Innokenty dudó. Un jefe amable llamando personalmente de noche...
Su esposa notó la vacilación.
—Un momento... abren la puerta y quizás sea él... sí, ¡Inno! No te saques el abrigo y ven pronto que el general quiere hablarte.
Aunque Dotnara nunca había estudiado arte dramático, como decía su hermana Dinera, era una actriz nata en la vida real. Por más desconfiada y recalcitrante que fuese la persona al otro lado de la línea, la voz de Dotnara le presentó el cuadro indudable de Innokenty parado en la puerta, pensando si sacarse o no los chanclos, después decidido, atravesando la alfombra y levantando el teléfono.
La voz del general era benévola al informar que por fin habían aprobado el plan de trabajo de Innokenty: volaría a París el miércoles; mañana debería delegar sus obligaciones; y ahora mismo lo necesitaban por media horita para coordinar ciertos detalles. Ya habían mandado un auto a buscarlo.
Innokenty colgó. Respiró profundamente, contento, y cuando el aire salió de sus pulmones pareció llevarse consigo su carga de dudas y temores.
—¡Qué te parece, Dotty, vuelo el miércoles! Y ahora mismo voy a...
Pero Dotty ya se había enterado de todo, escuchando.
—¿Crees que yo soy uno de esos "ciertos detalles"? — preguntó.
—Puede ser...
—¿Pero qué les dijiste de mí? — hizo un mohín—. ¿De veras iría Innokenty a París sin su cabrita? La cabrita tiene tantas ganas de ir, también.
—Claro que irás, pero no ahora. Primero me presentaré, veré cómo están las cosas; me iré acostumbrando.
—¡Pero la cabrita quiere ir ahora mismo! Innokenty sonrió y le apretó los hombros.
—Bueno, trataré. Todavía no se habló de eso y ya veré qué puedo hacer. Pero mientras tanto, no te apures para vestirte. Ya no podremos ver el primer acto, ni tenemos por qué ver toda Akulina. ¿no? A lo mejor llegamos al segundo. Te llamaré desde el ministerio.
Apenas se había puesto el uniforme, el chófer tocó el timbre. No era Víctor, que lo llevaba casi siempre, ni tampoco Kostia. Este chófer era delgado, de movimientos rápidos y rostro agradable y culto. Bajó la escalera muy contento, al parecer, caminando junto a Innokenty y dando vueltas a la llave del auto pendiente de su llavero.
—No creo recordarlo —le dijo abrochándose el abrigo.
—Pero yo recuerdo hasta su escalera; Vino a buscarlo dos veces
—la sonrisa del chófer era candida y burlona al mismo tiempo. Sería agradable que un tipo tan vivaracho manejara el auto de uno.
Arrancaron y se acomodó en el asiento trasero. Dos veces el chófer trató de bromear con él por encima del hombro, pero no lo escuchó.
De repente el auto se acercó a una acera y paró junto a ella. Un muchacho de sombrero blando y abrigo ajustado en la cintura, parado en la vereda, levantaba un dedo.
—Es nuestro mecánico del garaje —explicó el amistoso chófer, y empezó a abrir la puerta delantera derecha para que entrara. Pero no se abría; la cerradura parecía trabada. El chófer maldijo hasta los límites convenientes sin muchas ganas y preguntó:
—Camarada Consejero: ¿le permitiría viajar con usted atrás? Es mi jefe estoy en un aprieto.
—Sí, claro —accedió Innokenty. Estaba muy contento; pronto recibiría sus documentos de viaje y su visa, y el peligro quedaría atrás.
El mecánico, un largo cigarrillo en el ángulo de la boca, entró al auto y preguntó, mitad respetuoso y mitad familiar, mientras se dejaba caer el lado de Innokenty:
—¿No tiene inconveniente? — el auto siguió a mayor velocidad.
Por un momento, Innokenty tembló de desprecio mientras pensaba "patán", pero pronto volvió a sus pensamientos sin prestar atención al camino que recorrían.
El mecánico ya había llenado a medias el auto con el humo de su cigarrillo.
—Por lo menos podría abrir la ventana —le dijo Innokenty, alzando una ceja.
Pero el mecánico no entendía de ironías ni abrió la ventana. En cambio, desplomado en su asiento, sacó una hoja de papel de un bolsillo interior, la desdobló y se la entregó a Innokenty.-
—Léame esto, Camarada Jefe. Le daré luz.
El auto subía una calle oscura y empinada, quizás Puscheschnaya.
El mecánico encendió su linterna de bolsillo, enfocando el papel verde.
Innokenty se encogió de hombros, tomó el papel disgustado y empezó a leer descuidado, casi para sí:.
—Yo, Fiscal Asistente General de la U.R.S.S., confirmo...
Como todavía seguía en el mundo de sus pensamientos, no comprendía qué le sucedía al mecánico. ¿Era analfabeto, no entendía lo que leía o estaba borracho y quería conversar de hombre a hombre?
—...orden de arresto —leyó, todavía sin comprender— de Volodin Innokenty Artemievich, nacido en 1919...
Y sólo entonces sintió como si una enorme aguja le traspasara todo su cuerpo a lo largo y un calor abrasara todo su cuerpo, abrió la boca pero ningún sonido salió de ella. Las manos, sin soltar el papel verde, cayeron en su regazo, y el "mecánico" le agarró el hombro cerca de la nuca y tronó amenazadoramente:
—¡Bueno, tranquilo, tranquilo, no se mueva o lo ahogo aquí mismo! Cegó a Innokenty con la linterna y le arrojó humo a la cara.
Aunque acababa de leer que estaba arrestado, y aunque eso significaba la destrucción y fin de su vida, lo que ahora no podía soportar era la insolencia, las garras, el humo y la luz en la cara.
—¡Suélteme! — gritó, tratando en vano de separar los dedos de su hombro. Ahora ya comprendía que se trataba de una auténtica orden de arresto, pero seguía pensando que si lograba vencer la circunstancia adversa de encontrarse en ese auto, junto a este "mecánico", si conseguía huir y llegar a su jefe en el ministerio, el arresto quedaría anulado.
Movió temblando la perilla de la puerta a la izquierda, pero tampoco se abrió; otra cerradura trabada.
—¡Chófer!-exclamó enojado—. ¡Usted va a responder por esto! ¿Qué provocación es ésta?,-gritó enojado.
—Yo sirvo a la Unión Soviética, Consejero —saltó agresivo el chófer.
Obedeciendo las reglas de tránsito, el auto dio toda la vuelta a la bien iluminada Plaza Lubianka, como en una despedida de Innokenty al mundo que dejaba, una ultima mirada a las Lubiankas nueva y vieja, de cinco pisos, donde su vida debía terminar.
Filas de automóviles se detenían y volvían a andar sujetos a las luces. Trolebuses oscilaban a un lado y otro. Ómnibus tocaban bocinas. Pasaba gente en densos grupos, ignorantes de la víctima arrastrada que iba a su fin ante sus ojos.