Innokenty, ceñudo, comenzó a dar vueltas a su oficina.
Sí, eso es lo que temía: no la muerte en sí, sino la tortura.
Epicuro dijo que era posible vencer a la tortura. ¡Ah, si él tuviera esa fuerza!
Pero no la sentía en su interior.
¿Y morir? Quizá no le importara tanto si la gente lo supiera: si conocieran el motivo, y si su muerte pudiera servirles de inspiración;
Pero no, nadie lo sabría. Nadie vería su muerte. Lo fusilarían en el sótano como a un perro, y su "caso" sería archivado en alguna parte, tras mil cerrojos.
Con todo, sus pensamientos le trajeron una especie de calma. La parte más cruel de su desesperación pareció quedar atrás. Antes de cerrar su cuaderno, leyó la última anotación: "Epicuro influyó en sus discípulos para qué no participasen en la vida pública".
Sí, muy fácil: ser filósofo en medio de jardines...
Innokenty echó la cabeza hacia atrás, con un movimiento de pájaro que deja correr él agua por su buche.
¡No! ¡No!...
Las agujas afiligranadas del reloj de bronce, marcaban las cuatro menos cinco.
Afuera oscurecía.
ESA NO ES MI ESPECIALIDAD
Al anochecer el automóvil Zim, largo y negro, franqueó los portones que se abrieron para darle paso. Aceleró en las curvas de asfalto de Mavríno, limpiadas por la ancha pala de Spiridon y tomó contacto con el oscuro pavimento. Pasó el Pobeda de Yakonov, estacionó junto al edificio y paró abruptamente en la pretenciosa entrada de piedra.
El edecán del teniente general saltó afuera y abrió la puerta posterior con rapidez. El corpulento Foma Oskolupov, de abrigo gris que le quedaba chico y alto gorro de astrakán gris, salió del auto y se enderezó. El edecán abrió las dos puertas sucesivas que daban acceso al edificio y subió las escaleras, abstraído. En el primer descansillo, más allá de dos anticuadas lámparas de pie, había un vestuario. El encargado vino corriendo a buscar el abrigo del general, aunque sabía que era inútil. El general no se quitó el abrigo ni el gorro y siguió subiendo por una rama de la escalera dividida. Unos zeks y libres subalternos huían a su paso. El general, con su gorro de astrakán, subía los escalones con dignidad pero —las circunstancias lo exigían— a prisa. El edecán, que había dejado sus cosas en el vestuario, lo alcanzó.
—Busque a Roitman —le dijo Oskolupov por encima del hombro—. Avísele que dentro de media hora voy a visitar el nuevo grupo para comprobar los resultados.
Ya en el descanso del tercer piso, no se dirigió a la oficina de Yakonov, sino que tomó la dirección opuesta, hacia el Laboratorio Número Siete. El oficial de guardia vio su espalda que desaparecía y de inmediato empezó a buscar a Yakonov, para darle aviso.
En el GRUPO SIETE reinaba la desorganización. No hacia falta ser especialista —y Oskolupov no lo era— para comprender que nada funcionaba bien, que todos los sistemas instalados durante largos meses estaban ahora desconectados, destrozados, en pedazos. El matrimonio de "vo-en-cla" con la tarea Siete había comenzado mal: ambos recién casados sometidos a una minuciosa disección, unidad por unidad, parte por parte, casi condensador por condensador. Aquí y allá se elevaba el humo de soldadores y de cigarrillos, se oía— el chillido de un torno manual, las maldiciones de los trabajadores y a Mamurin que, histérico, gritaba al teléfono.
Pero el humo y el ruido no impidieron a Siromakha notar de inmediato la presencia del teniente general. Su mirada vigilante nunca abandonaba la puerta de entrada. Arrojó su soldador y corrió a avisar a Mamurin, que seguía en el teléfono; levantó la silla tapizada de Mamurin y se la llevó al general, esperando que le dijese dónde ponerla. En cualquier otro todo aquello hubiera parecido servilismo, pero Siromakha le dio el aspecto de un servicio honorable prestado por un joven a una persona mayor y respetada. Quedó rígido, esperando instrucciones.
Siromakha no era ingeniero ni técnico: se convirtió nada más que en un obrero electricista en GRUPO SIETE, pero con su rapidez, su lealtad, su prontitud para trabajar veinticuatro horas diarias y para escuchar con paciencia todas, las deliberaciones y dudas de sus superiores, gozaba de excelente reputación y se le permitía asistir a las conferencias de los jefes. Él estaba convencido de que, a la larga, todo eso le sería más útil que su trabajo de delator, y le permitiría ganarse la libertad.
Foma Gurianovich Oskolupov se sentó sin quitarse el gorro y desabrochando sólo algunos botones de su abrigo.
El laboratorio quedó en silencio. El torno eléctrico dejó de tornear. Los cigarrillos se apagaron y las voces se aquietaron. Sólo Bóbinin, sin dejar su rincón apartado, siguió dando instrucciones a los obreros con su voz de bajo; y Prianchikov, irresponsable, siguió dando vueltas alrededor de su puesto en ruinas con un soldador caliente en la mano. El resto miró y esperó la palabra del jefe.
Tras su difícil conversación telefónica —durante la cual se había peleado con el jefe de reparaciones, culpable de arruinar los paneles armados— Mamurin, exhausto, se limpió el sudor de la cara y fue a saludar a su ex-colega, ahora gran jefe casi inaccesible. (Oskolupov le tendió tres dedos), Mamurin había llegado al punto de palidez y debilidad en que parece criminal dejar a una persona que salga de la cama. Los golpes de los últimos días le habían hecho mucho más daño que a sus colegas de alta graduación: la cólera del ministro y el desmantelamiento de la máquina. Si hubiese sido posible que los tendones, visibles a través de la piel, se parecieran aún más a cuerdas, eso habría ocurrido. Si los huesos humanos pudieran perder peso, los suyos lo habrían perdido. Durante más de un año Mamurin había vivido para la máquina, seguro de que ésta, como el caballito jorobado del cuento infantil ruso, lo sacaría de penas, Ninguna compensación, ni siquiera la trasferencia de Pryanchikov al Siete, con el Vo-en-cla, podía mitigar la catástrofe que se avecinaba.
Foma Gurinovieh Oskolupov era un director capaz, aunque nunca había llegado a dominar los conocimientos y habilidades inherentes a lo que dirigía. Pero sabía desde antiguo que lo único que debe hacer un jefe es reunir las opiniones de subordinados inteligentes y dirigir a éstos. Y eso hacía ahora.
—Bueno, ¿qué pasa? — preguntó ceñudo—. ¿Cómo van las cosas?
Los estaba obligando a hablar.
Comenzó una conversación aburrida, fútil y que sólo servía para alejar a la gente de su trabajo. Hablaban sin ganas, suspirando; si dos empezaban a decir algo al mismo tiempo, ambos cedían al instante.
Había dos temas dominantes: "Es esencial que..." y "Es difícil que..." "Es esencial", correspondía al frenético Markushev, apoyado por Siromakha. Markushev, pequeño, granujiento e inquieto, trataba febrilmente, día y noche, de descubrir el camino de la gloria, para quedar libre antes de tiempo. Había propuesto combinar la máquina y el "Vo-en-cla", no porque estuviese seguro de que la combinación era buena técnicamente, sino porque serviría para quitar importancia a Bobinin y Prianchikov y para dársela a él. Y aunque no le gustaba trabajar "para otros" (o sea, sin disfrutar del resultado de su trabajo), estaba furioso porque sus camaradas del Siete habían perdido él valor. En presencia de Oskolupov se quejó, con medias palabras, de la falta de interés de sus ingenieros.