Quizás porque sus oídos eran jóvenes o porque leía mas de lo que aparecía en los diarios, claramente percibía lo falso y lo exagerado en la exaltación de un hombre, siempre un mismo hombre. ¿Si él era todo, no significaba que los otros hombres eran nada? Por espíritu de protesta Gleb no pudo admirarlo.
Era nada más que un estudiante de noveno grado en la mañana de diciembre, cuando miró, un diario de pared donde leyó que Kiróv había sido asesinado y de repente, como deslumbrado por una luz, supo que Stalin y ningún otro fue su ejecutor. Porque era el único que podía aprovechar de sumuerte. Un sentimiento de soledad acerada lo aprisionó: los otros hombres, adultos, reunidos y hablando a su lado, no entendían esta sencilla verdad.
Después los mismos bolcheviques, que habían hecho toda la revolución y que le habían dedicado todas sus vidas, comenzaron a desaparecer allá por los años de las purgas. Morían por docenas al principio y luego por cientos. Algunos ni esperaban el arresto, y tomaban veneno en sus departamentos. Otros se ahorcaban en sus casas afuera de la ciudad. Pero la mayoría se dejaban arrestar y aparecían en la corte, e innumerables confesaban y se acusaban en voz alta de las peores vilezas y admitían servir a todos los servicios de inteligencia extranjeras. Era tan absurdo, tan grosero, tan excesivo, que sólo una oreja de elefante pudo dejar de distinguir la mentira.
¿No oía en realidad la gente? Los escritores rusos no se atrevían a continuar la herencia espiritual de Puchkin y Tolstoy y escribían ahora elogios y panegíricos dulzones al tirano entronizado. Los compositores rusos entrenados en el conservatorio de la calle Herzen, dejaban sus himnos serviles ante su pedestal.
Para Gleb Nerzhin la campana muda atronó a través de su entera juventud. Una decisión inviolable creció en él: aprender y comprender. Recorriendo los bulevares de su ciudad natal aprendió y comprendió, en lugar de perseguir muchachas y conquistarlas. Gleb iba soñando en el día en que, resolvería todo y hasta quizá penetraría las paredes donde esa gente se habían envilecido antes de morir lo mismo, ajusticiados. Quizás dentro de esas paredes podría entenderlo.
En ese tiempo no conocía el nombre de la prisión principal ni tampoco que nuestros deseos suelen ser satisfechos si realmente son grandes.
Pasaron años. Todo se realizó en la vida de Gleb, aunque no en una forma fácil o placentera. Fue arrestado y llevado detrás de esas mismas paredes que anhelaba atravesar y conoció a aquellos que aún sobrevivían a las purgas, que habían confesado lo inenarrable y quienes no se asombraban de su perspicacia y aun tenían cien veces más que contarles.
Todo se produjo como había deseado, pero a Nerzhin le costó su trabajo, su tiempo, su vida y su mujer. Cuando una pasión singular ocupa el alma, suele desplazar a todas las otras. No hay lugar en nosotros para dos pasiones.
...El ómnibus cruzó el puente sobre el Yauza y continuó a lo largo de infinitas, retorcidas y hostiles calles.
Nerzhin dijo al fin: —¿De modo que tampoco nos llevan a Tanganka? ¿Adonde vamos? No comprendo.
Gerasimovich, emergiendo de la misma clase de reflexiones pesimistas, contestó: —Ese es el acceso a Lefortovo; vamos a su prisión.
Se abrieron las puertas para el vehículo que entró en un patio y se detuvo al frente de un edificio de dos pisos junto a la alta cárcel citada. El teniente coronel Klimentiev ya estaba allí de pie, esperándolos, pareciendo más joven sin su capote ni gorra.
Realmente había menos frío aquí. Bajo un denso cielo nublado, un invierno sin viento y neblinoso.
A una señal del teniente coronel, los guardias salieron del ómnibus, se alinearon en una fila y sólo los dos de los asientos de atrás permanecieron con sus pistolas amartilladas. Los prisioneros no tuvieron tiempo de observar la sección principal de la prisión y siguieron al militar hacia adentro. Había un largo y estrecho corredor y a lo largo se abrían siete puertas. El teniente coronel iba adelante y daba sus órdenes decisivamente como en una batalla: —Gerasimovich aquí; en ésta, Nerzhin; en la tercera...
Cada prisionero entraba en su puerta indicada.
Klimentiev asignó cada guardia a cada puerta. Nerzhin recibió a uno que parecía un disfrazado.
Todas las habitaciones eran para interrogatorios: las ventanas con barras dejaba pasar apenas la luz; los sillones de los interrogatorios y sus respectivos escritorios estaban de frente a las ventanas para recibir el prisionero la luz; había una mesita y una silla para la persona a interrogar.
Nerzhin se movió con el sillón más cerca de la puerta y lo colocó allí para su esposa. Tomó la poco confortable sillita con una rajadura que amenazaba con pellizcarlo. Junto a dicha silla y dicha mesa había soportado hacía un tiempo ¡seis meses de interrogatorios!
La puerta había quedado abierta. Nerzhin oyó los ligeros pasos de su mujer retumbando hacia él por el corredor y su querida voz preguntando:-¿Aquí?
Y entró.
SÉ INFIEL
Cuando el camión, traqueteando, llevaba a Nadya del frente de batalla por sobre raíces de pinos y arena crujiente, Gleb permaneció un buen rato en la trocha hasta que una curva lo tragó y la senda se volvió aún más oscura y más larga. ¿Quién hubiera podido decirles que su separación nunca tendría fin con la guerra y que apenas había comenzado?
Siempre es difícil esperar a un esposo que vuelve de la guerra, pero mucho más difíciles son los últimos meses antes del final. Los fragmentos de granadas y las balas no dan idea de lo que ha estado peleando un hombre.
Entonces fue cuando las cartas de Gleb dejaron de llegar.
Nadya corría cuando llegaba el cartero. Escribía a su marido a sus compañeros y sus oficiales. Pero todos callaban como las tumbas.
No había una, noche en la primavera de 1945 en que la artillería no rompiese el aire y en que no se tomase una ciudad tras otra: Konigsberg, Breslau, Frankfurt, Berlín, Praga.
Pero no llegaba ninguna carta. Sus esperanzas se encogían. Comenzó a sentirse apática y desganada. Pero no podía permitirse ceder o caer en pedazos. Si él estaba vivo y volvía, la habría acusado de perder su tiempo. Se entregaba hasta la extenuación a largos días de trabajo, se preparaba para la licenciatura en química, estudiaba lenguajes extranjeros y materialismo dialéctico y sólo se permitía llorar de noche.
De pronto, por primera vez, el Comando Militar no le pagó a Nedya la correspondiente parte del salario de Gleb.
Pensó que habría muerto en la batalla.
Luego terminó la guerra. La gente corría por las calles arrebatada de alegría. Algunos disparaban pistoletazos al aire. Todos los altoparlantes de la U.R.S.S. anunciaban la victoria y marchas que recorrían la hambrienta y herida tierra soviética.