- Nunca te he oído hablar tanto -dijo Pilar-. ¿Ha sido esto? -y levantó el vaso.
- No -dijo el Sordo, negando con la cabeza-. No ha sido el whisky. Ha sido porque nunca tuve tantas cosas de que hablar como hoy.
- Le agradezco su ayuda y su lealtad -dijo Robert Jordan-; me doy cuenta de las dificultades que origino exigiendo que el puente sea volado en ese momento.
- No hablemos de eso -dijo el Sordo-. Estamos aquí para hacer lo que se pueda. Pero la cosa es peliaguda.
- Sobre el papel, sin embargo, es muy sencilla -dijo Robert Jordan sonriendo-. Sobre el papel, el puente tiene que saltar en el momento en que comience el ataque, de modo que no pueda llegar nada por la carretera. Es muy sencillo.
- Que nos hagan hacer alguna cosa sobre el papel -dijo el Sordo-, que inventen y realicen algo sobre el papel.
- El papel no sangra -dijo Robert Jordan, citando el proverbio.
- Pero es muy útil -dijo Pilar-; es muy útil. Lo que me gustaría a mí valerme de tus órdenes para ir al retrete.
- A mí, también -dijo Robert Jordan-; pero no es así como se gana una guerra.
- No -dijo la mujerona-; supongo que no. Pero ¿sabes lo que me gustaría?
- Ir a la República -contestó el Sordo. Había acercado su oreja sana a la mujer mientras hablaba-. Ya irás, mujer. Deja que ganemos la guerra y todo será la República.
- Muy bien -contestó Pilar-; y ahora, por el amor de Dios, comamos.
Capítulo doce
Después de haber comido salieron del refugio del Sordo y comenzaron a descender por la senda. El Sordo los acompaño hasta el puesto de más abajo. -Salud -dijo-. Hasta la noche.
- Salud, camarada -dijo Robert Jordan, y los tres siguieron bajando por el camino mientras el viejo, parado, los seguía con la mirada. María se volvió y agitó la mano. El Sordo agitó la suya, haciendo con el brazo ese ademán rápido que al estilo español quiere ser un saludo, aunque más bien parece la manera de arrojar una piedra a lo lejos; algo así como si en lugar de saludar se quisiera zanjar de golpe un asunto. Durante la comida el Sordo no se había desabrochado su chaqueta de piel de cordero y se había comportado con una cortesía exquisita, teniendo cuidado de volver la cabeza para escuchar cuando se le hablaba, y volviendo a utilizar aquel español entrecortado para preguntar a Robert Jordan sobre la situación de la República cortésmente; pero estaba claro que deseaba verse libre de ellos cuanto antes.
Al marcharse, Pilar le había dicho:
- ¿Qué te pasa, Santiago?
- Nada, mujer -había respondido el Sordo-. Todo está muy bien; pero estoy pensando.
- Yo también -había dicho Pilar.
Y ahora que seguían bajando por el sendero, bajada fácil y agradable por entre los pinos, por la misma pendiente que habían subido con tanto esfuerzo unas horas antes, Pilar mantenía la boca cerrada. Robert Jordan y María callaban también, de manera que anduvieron rápidamente hasta el lugar en que la senda descendía de golpe, saliendo del valle arbolado para adentrarse luego en el monte y alcanzar por fin el prado de la meseta.
Hacía calor aquella tarde de fin de mayo, y a mitad de camino de la última grada rocosa, la mujer se detuvo. Robert Jordan la imitó y al volverse vio el sudor perlar la frente de Pilar. Su moreno rostro se le antojó pálido, la piel floja y vio que grandes ojeras negras se dibujaban bajo sus ojos. -Descansemos un rato -dijo-; vamos demasiado de prisa.
- No -dijo ella-, continuemos.
- Descansa, Pilar -dijo María-; tienes mala cara.
- Cállate -dijo la mujer-; nadie te ha pedido tu opinión.
Empezó a subir rápidamente por el sendero, pero llegó al final sin alientos y no cabía ya duda sobre la palidez de su rostro sudoroso.
- Siéntate, Pilar -dijo María-; te lo ruego; siéntate, por favor.
- Está bien -dijo Pilar.
Se sentaron los tres debajo de un pino y miraron por encima de la pradera las cimas que parecían surgir de entre las curvas de los valles cubiertos de una nieve que brillaba al sol hermosamente en aquel comienzo de la tarde.
- ¡Qué condenada nieve y qué bonita es de mirar! -dijo Pilar-. Hace pensar en no sé qué la nieve. -Se volvió hacia María y dijo:- Siento mucho haber sido tan brusca contigo, guapa. No sé qué me pasa hoy. Estoy de malas.
- No hago caso de lo que dices cuando estás enfadada -contestó María-, y estás enfadada con mucha frecuencia.
- No, esto es peor que un enfado -dijo Pilar, mirando hacia las cumbres.
- No te encuentras bien -dijo María.
- No es tampoco eso -dijo la mujer-. Ven aquí, guapa, pon la cabeza en mi regazo.
María se acercó a ella, puso los brazos debajo como se hace cuando se duerme sin almohada y apoyó la cabeza en el regazo de Pilar. Luego volvió la cara hacia ella y le sonrió, pero la mujerona miraba por encima de las praderas hacia las montañas. Se puso a acariciar la cabeza de la muchacha sin mirarla, siguiendo con dedos suaves la frente, luego el contorno de la oreja y luego la línea de los cabellos que crecían bajo la nuca.
- La tendrás dentro de un momento, inglés -dijo. Robert estaba sentado detrás de ella.
- No hables así -dijo María.
- Sí, te tendrá -dijo Pilar, sin mirar ni a uno ni a otro-. No te he deseado nunca, pero estoy celosa.
- Pilar -dijo María-, no hables de esa manera.
- Te tendrá -dijo Pilar, y pasó su dedo alrededor del lóbulo de la oreja de la muchacha-; pero me siento muy celosa.
- Pero, Pilar -dijo María-, si fuiste tú quien me dijo que no habría nada de eso entre nosotras.
- Siempre hay cosas de ese estilo -dijo la mujer-; siempre hay algo que no tenía que haber. Pero conmigo no habrá nada. Yo quiero que seas feliz, y nada más.
María no respondió y siguió tumbada, intentando hacer que su cabeza fuese lo más ligera posible.
- Escucha, guapa -dijo Pilar, pasando un dedo negligente, pero ceñido, por el contorno de las mejillas-. Escucha, guapa, yo te quiero y me parece bien que él te tenga; no soy una viciosa, soy una mujer de hombres. Así es. Pero ahora tengo ganas de decirte a voz en grito que te quiero.
- Y yo también te quiero.
- ¡Qué va!; no digas tonterías. No sabes siquiera de lo que hablo.
- Sí, sí que lo sé.
- ¡Qué va! ¡Qué vas a saber! Tú eres para el inglés. Eso está claro y así tiene que ser. Y es lo que yo quiero. No hubiera permitido otra cosa. No soy una pervertida, pero digo las cosas como son. No hay mucha gente que diga la verdad; ninguna mujer te la dirá. Yo sí me siento celosa lo digo bien claro.