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Lo confirmo oralmente: tengo el desdichado hábito de leerlos libros que son de mi propiedad, y viceversa, de conservar solamente aquellos libros que he leído.

—¡Peor para usted! — Shikin abrió las manos en un ademán de advertencia. Tenía la intención de hacer una pausa significativa, pero Nerzhin no le dio tiempo. Y para resumir, repito mi pedido: según el artículo siete de la Sección B de reglamentos carcelarios, sírvase devolverme el libro que me fue quitado ilegalmente.

Retorciéndose bajo el aluvión de palabras, Shikin se puso de pie.

Sentado, su gran cabeza hacía esperar un hombre grande, pero al levantarse, parecía encogerse pues tenía brazos y piernas muy cortos. Amenazante se acercó al armario, lo abrió y sacó el hermoso librito de Esenin, con hojas amarillas de alerce en la sobrecubierta.

había marcado varios lugares. Cómodamente sentado en su sillón y de brazos como antes, y sin invitar a Nerzhin a tomar asiento, empezó a leer despacio esas partes. Nerzhin se sentó con calma, manos sobre las rodillas y lo miró con fijeza, sin parpadear.

—Bueno, aquí tiene, escuche esto —dijo el mayor con un suspiro, y empezó a leer sin entonación, amasando el ritmo poético como si fuera pasta:

"Las palmas extrañas y sin vida

Mis poemas también morirán.

Sólo el trigo que se mece

Llorará por su antiguo dueño".

—¿De qué dueño habla, y de qué palmas?

El zek miró las palmas blancas y gordas del oficial de seguridad.

—En cierto modo Esenin era un hombre limitado y había muchas cosas que no comprendía del todo —dijo Nerzhin con voz conciliadora, apretando los labios— Como Pushkin y como Gogol...

—Había algo distinto en la voz de Nerzhin que provocó una mirada aprensiva de Shikin. En presencia de zeks que no le temían, Shikin sentía a su vez un secreto temor: el miedo habitual de la gente bien vestida y con dinero cuando se ven frente a gente mal vestida y sin dinero. En este momento su autoridad no le servía de defensa. Por si acaso, se levantó y entreabrió la puerta.

—¿Y qué dice de esto? — preguntó, volviendo al sillón y leyendo.

"A una rosa blanca con un sapo negro

Quería yo unir en esta tierra...”

—Eso es ¿qué está insinuando ahí?

Un leve espasmo recorrió la tensa garganta del prisionero.

—Muy sencillo —replicó—. No debemos tratar de reconciliar la rosa blanca de la verdad con el sapo negro de la maldad.

Como un sapo negro, el policía de cortos brazos, gran cabeza y oscuro rostro lo miraba, sentado.

—Pero yo, Ciudadano Mayor —las palabras de Nerzhin surgían rápidas— no tengo tiempo para hablar con usted de interpretaciones literarias. El guardia me espera. Hace seis semanas me dijo que averiguaría con la censura. ¿Lo hizo?

Los hombros de Shikin temblaron y cerro de golpe el libro amarillo

—¡No tengo que darle cuentas! No voy a devolverle el libro. En todo caso, no le permitirían llevárselo.

Nerzhin, colérico, se puso de pie sin quitar los ojos de Esenin, Recordaba cómo las manos bondadosas de su mujer lo habían sostenido una vez y cómo había escrito en él.

¡Ya verás cómo lo que has perdido vuelve a ti!

Las palabras saltaron de sus labios sin el menor esfuerzo:"

—¡Ciudadano Mayor! Espero que no habrá olvidado que durante dos años yo exigí del Ministerio de Seguridad del Estado las monedas polacas que me habían quitado; veinte veces cortaron la suma por la mitad hasta reducirla a centavos, que me devolvió el Soviet Supremo.

Espero que no haya olvidado mi pedido de que los cinco granos de la poca harina limpia que la ley nos permita, figuran de veras en mi ración. ¡Se rieron de mí, pero lo conseguí! Y hay otros casos. Le advierto: no abandonaré ese libro en sus manos. Estará moribundo en la Kolima, pero se lo arrancaré. Llenaré todos los buzones del Central y del Consejo de Ministros con quejas contra usted. Devuélvelo y ahórrese todos esos inconvenientes.

Y el mayor de Seguridad del Estado cedió al zek condenado a indefenso, a punto de ser enviado a una muerte lenta. En había averiguado con la censura y recibido la sorprendente repuesta de que el libro no estaba formalmente prohibido. ¡Formalmente! Su agudo olfato le decía que se trataba de un descuido y que el debía, sin la menor duda, estar prohibido. Pero ahora tenía que proteger su buen nombre de las acusaciones de este infatigable perseguidor.

—Muy bien —asintió el Mayor—. Se lo devolveré. Pero no lo dejaremos llevárselo consigo.

Nerzhin se dirigió triunfante a la escalera, sosteniendo el libro con su brillante sobrecubierta amarilla: era un símbolo de cuando todo estaba en ruinas.

En el descanso se cruzó con un grupo de prisioneros que hablaban sobre las últimas novedades. Entre ellos estaba Siromaka, perorando, pero a media voz, para que sus palabras no llegaran a las autoridades:

—¿Qué están haciendo, trasladando a gente así: —por qué? ¿Y quien es la rata que delató a Ruska Doronin?

Apretando el libro junto a sí. Nerzhin corrió al Laboratorio de Acústica. Pensaba cómo podría destruir sus notas de historia antes de que el guardia viniera a buscarlo. Los trasladados no debían correr sueltos por la sharashka.

Nerzhin debía sus últimos instantes de libertad al gran número de zeks trasladados y también, quizás, a la bondad del teniente Primero, siempre lleno de fallas profesionales.

Abrió la puerta del Laboratorio de Acústica. Ante él se abrían a su vez las puertas del armario de acero y, entré ellas, Simochka, vestida otra vez con un feo traje a rayas y un chal gris alrededor de los hombros. Desde la cruel escena de ayer no se habían hablado ni mirado. Más que verlo entrar, ella lo presintió y quedó confusa; no pudo moverse y trató de hacer ver que dudaba qué sacar del armario.

El no pensó ni calculó nada; fue a las puertas de acero y murmuró: —Serafina Vitalievna: después de ayer serial cruel pedirle ayuda. Pero mi trabajo de muchos años va a ser destruido! ¿Debo quemarlo o lo guardara usted?

Ella ya sabía su partida y no se inmutó al oír sus palabras. Pero, en respuesta a su pregunta, alzó los ojos tristes, insomnes, y dijo:

—Démelo.

Alguien se acercaba, y Nerzhin corrió a su escritorio para toparse allí con el Mayor Roitman. Este tenía una expresión apenada; Con una sonrisa forzada le dijo:

—Gleb Vikentich, ¡qué pena, no me han prevenido!... Yo no tenia idea. Y ahora es demasiado tarde para arreglar las cosas.

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