—Todavía están luchando —dijo—...oscura y peligrosa.
La ciudad está a oscuras, las calles son peligrosas. En realidad, debería pasar aquí la noche... En una cama del hospital ( gospitalisha kruvka) —de nuevo aquel acento de las tierras pantanosas, y él se sintió como un pesado cuervo ( kruv) volando contra el ocaso—. Por favor. O al menos podría esperar al doctor Krug, que tiene coche.
—No es pariente mío —dijo él—. Pura coincidencia.
—Lo sé —dijo ella—, pero, en todo caso, usted no debería no debería no debería —(la palabra siguió rodando, como si hubiese gastado su sentido).
—Tengo un salvoconducto. —dijo él.
Y, abriendo su cartera, consiguió desplegar el papel en cuestión con dedos temblorosos. Tenía unos dedos gruesos y (veamos) chapuceros (esto es) que siempre temblaban ligeramente. Chupaba metódicamente el interior de sus mejillas, y éstas chascaban también ligeramente, cuando desplegaba algo. Krug —pues éste era el hombre— mostró a la mujer el borroso papel. Era un hombrón cansado, que andaba algo encorvado.
—Esto no le servirá de nada —gimió ella—. Una bala perdida puede alcanzarle.
(Como puede verse, la buena mujer pensaba que las balas estaban todavía flukhtung en la noche, como restos meteóricos del tiroteo terminado hacía tiempo.)
—No me interesa la política —dijo él—. Y sólo tengo que cruzar el río. Un amigo mío vendrá a arreglar las cosas mañana por la mañana.
Dio una palmada en el codo de la mujer y siguió su camino.
Cedió, con todo el placer que podía haber en el acto, a la suave y cálida presión de las lágrimas. Pero la sensación de alivio duró poco, pues, en cuanto las dejó fluir, se volvieron atrozmente cálidas y abundantes, hasta el punto de cortarle la visión y la respiración. Caminó a través de una niebla espasmódica por la empedrada calle de Omigod, en dirección al malecón. Trató de aclararse la garganta, pero esto sólo provocó otro sollozo entrecortado. Ahora lamentaba haber cedido a aquella tentación, pues ya no podía dejar de ceder y el hombre palpitante que llevaba dentro estaba empapado. Como de costumbre, distinguió entre el hombre tembloroso y el que miraba hacia delante: miraba hacia delante con interés, con simpatía, con un suspiro o con blanda sorpresa. Ésta era la última fortaleza de un dualismo que aborrecía. La raíz cuadrada de uno es uno. Notas marginales, recordatorios. El desconocido observando en silencio los torrentes de dolor local desde una orilla abstracta. Una figura familiar, aunque anónima y solitaria. Me vio llorar cuando yo tenía diez años y me condujo a un espejo, en una habitación no utilizada (con una jaula de loro vacía en el rincón), de modo que pudiese estudiar mi cara deshecha. Me había escuchado, arqueando las cejas, cuando yo decía cosas que no hubiese debido decir. En todas las máscaras que yo probaba, había rendijas para sus ojos. Incluso en todos los momentos en que me mecía la convulsión más apreciada por los hombres. Mi salvador. Mi testigo. Y ahora buscó Klug el pañuelo, que era una confusa burbuja blanca en las profundidades de su noche particular. Habiéndolo sacado al fin de un laberinto de bolsillos, restregó y enjugó el oscuro cielo y las casas amorfas; y entonces vio que se acercaba al puente.
Otras noches, solía haber una hilera de luces ligeramente cantarínas, una incandescencia métrica que cada paso escandía y prolongaba con reflejos sobre el agua negra y serpenteante. Esta noche sólo había un resplandor difuso en el punto en que un Neptuno de granito se erguía sobre su cuadrada roca, la cual continuaba como parapeto, el cual se perdía entre la niebla. Al acercarse Krug, arrastrando regularmente los pies, dos soldados ekwilistas le cerraron el paso. Otros acechaban en los alrededores, y, cuando una linterna se movió, con arrogancia, para escrutarle, Krug descubrió a un hombrecillo vestido de meshchaniner(pequeño burgués) que, cruzado de brazos, esbozaba una sonrisa enfermiza. Los soldados (curiosamente, ambos tenían la cara picada de viruela) pedían, según comprendió Krug, su documentación (la de Krug). Mientras buscaba desmañadamente el salvoconducto, le dijeron que se diese prisa y mencionaron una breve aventura amorosa que habían tenido, o que tendrían, o que le invitaban a tener con su madre.
—Dudo —dijo Krug, mientras seguía hurgando en sus bolsillos— de que estas fantasías que surgieron como gorgojos de antiguos tabúes pudiesen transformarse realmente en actos, y esto por varias razones. Aquí está (casi se me cayó cuando hablaba con la huérfana..., quiero decir, la enfermera).
Lo agarraron como si hubiese sido un billete de cien coronas. Mientras sometían el salvoconducto a una minuciosa inspección, él se sonó la nariz y empezó a meter despacio el pañuelo en el bolsillo izquierdo de su abrigo, pero lo pensó mejor y lo pasó al bolsillo derecho del pantalón.
—¿Qué es esto? —preguntó el más gordo de los dos, señalando una palabra con la uña del pulgar aplicado sobre el papel.
Krug, calándose las gafas para leer, miró por encima de la cabeza del hombre.
—Universidad —contestó—. Un lugar donde enseñan cosas. Nada importante.
—No; esto —dijo el soldado.
—¡Oh! «Filosofía». Usted ya sabe. Cuando trata de imaginar un mirok (pequeña patata rosada) sin la menor referencia a cualquiera de lo que ha comido o comerá.
Hizo un vago ademán con las gafas y las deslizó en su rincón de lectura (bolsillo de la chaqueta).
—¿Adónde va? ¿Por qué está haraganeando cerca del puente? —preguntó el soldado gordo, mientras su compañero trataba a su vez de descifrar el salvoconducto.
—Todo tiene explicación —respondió Krug—. Desde hace unos diez días, he ido todas las mañanas al «Hospital Prinzin». Asunto particular. Ayer, mis amigos me dieron este documento, porque pensaron que el puente estaría vigilado después de anochecer. Mi casa está en el lado sur. Hoy regreso a ella más tarde que de costumbre.
—¿Paciente o doctor? —preguntó el soldado más flaco.
—Permitan que les lea lo que dice este papel —replicó Krug, alargando una mano solícita.
—Léalo y yo lo sostendré —dijo el flaco, sosteniendo el papel cabeza abajo.
—La inversión —dijo Krug— no me preocupa, pero necesito mis gafas.
Y volvió a la acostumbrada pesadilla del abrigo, la chaqueta, los bolsillos del pantalón, y encontró un estuche de gafas vacío. Se dispuso a continuar la búsqueda.
—¡Manos arriba! —gritó el soldado gordo, con histérica brusquedad.
Krug obedeció, sosteniendo el estuche en alto.
La parte izquierda de la luna estaba tan sombreada que resultaba casi invisible en la charca de claro pero oscuro éter a través de la cual parecía navegar rápidamente, ilusión debida al movimiento en dirección a la luna de unas nubéculas de chinchilla; en cambio, la parte derecha, un lado o mejilla algo porosa pero bien empolvada con talco, permanecía vivamente iluminada por el resplandor, aparentemente artificial, de un sol invisible. Un efecto de conjunto muy notable.