Petrov, Syagovity, Volodin, Shchevronok, Zavarzin.
LA CAMPANA MUDA
Sentado en la parte de atrás de un ómnibus, junto a la ventanilla, Nerzhin gozaba del movimiento placentero de la marcha. A su lado iba Illarions Pavlovich Gerasimovich, un físico especializado en óptica, hombre de estrechos hombros, no alto, con una enfática cara de intelectual, y anteojos como dibujaban a los espías en los afiches de propaganda.
—Nerzhin cambiaba impresiones con él—: Creó que he experimentado todo y me he acostumbrado a todo y podría sentarme con el traste desnudo sobre la nieve y aun cuando todo el mundo está asustado cuando lo introducen violentamente en vagones de ganado o el guardia de escolta revisa a golpes mi valija o la rompe, nada me llega ni me conmueve ya. Pero hay una sola cosa en mi corazón que no puedo soportar, que vive y no tiene miras de morir: mi amor por mi mujer. Lo que le concierne no puedo resistirlo. Y tener que verla una sola vez por año y no poder besarla, me es insoportable. Realmente es una canallada.
Gerasimovich juntó sus finas cejas. Parecía trágicas aun cuando trazaba diagramas o pesaba cristales.
—Sólo hay probablemente un camino hacia la invulnerabilidad: matar en uno toda ligadura y renunciar a todos los deseos.
Gerasimovich había estado en la sharashkaMavrino sólo unos pocos meses y Nerzhin no había tenido tiempo ni oportunidad de aproximarse a su intimidad ni frecuentarlo. Pero instintivamente le gustó.
No prosiguieron la conversación sino que cayeron en silencio de inmediato. La jornada de una visita era demasiado importante aun en la vida de un prisionero. Era el tiempo en que se revivía la propia alma que había estado durmiendo en un sepulcro. Se levantan los recuerdos que tienen lugar en los días cotidianos. Se acumulaban pensamientos y sentimientos todo el año para gastarlos en esos breves minutos de la unión con alguien cercano.
El ómnibus se detuvo en la entrada. El sargento de la guardia trepó al vehículo y contó los prisioneros que salían, con sus ojos, dos veces. Antes de eso el jefe de la guardia había ya anotado siete cabezas. Luego el sargento revisó bajo el ómnibus que nadie estuviese escondido allí —aun un demonio sin cuerpo que no podría haber estado colgando de los ejes o el diferencial ni un minuto— y luego retornó a la caseta de la guardia. Sólo entonces se abrió el primer, portón y luego el segundo. El ómnibus rodó a través de la línea mágica, sus ruedas cantaron alegremente y sus cubiertas chirriaron a lo largo del camino helado de grava.
Era el secreto profundo del instituto que los zeks de Mavrino debían mantener en esas salidas esporádicas. Porque los visitantes no debían teóricamente saber dónde habitaban sus muertos-vivos, si eran traídos de cientos de kilómetros o desde el Kremlin, de un aeropuerto o de otro mundo. Sólo veían gente bien alimentada y bien vestida con sus blancas manos, gente que había perdido sus anteriores ganas de charlar y sonreían tristemente y les aseguraban que tenían de todo y no necesitaban nada.
Esas visitas eran casi escenas de las antiguas estelas griegas que representaban al muerto y a sus parientes vivos que le construían un monumento. Pero en las estelas siempre había una delgada línea dividiendo un mundo del otro. Los vivos miraban con emoción al muerto que miraba hacia el Hades, ni alegre ni triste, con una mirada clara y trasparente. Nerzhin volvía la cabeza para ver lo que tan pocas veces tenía la posibilidad de ver: el edificio donde vivía y trabajaba desde afuera, el edificio de ladrillos oscuros con la rústica cúpula esférica sobre su base semicircular de mármol y, aún más alto, la antigua torre hexagonal. De la fachada sureña donde estaban Acústica, Laboratorio Siete, el Departamento de Diseño y la oficina de Yakonov, aparecían las filas de las ventanas que no podían abrirse, mirando, indiferentes y uniformes. Y los residentes suburbanos y moscovitas que venían en los domingos no podían imaginarse cuántos hombres eminentes vivían, con sus pasiones sordas, sus apetencias traicionadas, y cuántos secretos de Estado se coleccionaban, empaquetaban, entremezclaban y se calentaban al rojo vivo en esa solitaria, antigua, suburbana y callada estructura. Aún dentro del edificio el secreto impregnaba todo el lugar. Una sala no sabía nada de la otra. Un vecino no conocía al otro. Los oficiales de seguridad no sabían nada de las mujeres singulares, de aquellas veintidós insensatas mujeres que habían sido admitidas como trabajadoras libres en el sombrío edificio. Y como esas mismas mujeres no sabían nada una de otra, ninguna sabía que todas, a pesar de la espada que colgaba sobre sus cabezas, había logrado una relación secreta dentro, se enamoraron de alguien y lo besaron en secreto o se habían apiadado y lo habían comunicado con su familia. Nadie sabía nada: salvo el cielo y, eventualmente, quizá, la historia.
Gleb Nerzhin abrió su caja de cigarrillos roja oscura y encendió uno con esa especial satisfacción con que un buen cigarrillo puede llenar un momento importante de nuestra vida.
Aunque su pensamiento sobre Nadya era el superior y absorbente, su cuerpo, despertado por la novedad del viaje sólo quería viajar y viajar. El ómnibus seguía al parecer para siempre por los senderos nevados con marcas negras, pasando el parque blanco por la helada que cubría las ramas de los árboles, pasando los niños cuyas voces no había escuchado Nerzhin aún, según le pareció, desde la iniciación de la guerra. Los soldados y los prisioneros dejan de oír las voces de los niños.
Nadya y Gleb sólo habían vivido juntos un año, un año de correr de lugar en lugar acarreando portafolios. Ambos cursaban el quinto año y eran estudiantes escribiendo pruebas y rindiendo exámenes estatales.
Luego llegó la guerra.
Para entonces y ahora, otras personas, de su misma época tenían niños corriendo sonrientes a su alrededor. Pero ellos no.
Un niño comenzó a correr a través del camino y el chófer debió esquivarlo con una brusca maniobra. El niño asustado se detuvo, puso su manita en un mitón azulado y se lo llevó a la cara enrojecida.
Nerzhin que no había pensado por años en chicos, repentinamente entendió claramente que Stalin lo había robado y que Nadya y él le debían el no tener niños. Aun si su prisión concluyese y si tuvieran niños más adelante y se volviesen a reunir, su mujer tendría treinta y seis años y quizás cuarenta y sería tarde para tener niños. Stalin se los habría robado. Docenas de niños en vestidos de colores estaban patinando por el lago.
El ómnibus giró en una calle apartada y se lanzó sobre el empedrado.
En las descripciones de las prisiones siempre se ha tratado de marcar sus horrores, pero es más terrorífico cuando tal horror no existe, cuando el horror consiste en la gris monotonía de los años trascurridos. En olvidar que tu única vida que te fue dada en esta tierra está rota. En que estás a punto de perdonar que un cerdo decida sobre ella, y que tus pensamientos están ocupados únicamente en el esfuerzo de apropiarte del mejor pedazo de pan y de recibir después del baño ropa del tamaño adecuado y no deshecha