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- Entonces, todo va bien.

- Sí -concluyó Agustín-. Pero me gustaría que fuese para hoy.

- A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.

- ¿Crees que va a ser la cosa dura?

- Puede que sí.

- Pero estás ahora muy contento, inglés.

- Sí.

- Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.

- ¿Sabes por qué?

- No.

- Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.

- ¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.

- Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.

Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.

- Para mí, esto no tiene nada de trágico -estaba diciendo Agustín-. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.

- Cállate -dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.

- ¿Qué pasa? -preguntó.

Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.

Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.

- Están peleando en el campamento del Sordo -dijo Robert Jordan.

- Vamos a ayudarlos -dijo Agustín-. Reúne a la gente… Vámonos.

- No -dijo Robert Jordan-. Hay que quedarse aquí.

Capítulo veinticinco

Robert Jordan levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió señalando, llevandose la mano a la oreja y volviendo a señalar insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.

- Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando hayan llegado a esas matas -le indicó Robert Jordan-. ¿Entiendes?

- Sí, pero…

- Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.

A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:

- Viejo, quédate aquí con Agustín y la ametralladora. -Hablaba tranquilamente, sin prisa.- No debe disparar, a menos que la caballería se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar, sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.

- Bueno -contestó el viejo-. ¿Y La Granja?

- Luego.

Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:

- Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?

- Nada -contestó Robert Jordan.

Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante, al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve, en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.

- Tenemos que ayudarlos -dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.

- Es imposible -le dijo Robert Jordan-. Me lo estaba temiendo desde esta mañana.

- ¿Qué dices?

- Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido las huellas.

- Pero hay que ir a ayudarlos -insistió Primitivo-. No se les puede dejar solos de esta manera. Son nuestros camaradas.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

- No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.

- Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la tuya. Así podrían ser ayudados.

- Escucha -dijo Robert Jordan.

- Eso es lo que escucho -dijo Primitivo.

Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar de ametralladora.

- Están perdidos -dijo Robert Jordan-. Estuvieron perdidos desde el momento en que la nieve cesó. Si vamos nosotros, nos veremos perdidos también. No podemos dividir las pocas fuerzas que tenemos.

Una pelambre gris cubría la mandíbula, el labio superior y el cuello de Primitivo. El resto de su cara era de un moreno apagado, con la nariz rota y aplastada y los ojos grises, muy hundidos; mientras le miraba, Robert Jordan vio que le temblaban los pelos grises en las comisuras de los labios y en los músculos del cuello.

- Oye -dijo-, eso es una matanza.

- Sí, están cercados en la hondonada -dijo Robert Jordan-; pero quizás hayan podido escapar algunos.

- Si fuéramos ahora podríamos atacarlos por la espalda -dijo Primitivo-. Vamos los cuatro con los caballos.

- ¿Y luego? ¿Qué pasará cuando los hayas atacado por detrás?

- Nos uniremos al Sordo.

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