Su primer pensamiento era: ¿hasta donde puede ser creído? y el segundo: ¿no ha llegado el momento de que esta persona sea liquidada? Stalin sabía todo acerca de la secreta fortuna de Abakumov. Pero no tenía apuro en castigarlo. A Stalin le agradaba el hecho de que Abakumov fuese la clase de persona que era. La gente ávida de dinero era fácil de gobernar. Ante todo, Stalin estaba cansado de la gente que permanecía pobre, como Bukharin. Él no entendía sus motivos.
Pero no podía confiar aún en ese comprensible Abakumov. La desconfianza era el rasgo determinante de Iosif Vissarionovich. Desconfianza era su visión del mundo.
No confiaba ni en su madre. Y no tenía confianza en Dios ante quien había inclinado la frente hasta el suelo durante once años de su juventud. Más tarde, no confiaría ni en sus camaradas miembros del Partido, especialmente aquellos que hablaban bien. No confiaba en sus compañeros de exilio. No confiaba en los campesinos que esparcían los granos, y que cosechaban lo producido, a menos que fuesen obligados y que su trabajo fuese regularmente controlado. No confiaba en la labor de los trabajadores a menos que normas de trabajo fuesen establecidas para ello. No confiaba en que la intelligenziacometiese sabotaje. No confiaba en que los soldados y generales luchasen sin la amenaza de penas, fusiles y máquinas a su zaga. No confiaba en sus íntimos. No confiaba en sus mujeres, ni en sus amantes. No confiaba en sus hijos. Y siempre resultaba que tenía razón.
Había confiado en una sola persona, sólo una, en una vida llena de desconfianzas. Una persona tan decisiva en amistad como en enemistad. Sólo una entre tantos; mientras el mundo entero lo observaba, dándose vuelta le ofreció su amistad. Y Stalin confió.
Aquel hombre era Adolfo Hitler.
Stalin había contemplado con malicioso deleite cómo Hitler sometía a Polonia, Francia, Bélgica, y sus aeroplanos ennegrecían el cielo sobre Inglaterra. Molotov regresó asustado de Berlín. Sus oficiales del servicio secreto informaron que Hitler estaba reuniendo sus fuerzas para una guerra en el Este. Hess voló a Inglaterra. Churchill advirtió a Stalin del ataque. Todas las grullas en las aspas de Belorrussia y los álamos de Galitzia gritaban la guerra. Las mujeres en los mercados predecían la guerra día a día. Solo Stalin, permanecía sereno y despreocupado.
Había creído en Hitler.
Casi, casi perdió la cabeza por esta fe.
De tal modo, ahora, una vez por todas, desconfiaba de todos.
Abakumov podía haberle respondido amargamente a esa desconfianza, pero no se animaba. Había sido un error de parte de Stalin salirse de la pista, haber emplazado a aquel cabeza dura de Petro Popivoda, por ejemplo, y hablar acerca de los artículos de los diarios que atacaban a Tito. Nunca debió dar vueltas, justamente sobre la base de sus cuestionarios de seguridad, aquellos buenos camaradas que Abakumov había juntado para cazar al oso. Debió hablar con ellos y confiarse en ellos. Ahora, desde luego, sólo el diablo podía decir qué pasaría con el plan de asesinato. Toda aquella falta de efectividad enojaba a Abakumov.
Pero él conocía a su amo. Nunca se debía servir a Stalin plenamente nunca, nunca más de la mitad. Él no toleraba que se negasen a seguir sus órdenes, pero odiaba un rendimiento total porque veía en ello un atentado a su propia condición de insustituible. Nadie fuera de él podía ser capaz de hacer algo perfecto.
De tal modo, cuando parecía estar erguido en su montura, Abakumov estaba empujando con la mitad de su fuerza y, así hacían todos los otros.
Exactamente, así como el rey Midas convertía todo en oro, Stalin lo volvía mediocridad.
Pero hoy le parecía a Abakumov, al adelantarse con su informe, que el rostro de Stalin se aclaró. Y después de explicarle con todos los detalles la propuesta explosión, el ministro saltó con apuro sobre la Academia Frunze para pasar a la Academia Teológica y daba vueltas y vueltas evitando la cuestión del teléfono, tratando de no mirar al del escritorio para no atraer la atención del Líder sobre él.
¡Pero Stalin recordaba! En ese mismo momento recordaba algo, y debía ser el teléfono. Su entrecejo se frunció en profundas arrugas y el cartílago de su gran nariz se puso tirante. Fijó sus ojos sombríos sobre Abakumov (el ministro intentó asumir una mirada recta, honesta) pero no podía recordar. El desvaído pensamiento se alejó. Las arrugas de su entrecejo se desvanecieron solas.
Stalin suspiró, tomó su pipa y la encendió.
—¡Ah, sí!, dijo en la primera bocanada de humo, recordando otra cosa, no el pensamiento importante que se le había escapado.
—¿Ha sido arrestado Gomulka?
Recientemente Gomulka había sido removido de sus cargos oficiales, e instantáneamente caía en el abismo.
—¡Sí, lo ha sido!, dijo Abakumov aliviado, levantándose a medias de su silla. (El hecho le había sido informado a Stalin). El arresto de la gente era el trabajo más fácil que su ministro podía trasmitirle.
Apretando un botón sobre su escritorio, Stalin encendió la luz. Las lámparas de las paredes brillaron. Se levantó de su escritorio, y humeante la pipa, comenzó a caminar. Abakumov comprendió que su informe estaba terminado, que nuevas instrucciones le serían dictadas. Abrió su gran libreta sobre sus rodillas, sacó una pluma fuente y se preparó a escribir. Al Líder le agradaba que se escribiesen sus palabras.
Pero Stalin se encaminó hacia el combinado y volvió, fumando sin decir palabra, como si se hubiese olvidado por completo de Abakumov. Su rostro gris, picado de viruela, se frunció en un esfuerzo torturado por recordar. Al pasar junto a Abakumov, el ministro vio que los hombros del Líder estaban encorvados hacia adelante, haciéndole aparecer todavía más corto, muy pequeño. Y aunque usualmente se prohibía tales reflexiones allí, no tanto porque ellas pudieran ser leídas por alguna clase de instrumento oculto en las paredes —Abakumov pensó que el Padre del Pueblo no iba a vivir diez años más, que se iba a morir— Abakumov deseó que eso ocurriera pronto. A todos los íntimos le parecía que cuando él muriese, una vida fácil, libre, comenzaría.
Stalin estaba deprimido por esa laguna en su memoria. Su mente estaba rehusándose a servirlo. Al salir del dormitorio había pensado sobre lo que deseaba preguntar a Abakumov, y ahora lo había olvidado. En su impotencia no sabía a qué parte de su cerebro ordenarle recordar.
De pronto levantó la cabeza y miró fijo a la pared. Algo le vino a la memoria, no aquello que quería recordar ahora, sino algo que había sido incapaz de recordar dos días antes, en el Museo de la Revolución, algo muy desagradable.
Algo que había ocurrido en 1937, el vigésimo aniversario de la Revolución, cuando se hicieron tantas reinterpretaciones de la historia. Había decidido revisar las exhibiciones del Museo para estar seguro de que no había, de que no tenían nada equivocado. En una de las salas —la misma en que hoy estaba el enorme equipo de TV— había visto al entrar dos grandes retratos de Zheliabov y Perovskaia en lo alto de la pared. Sus rostros sin temor, sus miradas indomables, gritaban a todos los que entraban: "¡Maten al tirano!"