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Cuando Nadya trasportada, corrió hacia él para su primera visita, le pareció que ya medio lo habían liberado.

Las limusinas, a veces con chapas diplomáticas, hacían su viaje por la calle Bolshaya Kaluzhkaya. Los ómnibus y troleys se detenían en los portones del jardín Neskuchny, donde estaba ubicada la sala de guardia del campo, como una entrada ordinaria de un proyecto de construcciones. Más arriba, la edificación pululaba de gente vestida con trajes destrozados y sucios, pero así parecen siempre los albañiles y ninguno de los paseantes sospechaba que fuesen zeks. Y quienes lo sospechaban, se callaban la boca.

Era la época del dinero barato y el pan caro. Nadya economizaba en comida, vendía cosas, y llevaba regalos a su marido. Las autoridades siempre se quedaban con ellos. Pero aun así no permitían visitas frecuentes. Gleb no estaba rindiendo como ellos exigían, su cuota de trabajo.

En las visitas era imposible reconocerlo. Como en todas las personas autosuficientes, la desgracia tenía un tremendo efecto sobre él. Se ablandaba, besaba las manos de su mujer y seguía en sus ojos las chispas. Ya no se sentía en la prisión entonces. La vida del campo de concentración excedía todo lo conocido para los caníbales y las ratas con su crueldad y, ahora sí, lo doblegaba. Pero se había dejado ir conscientemente hasta ese límite tras el cual uno no siente ya piedad por sí mismo y sinceramente y tozudamente, repetía: —¡Querida!, no sabes lo que te está esperando. Me aguardarás uno, tres, aun cinco años, pero cuando más se acerque el final, más ardua será tu espera. Y el último año será el más intolerable. No tenemos niños. No destruyas tu juventud por mí. ¡Déjame! ¡Cásate! Nadya meneaba su cabeza tristemente: —¿Quieres librarte de mí? Los prisioneros vivían en un inconcluso sector de la casa departamental que estaban construyendo. Cuando sus mujeres traían paquetes en el troleybus, veían dos o tres ventanas de sus dormitorios sobre la cerca y los hombres a su vez se amontonaban en esas ventanas para verlas llegar. A veces se veían también las prostitutas del campamento. Una prostituta había abrazado a "su marido" de campo mientras desde, la ventana le gritaba a su mujer legal: —¡ Basta de caminar las calles, so puta! ¡Deja tu paquete y vete! ¡Si te veo otra vez en la sala de guardias te escupo en la cara!

Las primeras elecciones de posguerra para el Soviet Supremo se aproximaban. En Moscú preparábanse enérgicamente para ellas. Era indeseable mantener los detenidos por el artículo 58 en Moscú. Eran buenos trabajadores por supuesto, pero podían ser embarazosos. Y la vigilancia se hacía más débil. De modo que para asustarlos, era bueno mandarlos un poco lejos, por lo menos a algunos. Los rumores amenazantes cruzaban el campo y se deslizaban entre los zeks, de que pronto habría trasporte de prisioneros hacia el norte. Los zeks que conseguían papas, las cocinaban ya para el viaje.

Para proteger a los votantes, todas las visitas al campo fueron prohibidas antes de las elecciones. Nadya envió a Gleb una toalla con una nota cosida adentro que decía:

"Mi amadísimo, no importan los años que pasen o las tormentas que estallen sobre nuestras cabezas (ella amaba expresarse en términos floridos), tu muchacha te será fiel mientras viva. Dicen que tu sección será enviada lejos. Estarás en una región distante, lejos de nuestros encuentros por largos años, lejos de nuestras miradas secretas a través de los alambrados de púa; si alguna diversión puede aliviar tus dificultades en esta vida desesperada, diviértete. Consiento, amado, y aún insisto, seme infiel, toma otra mujer. Después de todo, volverás a mí, ¿no es cierto?"

ESTO ES FÁCIL DE DECIR: AFUERA A LA TAIGA

Sin conocer una décima parte de Moscú, Nadya conocía todas las prisiones y su geografía maligna. Estaban distribuidas a través de toda la capital de modo que en ninguna parte de la ciudad faltase una. Nadya había aprendido gradualmente a conocerlas realizando visitas, llevando presentes, haciendo preguntas. Sabía distinguir la Lubyanka de la Unión de la Lubyanka provincial; había descubierto que había prisiones para interrogatorios llamadas KPZ en cada estación de ferrocarril. Más de una vez había estado en Butyrskaya y en Taganka. Sabía qué tranvías llevaban (aunque no figuraba indicado en el trayecto), cómo ir a Lefortovo o Krasnaya Presnya. Conocía la prisión Paz del Marino, que había sido destruida en 1917 y luego restaurada y por fin fortificada; vivía al lado de ella.

Desde que Gleb había retornado de un campo distante a Moscú y no a otro campo esta vez, sino a una asombrosa clase de institución, una prisión especial donde el alimento era excelente y donde trabajaba en materias científicas, Nadya había comenzado a verle de nuevo de vez en cuando. Las esposas no debían saber dónde estaban sus esposos y por eso cada vez eran llevadas a distintas prisiones.

Las más alegres visitas eran en Taganka. Era una prisión para ladrones y no para presos políticos y sus reglas eran más laxas. Las visitas se realizaban en el club de los guardias donde los carceleros entraban en contacto con las musas, tocando sus acordeones. Los prisioneros eran llevados a través de las desiertas calles de Kamenshchikov en ómnibus descubiertos. Sus mujeres los aguardaban en las veredas y cada prisionero podía abrazar a su esposa aun antes que el oficial iniciase la visita. Podían quedar cerca de ellas, decir todo lo prohibido por las regulaciones y aun pasarse algo de mano en mano. Las mismas visitas eran conducidas de una manera libre y fácil. Las parejas se sentaban uno junto al otro y había un guardia para vigilar las conversaciones de cuatro parejas.

Butyrskaya, que esencialmente era una suave y feliz prisión también, parecía maligna a las esposas. Los prisioneros que llegaban a ella desde Lubyanka se sentían atraídos inmediatamente por la disciplina relajada general. No había luz enceguecedora en los boxes, se podía caminar por los corredores sin tener la obligación de llevar las manos a la espalda y se podía hablar con voz normal en las celdas y espiar afuera por los "bozales" de las ventanas; descansar en los lechos de tablas durante el día y hasta, a veces, dormir debajo de ellos. Butyrskaya era más liberal en otros aspectos: de noche se podía conservar las manos bajo el propio saco y no le quitaban a uno sus anteojos; permitían fósforos en las celdas y no quitaban el tabaco de los cigarrillos; y cortaban el pan en sólo cuatro partes y no en pequeños trozos solamente.

Las mujeres no sabían de estas indulgencias. Veían una fortaleza con muros de cuatro estaturas humanas, abrazado en un solo bloque por la calle Novoslobodskaya. Veían portones de hierro entre poderosos pilares de cemento y otros portones que se deslizaban silenciosamente operados mecánicamente en forma insólita para dejar entrar y salir al coche celular. Y cuando las mujeres eran admitidas para sus visitas, eran introducidas por paredes de dos metros de ancho y dejadas entre altos muros circulares que rodeaban la pavorosa torre de Pugachev.

Los zeks comunes veían a sus visitas tras dos verjas. Un guardia caminaba en el espacio entre ellas, como si estuviese en una jaula. Los zeks de alta categoría —los de la sharashka— recibían a sus visitantes sentados a lo largo de una gran mesa, bajo la cual un panel sólido impedía que se tocasen con los pies o hicieran otras señales. Al final de la mesa el guardia estaba sentado como una estatua, vigilante, oyendo todas las conversaciones. Pero lo más opresivo era que el marido parecía surgir desde el fondo sombrío de la prisión, emergía durante una media hora de las densas paredes, sonreía como un fantasma, aseguraban a sus mujeres que estaban viviendo bien, que no necesitaban nada y luego volvían a sus celdas.

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