horas siguientes al momento de apearse del autobús. La escritura y el sellado de recibos por el atribulado conductor ocasionaban mayores demoras; y como, según el mismo decreto, el autobús sólo se detenía en las paradas en que querían apearse no menos de tres pasajeros, una gran confusión venía a sumarse a los retrasos. Pero, a pesar de todas estas medidas, los autobuses iban singularmente llenos en aquellos días.
Sin embargo, Krug consiguió llegar a su destino: junto con dos jóvenes a los que había sobornado (diez coronas a cada uno) para formar el necesario trío, se apeó exactamente en el sitio donde pensaba hacerlo. Sus dos compañeros (que confesaron ingenuamente que se ganaban la vida con esto) tomaron inmediatamente un tranvía en marcha (cuyos reglamentos eran aún más complicados).
Había oscurecido durante el trayecto, y el retorcido callejón acreditaba su nombre. Krug se sentía excitado, inseguro, aprensivo. Veía la posibilidad de escapar de Padukgrado a un país extranjero como una especie de retorno a su propio pasado, porque, en el pasado, su país había sido libre. Dado que el espacio y el tiempo eran una sola cosa, la huida y el regreso se hacían intercambiables. El peculiar carácter del pasado (felicidad no valorada en su tiempo, los ígneos cabellos de Olga, su voz leyendo cosas de animalitos humanizados a su hijo) daba la impresión de que podía remplazarse o al menos ser imitado por el carácter de un país donde su hijo pudiese crecer en seguridad, libertad y paz (una larga, larguísima, playa salpicada de cuerpos, una miel soleada y el satén latino de ella..., anuncio de ¡algún producto americano visto en alguna parte, recordado de algún modo). Dios mío, pensó, que j'ai été veule, esto tenía que haberlo hecho hace ya meses; mi pobre amigo tenía razón. La calle parecía estar llena de tiendas de libros y de pequeñas y oscuras tabernas. Aquí era. Cuadros de pájaros y flores, libros viejos, un gato de porcelana con manchas regularmente distribuidas. Entró.
El dueño de la tienda, Pedro Quist, era un hombre de edad madura, cara morena, nariz aplastada, bigote negro y recortado, y cabellos negros y ondulados. Vestía sencillamente pero con pulcritud; un traje de verano, lavable, a rayas azules y blancas. Al entrar Krug, se estaba despidiendo de una señora anciana, que llevaba un anticuado boa gris alrededor del cuello. Miró agudamente a Krug y, después, se dejó la voilettey salió.