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—Encontraré alguna manera de quejarme de estas monstruosas intrusiones —gruñó Krug—. Esto no puede seguir así. Como en el caso de aquella pareja de ancianos completamente inofensivos, ambos delicados de salud. Un día se arrepentirán.

—Acaba de ocurrírseme —observó Hustav a su linda compañera, mientras recorrían el piso siguiendo a Krug— que el coronel tenía una copa de más cuando nos separamos de él, y que dudo de que tu hermanita siga siendo la misma cuando volvamos.

—El chiste que contó sobre los dos marineros y el barbok(especie de pastel con un agujero en el centro para mantequilla fundida) me pareció muy divertido —dijo la dama—. Tienes que contárselo al señor Ember; es escritor y podría utilizarlo en su próximo libro.

—Bueno, hablando de esto, tu linda boquita... —empezó a decir Hustav; pero habían llegado ya a la puerta del dormitorio y la dama se quedó esperando mientras Huslav, metiendo de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón, entraba vivamente detrás de Krug.

El criado estaba retirando una mida (mesita con incrustaciones) del lado de la cama. Ember examinaba su campanilla por medio de un espejo de mano.

—Este idiota viene a detenerte —dijo Krug, en inglés.

Hustav, que, con silenciosa inclinación, saludaba a Ember desde la puerta, frunció de pronto el ceño y miró a Krug con recelo.

—Debe tratarse de una equivocación —dijo Ember—. ¿Por qué tendrían que detenerme?

— Heraus, Mensch, marsch—dijo Hustav al criado, y, cuando éste hubo salido—: No estamos en una aula, profesor —dijo, volviéndose a Krug—; por consiguiente, hable de manera que todos podamos entenderle. En otra ocasión, tal vez le pida que me enseñe el danés o el alemán; pero, en este momento, estoy cumpliendo un deber que tal vez nos resulta, a la señorita Bachofen y a mí, tan desagradable como a ustedes. Debo, pues, hacerles observar que, a pesar de que no me disgusta hacer un poco de broma...

—Un momento, un momento —exclamó Ember—. Ya sé de qué se trata. Esto se debe a que no abrí mis ventanas cuando sonaron ayer los altavoces. Pero puedo explicarlo... Mi médico certificará que estaba enfermo. Bueno, Adam, no debes preocuparte.

Mientras volvía el criado de Ember, con varias prendas de vestir dobladas sobre el brazo, llegó desde el salón el sonido de unas notas arrancadas por un dedo ocioso al frío piano. La cara del hombre tenía ahora color de carne de ternera, y evitó mirar a Hustav. Ante la exclamación de sorpresa de su amo, dijo que la dama que estaba en el salón le había dicho que vistiese a Ember inmediatamente si no quería que le pegasen un tiro.

—Pero esto es ridículo —gritó Ember—. No puedo vestirme así como así. Tengo que bañarme primero, y afeitarme.

—Hay barbero en el tranquilo lugar adonde le llevaremos —dijo el amable Hustav—. Vamos, levántese y no sea desobediente.

(¿Qué pasaría si contestase «no»?)

—No me vestiré si siguen todos mirándome —dijo Ember.

—No le miramos —dijo Hustav.

Krug salió de la habitación y pasó junto al piano para dirigirse al estudio. La señorita Bachofen se levantó del taburete del piano y con pasos ágiles le alcanzó.

— Ich wül etwas sagen(quiero decirle algo) —dijo, apoyando una mano delicada en la manga de él—. Hace un momento, mientras hablábamos, tuve la impresión de que pensaba usted que Hustav y yo éramos un par de jóvenes bastante absurdos. Pero él es así, ¿sabe?, siempre gastando witze(bromas) y pinchándome, y yo no soy la clase de chica que usted podría pensar.

—Estas chucherías —dijo Krug, tocando un estante al pasar junto a él— no tienen ningún valor especial, pero él las aprecia mucho. Si por casualidad se ha metido usted en el bolso un pequeño buho de porcelana, que no veo por aquí...

—Profesor, nosotros no somos ladrones —dijo ella, con voz muy tranquila, y cualquiera que la hubiese oído sin avergonzarse por el mal pensamiento de Krug habría debido tener el corazón de piedra; tal era la actitud de aquella rubia de estrechas caderas y simétricos pechos que subían y bajaban debajo de la escarolada blusa de seda blanca.

Él se acercó al teléfono y marcó el número de Hedron. Hedron no estaba en casa. Habló con su hermana. Entonces se dio cuenta de que se había sentado sobre el sombrero de Hustav. La muchacha se acercó de nuevo a él y abrió su bolso blanco, para mostrarle que no había birlado nada que tuviese verdadero valor material o sentimental.

—Y puede usted registrarme —dijo, desafiadora, desabrochándose la chaqueta—. A condición de que no me haga cosquillas —añadió la inocente y sudorosa alemanita.

Él volvió al dormitorio. Hustav, junto a la ventana, estaba hojeando una enciclopedia en busca de palabras excitantes que empezasen por M y V. Ember estaba a medio vestir, con una corbata amarilla en la mano.

— Et voilà... et me voici... —dijo, en tono infantil y plañidero—. Un pauvre bonhomme qu'on traine en prison. ¡Oh! ¡No quiero ir en modo algunol ¿No podemos hacer nada, Adam? ¡Piensa algo, por favor! Je suis souffrant, je suis en détresse. Si empiezan a torturarme, soy capaz de confesar que he estado preparando un coup d'état.

El criado, que se llamaba o se había llamado Iván, castañeteando los dientes y con los ojos medio cerados, ayudó a su amo a ponerse la chaqueta.

—¿Puedo entrar ya? —preguntó la señorita Bachofen, con una especie de timidez musical.

Y entró despacio, meneando las caderas.

—Abra bien los ojos, señor Ember —exclamó Hustav—. Quiero que admire a la dama que se ha dignado honrar su casa con su presencia.

—Eres incorregible —murmuró la señorita Bachofen, con sesgada sonrisa.

—Siéntate, querida. En la cama. Siéntese, señor Ember. Siéntese, profesor. Un momento de silencio. La poesía y la filosofía deben cavilar, mientras la belleza y la fuerza... Su departamento tiene buena calefacción, señor Ember. Verán, si estuviese completamente, completamente seguro de que ustedes dos no se harían matar por los hombres que hay afuera, les pediría que saliesen de la habitación, para que la señorita Bachofen y yo pudiésemos celebrar en ella una animada conferencia de negocios. Me hace verdadera falta.

—No, Liebling, no —dijo la señorita Bachofen—. Salgamos de aquí. Estoy harta de este lugar. Lo haremos en casa, cariño.

—Creo que este sitio es muy hermoso —murmuró Hustav, en tono de reproche.

— II est saoul—dijo Ember.

—En realidad, estos espejos y estas alfombras sugieren ciertas tremendas sensaciones orientales que no puedo resistir.

— II est complétement saoul—dijo Ember, y se echó a llorar.

La linda señorita Bachofen asió firmemente del brazo a su amiguito, y después de algunos arrumacos, consiguió que condujese a Ember hasta el negro coche de la Policía que les estaba esperando. Cuando se hubieron marchado, Iván se puso histérico, sacó una vieja bicicleta del desván, la bajó a la calle y se alejó pedaleando. Krug cerró el piso con llave y se dirigió despacio a su casa.

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