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- Está casi ciego.

- Es extraño -dijo el viejo- Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.

- Pero usted ha ido a la pesca de tortuga durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

- Yo soy un viejo extraño

- Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?

- Creo que sí. Y hay muchos trucos.

- Vamos a llevar las cosas a casa -dijo el muchacho-. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.

Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargo la caja de madera de los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las camadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que el rocío los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por que dejarlos en el bote.

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

- ¿Qué tiene para comer? -pregunto el muchacho.

- Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

- No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?

- No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.

- ¿Puedo llevarme la atarraya?

- Desde luego.

- No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.

- El ochenta y cinco es un numero de suerte -dijo el viejo-. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?

- Voy a coger la atarraya y salir a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?

- Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos de béisbol.

El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.

- Perico me lo dio en la bodega -explico.

- Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardare las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana nos la repartiremos. Cuando vuelva me contara lo del béisbol.

- Los Yankees no pueden perder.

- Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.

- Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.

- Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland..

- Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Sox de Chicago.

- Usted estudia eso y me lo cuenta cuando

- ¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminan en un ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.

- Podemos hacerlo -dijo el muchacho-. Pero ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete?

- No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?

- Puedo pedirlo.

- Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podrá prestárnoslos?

- Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.

- Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.

- Abríguese, viejo -dijo el muchacho-. Recuerde que estamos en septiembre.

- El mes en que vienen los grandes peces -dijo el viejo-. En mayo cualquiera es pescador.

- Ahora voy por las sardinas -dijo el muchacho.

Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo de la cama y se la echo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaban allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.

El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

- Despierte, viejo -dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas.

El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrío.

- ¿Qué traes?-pregunto.

- La comida -dijo el muchacho-. Vamos a comer.

- No tengo mucha hambre.

- Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.

- Habrá que hacerlo -dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.

- No se quite la frazada -dijo el muchacho-. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.

- Entonces vive mucho tiempo y cuídate -dijo el viejo-. ¿Qué vamos a comer?

- Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.

El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.

- ¿Quién te ha hado esto?

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