Dos años antes de estos acontecimientos, su padre había entrado en relación con Fradrik Skotoma, de patético renombre. El viejo iconoclasta, según gustaba de ser llamado, iba cayendo en aquel entonces en una neblinosa senectud. Con su boca húmeda y de un rojo brillante, y sus sedosas patillas blancas, había empezado a parecer, si no respetable, al menos inofensivo, y su encogido cuerpo había adquirido un aspecto tan sutil que las matronas de su oscuro barrio, al verle arrastrar los pies, envuelto en el halo fluorescente de su ñoñez, sentíanse casi arrulladoras y le compraban cerezas y pasteles calientes de pasas y los chillones calcetines que llevaba. La gente que, en su juventud, se había sentido conmovida por sus escritos, había olvidado hacía tiempo aquel alud de folletos insidiosos y confundía la brevedad de su propio recuerdo con la abreviación de la existencia objetiva de aquel hombre, de modo que fruncía el ceño con incredulidad si le decían que Skotoma, el enfant terrible de los sesenta, estaba aún con vida. El propio Skotoma, a sus ochenta y cinco años, tendía a considerar su tumultuoso pasado como una fase preliminar muy inferior a su actual período filosófico, pues, como era natural, veía su decadencia como una madurez y una apoteosis, y estaba completamente seguro de que el vago tratado que había hecho imprimir a Paduk, padre, sería reconocido como una obra inmortal.
Expresaba su nuevo concepto de la Humanidad con la solemnidad debida a un tremendo descubrimiento. En todo nivel dado de tiempo en el mundo, había, según él, cierta cantidad mensurable de conciencia humana, distribuida entre toda la población mundial. Esta distribución era desigual, y aquí estaba la raíz de todos nuestros males. Los seres humanos, decía, eran otros tantos recipientes que contenían porciones desiguales de esta conciencia esencialmente uniforme. Sin embargo, sostenía que era perfectamente posible regular la capacidad de los recipientes humanos. Si, por ejemplo, una determinada cantidad de agua estaba contenida en un número dado de botellas heterogéneas —botellas de vino, frascos y redomas de diferentes formas y tamaños, y todos los frasquitos de esencia, de cristal o de oro, que se reflejaban en el espejo de la mujer—, la distribución del líquido sería desigual e injusta, pero podía convertirse en igual y justa, bien graduando los contenidos, bien eliminando los recipientes de fantasía y adoptando un tamaño fijo. Introdujo la idea de equilibrio, como base de la felicidad universal, y llamó «Ekwilismo» a su teoría. Sostenía que ésta era absolutamente nueva. Cierto que el socialismo había predicado la uniformidad en un plano económico, y que la religión había prometido lo mismo en términos espirituales. Pero el economista no había comprendido que era imposible realizar con éxito la nivelación de la riqueza, y que esto no podía tener reales consecuencias, mientras existiesen individuos más inteligentes o de más brío que otros; y, de manera parecida, el sacerdote no había advertido cuán inútil resultaba su promesa metafísica ante los favorecidos (hombres geniales, cazadores de caza mayor, jugadores de ajedrez, amantes prodigiosamente vigorosos y versátiles, mujeres radiantes que se quitan el collar después del baile), para quienes este mundo era un paraíso en sí mismo y que siempre estarían un poco por encima de los demás, a pesar de lo que pudiese ocurrirle a cada cual en el crisol de la eternidad. E incluso, decía Skotoma, si los últimos habían de ser los primeros y viceversa, imaginaos la sonrisa bonachona del ci-devantWilliam Shakespeare al ver a un ex escritor de comedias irremediablemente malas surgir como Poeta Laureado de los cielos. Es importante observar que, así como sugería una remodelación de los individuos humanos de acuerdo con una pauta bien equilibrada, el autor se abstenía prudentemente de explicar, tanto el método práctico a emplear como la clase de persona o de personas a quienes correspondería planear y dirigir la operación. Se contentaba con repetir, a lo largo de todo su libro, que la diferencia entre la más soberbia inteligencia y la más humilde estupidez dependía enteramente del grado de «conciencia del mundo» condensada en tal o cual individuo. Parecía pensar que su redistribución y regulación se produciría automáticamente, en cuanto sus lectores percibiesen la verdad de su aserto principal. También hay que observar que el buen utopista consideraba todo el brumoso mundo azul y no sólo su propio país, morbosamente consciente de sí mismo. Murió poco después de publicarse su tratado, y se evitó con ello el desengaño de ver su vago y benévolo ekwilismotransformado (aunque conservando su nombre) en una violenta y virulenta doctrina política, una doctrina que se proponía imponer la uniformidad espiritual en su país natal, por medio del sector más uniformado de sus habitantes, a saber, el Ejército, bajo la supervisión de un Estado inflado y peligrosamente divinizado.
Cuando el joven Paduk fundó el Partido del Hombre Común, inspirado en el libro de Skotoma, La Metamorfosis del ekwilismoacababa de empezar, y los frustrados muchachos que dirigían aquellas lúgubres reuniones en un aula maloliente estaban aún buscando a tientas los medios de hacer que el contenido del recipiente humano se adaptase a una escala uniforme. Aquel año, un político corrompido había sido asesinado por un estudiante de instituto llamado Emrald (no Amrald, como suele, erróneamente, pronunciarse su nombre en el extranjero), el cual, en el juicio, salió desatinadamente con un poema compuesto por él mismo, una pieza de mellada y neurótica retórica en la que encomiaba a Skotoma porque éste...
...nos enseñó a adorar al Hombre Común, y nos mostró que ningún árbol puede existir sin un bosque, ningún músico, sin una orquesta, ninguna ola, sin un océano, ninguna vida, sin la muerte.
Desde luego, el pobre Skotoma no había dicho nada de esto; pero este poema fue cantado ahora, con música de «Vstra mará, donjet domra» (una cantilena popular que ensalzaba las propiedades embriagadoras del vino de uva espina) por Paduk y sus amigos, para convertirse más tarde en una pieza clásica ekwilista. En aquellos tiempos, un periódico descaradamente burgués publicaba una historieta en la que se describía la vida hogareña del Señor y la Señora Etermon (Todo-el-Mundo). Con humor convencional y una simpatía rayana en la obscenidad, el Señor Etermon y su mujercita eran seguidos del salón a la cocina y del jardín al desván, a través de todas las fases mencionables de su existencia cotidiana, la cual, a pesar de la presencia de cómodos sillones y de toda clase de adminículos eléctricos y de una cosa singular (el coche), no se diferenciaba esencialmente de la vida de una pareja de Neandertal. El Señor Etermon, que hacía la siesta en el diván o se deslizaba en la cocina para oler con erótica avidez el sibilante estofado, representaba, con absoluta inconsciencia, la viva negación de la inmortalidad individual, ya que todo su hábito era un callejón sin salida, con nada en él capaz o digno de trascender la condición mortal. Sin embargo, tampoco podía uno imaginarse a Etermon muriéndose de veras, no sólo porque las normas del humor amable prohibían que fuese mostrado en el lecho de muerte, sino también porque ni un solo detalle de la escena (ni siquiera cuando jugaba al póquer con agentes de seguros de vida) sugería el hecho de una muerte absolutamente inevitable; de modo que, en un sentido, Etermon, que personificaba la refutación de la inmortalidad, era él mismo inmortal, y, en otro sentido, no podía esperar el goce de ninguna clase de vida ulterior, simplemente porque le era negada la elemental comodidad de una cámara mortuoria en su, por lo demás, bien distribuido hogar. Dentro de los límites de esta existencia hermética, la joven pareja era tan feliz como debía serlo cualquier joven pareja: una salida para ir al cine, una subida del salario, una golosina cualquiera para la cena —la vida estaba llena de estas y parecidas delicias, mientras que lo peor que podía sucederle a uno era el tradicional golpe en el pulgar con el martillo tradicional o equivocar la fecha del cumpleaños del jefe. Carteles de Etermon lo presentaban fumando la marca de cigarrillos que fumaban millones de personas, y millones de personas no podían estar equivocadas, y se presumía que cada Etermon se imaginaba a todos los otros Etermon, hasta el presidente del Estado, que acababa de sustituir al triste e impasible Teodoro el último, regresando, después de la jornada de oficina, a las delicias culinarias (ricas) y conyugales (pobres) del hogar de Etermon. Stokoma, completamente aparte de las seniles divagaciones de su «ekwilismo» (e incluso éstas implicaban algún drástico cambio, cierto descontento con las condiciones existentes), había considerado al que llamaba «pequeño burgués» con la ira del anarquismo ortodoxo y se habría horrorizado, lo mismo que el terrorista Emrald, de haber sabido que un grupo de jóvenes veneraba el ekwilismoen la forma de un Señor Etermon nacido de una historieta. Sin embargo, Stokoma había sido víctima de una ilusión muy corriente: su «pequeño burgués» existía solamente como un marbete impreso en un archivador vacío (el iconoclasta, como la mayoría de los de su clase, sólo se fijaba en las generalizaciones y era incapaz de observar, por ejemplo, el papel de la pared en una habitación cualquiera, o de hablar inteligentemente con un niño). En realidad, y con un poco de perspicacia, se podían aprender muchas cosas curiosas sobre los Etermon, cosas que los hacían diferentes los unos de los otros, que no podía decirse que Etermon existiese, salvo como personaje fugaz de un dibujante de historietas. Súbitamente transfigurado, echando chispas por los entornados ojos, el Señor Etermon (a quien acabamos de ver trajinando mansamente en la casa) se encierra en el cuarto de baño con su premio, un premio que preferimos no nombrar; otro Etermon, inmediatamente después de salir de su mugrienta oficina, se desliza en el silencio de una gran biblioteca para deleitarse con unos mapas antiguos de los que nunca hablará en casa; un tercer Etermon discute con la esposa de un cuarto Etermon sobre el futuro de un hijo que ella le trajo en secreto cuando su marido (ahora reposando en su sillón del hogar) combatía en una selva remota, donde vio, a su vez, mariposas del tamaño de un abanico abierto y árboles en los que palpitaban rítmicamente, por la noche, innumerables luciérnagas. No; los recipientes uniformes no son tan simples como parecen: son aparatos de ilusionista, y nadie, ni siquiera el propio mago, sabe realmente la esencia ni la cantidad de lo que contiene.