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El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se

sumergían verticalmente en la tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.

“Pero -pensó el viejo- yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero ¿quien sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto.”

El sol estaba ahora a dos horas de altura y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.

“Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente -pensó-. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso.”

Justamente entonces vio una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.

- Ha cogido algo -dijo en voz alta el viejo-. No sólo está mirando.

Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuro y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.

El ave se elevó más en el aire y volvió a girar sus alas inmóviles. Luego picó de súbito y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.

- Dorados -dijo en voz alta el viejo-. Dorados grandes.

Montó los remos y saco un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño mediano y lo cebo con una de las sardinas. Lo

soltó por sobre la borda y luego lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua,

Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo y luego salió agitándolas fiera y fútilmente siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. Es un gran bando de dorados, pensó. Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene chance. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van demasiado velozmente.

El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez y los inútiles movimientos del ave. “Esa mancha de peces se me ha escapado -pensó-. Se están alejando demasiado rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi pescado grande tiene que estar en alguna parte.”

Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas y la costa era solo una larga línea verde con las lomas azulgrís detrás de ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la vista vio el cernido color rojo del plancton en el agua oscura y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales y los vio descender rectamente hacia abajo y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton porque eso significaba que había peces.

La extraña luz que el sol hacía en el agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol y la violada, redondeada, iridiscente, gelatinosa y violada vejiga de una medusa flotando a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por espacio de una yarda.

- Agua mala -dijo el hombre. Puta.

Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos como los que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.

Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar y el viejo gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos de modo que, con su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una tormenta, y oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.

Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad y su gran valor y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas, amarillosas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y comiendo muy contentas las aguas malas con sus ojos cerrados.

No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima hasta a los grandes “baúles” que eran tan largos como el bote y pesaban una tonelada. Por lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensó: “También yo tengo un corazón así y mis pies y mis manos son como los suyos”. Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en septiembre y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.

También tomaba diariamente una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La

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