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volvió rápidamente al país natal.

La alada Elwing vino entonces a él

y la llama se encendió en las tinieblas;

más clara que la luz del diamante

ardía el fuego encima del collar;

y en él puso el Silmaril

coronándolo con una luz viviente;

Eärendil, intrépido, la frente en llamas,

viró la proa, y en aquella noche

del Otro Mundo más allá del Mar

furiosa y libre se alzó una tormenta,

un viento poderoso en Tarmenel,

y como la potencia de la muerte

soplando y mordiendo arrastró el bote

por sitios que los mortales no frecuentan

y mares grises hace tiempo olvidados;

y así Eärendil pasó del este hacia el oeste.

Cruzando la Noche Eterna fue llevado

sobre las olas negras que corrían

por sombras y por costas inundadas

ya antes que los Días empezaran,

hasta que al fin en márgenes de perlas

donde las olas siempre espumosas

traen oro amarillo y joyas pálidas,

donde termina el mundo, oyó la música.

Vio la Montaña que se alzaba en silencio

donde el crepúsculo se tiende en las rodillas

de Valinor, y vio a Eldamar

muy lejos más allá de los mares.

Vagabundo escapado de la noche

llegó por último a un puerto blanco,

al hogar de los Elfos claro y verde,

de aire sutil; pálidas como el vidrio,

al pie de la Colina de Ilmarin

resplandeciendo en un valle abrupto

las torres encendidas de Tirion

se reflejan allí, en el Lago de Sombras.

Allí dejó la vida errante

y le enseñaron canciones,

los sabios le contaron maravillas de antaño,

y le llevaron arpas de oro.

De blanco élfico lo vistieron

y precedido por siete luces

fue hasta la oculta tierra abandonada

cruzando el Calacirian.

Al fin entró en los salones sin tiempo

donde brillando caen los años incontables,

y reina para siempre el Rey Antiguo

en la escarpada Montaña de Ilmarin;

palabras desconocidas se dijeron entonces

de la raza de los Hombres y de los Elfos,

le mostraron visiones del trasmundo

prohibidas para aquellos que allí viven.

Un nuevo barco para él construyeron

de sándalo y de vidrio élfico,

de proa brillante; ningún remo desnudo,

ninguna vela en el mástil de plata:

el Silmaril como linterna

y en la bandera un fuego vivo

puesto allí mismo por Elbereth,

y otorgándole alas inmortales

impuso a Eärendil un eterno destino:

navegar por los cielos sin orillas

detrás del Sol y la luz de la Luna.

De las altas colinas del Anochecer Eterno

donde hay dulces manantiales de plata

las alas lo llevaron, como una luz errante,

más allá del Muro de la Montaña.

Del fin del mundo entonces se volvió

deseando encontrar otra vez

la luz del hogar; navegando entre sombras

y ardiendo como una estrella solitaria

fue por encima de las nieblas

como fuego distante delante del Sol,

maravilla que precede al crepúsculo

donde corren la aguas de Norlanda.

Y así pasó sobre la Tierra Media

y al fin oyó los llantos de dolor

de las mujeres y las doncellas élficas

de los Días Antiguos, de los tiempos de antaño.

Pero un destino implacable pesaba sobre él:

hasta la desaparición de la Luna

pasar como una estrella en órbita

sin detenerse nunca en las orillas

donde habitan los mortales, heraldo

de una misión que no conoce descanso

llevar allá lejos la claridad resplandeciente,

la luz flamígera de Oesternesse.

El canto cesó. Frodo abrió los ojos y vio que Bilbo estaba sentado en el taburete en medio de un círculo de oyentes que sonreían y aplaudían.

—Ahora oigámoslo de nuevo —dijo un Elfo.

Bilbo se incorporó e hizo una reverencia.

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