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—¡Lo pararemos! ¡Prohibiremos esto! Abakumov lo dijo con dolor en la voz mientras seguía escribiendo. Es un error nuestro, Iosif Vissarionovich. Perdónenos. (Esto era de verdad un error. Pudo adivinarlo él mismo). Stalin se plantó frente a él con las piernas separadas.

—¿Cuántas veces debo explicar la misma cosa? ¡Es necesario que lo entiendan de una vez por todas!

Hablaba sin enojo. En sus ojos suavizados se veía confianza en Abakumov —entendería, aprendería— Abakumov no podía recordar cuándo Stalin le había hablado tan simple, tan benignamente. El sentimiento de miedo lo abandonó completamente. Su cerebro trabajaba como de ordinario el de una persona cualquiera. Y el problema que desde hacía mucho lo perturbaba, como un hueso atravesado en la garganta, encontraba ahora expresión.

Reanimado su rostro, Abakumov dijo —¡Comprendemos, Iosif Vissarionovich!

Prosiguió hablando esta vez el ministro —¡Comprendemos: la lucha de clase se intensificará! ¡Mayor razón, Iosif Vissarionovich, para que usted contemple la situación, nuestras manos están atadas por la abolición de la pena de muerte. Nos hemos estado dando con la cabeza contra la pared durante dos años y medio. En este momento no tenemos forma legal para procesar a alguien a quien debamos fusilar. Significa que la sentencia deba darse escrita en dos versiones diferentes. Entonces cuando pagamos a los ejecutores —no hay manera de poner en claro a qué imputar sus salarios, a qué departamento y esto termina por producir una gran confusión en la contabilidad. No hay manera de espantar a nadie con la pena en los campos. ¡Lo que se necesita es la pena capital! ¡Devuélvanos la pena capital Iosif Vissarionovich!Abakumov rogaba con toda su alma, poniendo sus manos sobre su pecho, y mirando esperanzado el atezado rostro del Líder.

Y el rostro de Stalin parecía sonreír, apenas sonreír. Su tosco bigote tembló imperceptiblemente.

—Lo sé —dijo despacio—, comprensivamente. He pensado en ello.

¡Asombroso! Sabía todo, pensaba en todo aun antes de que le fuera preguntado. Como una deidad que ondea, se anticipaba al pensamiento de la gente.

Un día de estos reimplantaré el castigo de la pena capital, dijo caviloso, mirando a lo lejos, como si estuviese contemplando los años del futuro. Será una buena medida educacional.

¡Como podía evitar el pensar en esta medida! Más que nadie había sufrido durante los últimos dos años por haber cedido al impulso de fanfarronear ante el Oeste, engañándose a sí mismo con la creencia de que el pueblo no era totalmente depravado.

Este había sido siempre su rasgo distintivo como hombre de estado y como militar: ni destitución, ni ostracismo, ni asilo de insanos, ni prisión perpetua para quien fuera reconocido como peligroso. La muerte era lo único que tenía sentido válido para ajustar las cuentas. Y cuando su párpado inferior se movía, la sentencia que brillaba en sus ojos, era siempre la misma: muerte.

En su escala no había castigo menor.

Desde la brillante distancia en que estaba ubicado, Stalin clavó sus ojos en Abakumov, y súbitamente ellos se estrecharon astutamente.

—¿No temes ser tú el primer fusilado?

Él apenas dijo "fusilado", dejándolo flotar en la caída de su voz como algo que debe sospecharse.

Pero la palabra irrumpió en Abakumov como escarcha invernal. El Más Próximo y el Más Querido estaba de pie fuera del alcance de Abakumov y observaba y leía cada rasgo del ministro para ver cómo tomaba su broma.

No osando ni levantarse ni permanecer sentado, Abakumov, a medias parado sobre sus piernas encogidas, temblorosas por la tensión.

—¡Si lo merezco, Iosif Vissarionovich!...¡Si es necesario...!

Stalin lo contempló larga, penetrantemente. En este momento debatía en silencio su segundo pensamiento obligatorio acerca de un íntimo: ¿no había llegado el momento de dar cuenta de él?

Jugaba desde hacía mucho con esta vieja llave de la popularidad: estimular primero a los verdugos, y entonces a tiempo, repudiar el celo inmoderado. Había hecho esto muchas veces y siempre con éxito. Inevitablemente llegaría el momento en que sería necesario arrojar a Abakumov dentro del mismo foso.

—¡Correcto! — dijo Stalin con una sonrisa de buena voluntad, como aprobando su rápida sensatez. Cuando lo merezcas, te fusilaremos.

Se movió hacia Abakumov y se sentó de nuevo, pensativo por un momento, y después se puso a hablar más calurosamente de lo que nunca le había oído el ministro del Estado de Seguridad. — Tendrás mucho tarea pronto, Abakumov. Debemos tomar las mismas medidas que en 1937. Antes de una gran guerra se hace necesaria una purga.

—Pero, Iosif Vissarionovich, osó contradecir Abakumov, ¿cree usted que no arrestamos gente ahora?

—Tú llamas arrestar a esto, ya verás. Cuando llegue la guerra, arrestaremos todavía más gente en otros lugares. Refuerza tu organización: ¡Empleados, sueldos... no les rehusaré nada!

Después lo dejó retirarse en paz: —Muy bien, vete.

Abakumov no sabía sí caminaba o volaba a través de la sala de espera para recuperar su portafolio de manos de Poskrebyshev. No solamente podría vivir otro mes más, sino que tal vez esto significaba el comienzo de una nueva era en sus relaciones con el Amo.

En realidad, hubo la amenaza de que sería fusilado, pero esto después de todo, era una broma.

VEJEZ

El Inmortal caminaba por su despacho nocturno, excitado por grandes pensamientos. Una clase de música interior surgía en él, como una enorme orquesta que ejecutara música de marcha.

¿Gente descontenta? Muy bien. Siempre hubo gente descontenta y siempre la habrá.

Pero pasando revista en su mente a la no tan compleja historia del mundo, Stalin comprendió que con el tiempo el pueblo olvidaría todo lo malo, y no solamente lo olvidaría sino que hasta lo recordaría como algo bueno. El pueblo entero era como la reina Ana, la viuda de Ricardo III, de Shakespeare. Su arrebato era corto, su voluntad inconstante, su memoria débil —siempre feliz de someterse por entero al victorioso.

Por eso debía vivir hasta los noventa, porque la batalla no había concluido todavía, la construcción estaba sin terminar y no había quién lo reemplazase.

Para empeñarse y vencer la última guerra mundial. Para exterminar como a ratas la democracia social del Oeste y después todas las otras que estuvieran todavía en el mundo sin derrotar. Entonces, naturalmente, se recogerían los frutos de la productividad del trabajo y se resolverían los variados problemas económicos. Solamente, él, Stalin, conocía la senda por donde se conduciría la humanidad a la felicidad; solamente él sabía cómo empujarla a que se enfrentase con la dicha como al perrito ciego hacia el bol de leche. — ¡Aquí está, bebe!

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