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—¡Hermanos! ¿Quién ha almorzado ya?

¿Qué había de segundo plato? ¿Valía la pena estar allí?

Khorobrov, señalando con la cabeza la orden de pago en la mano de Lyubimichev, respondió:

—Acabas de recibir una buena cantidad de dinero, ¿no es así? Puedes pagarte el almuerzo.

—¿Qué quieres decir con una buena cantidad? — preguntó Lyubimichey con naturalidad, y estaba a punto de guardar la orden de pago en el bolsillo. No se había preocupado de ocultarla porque pensó que nadie se atrevería a pedir que se la mostrara, desde que todos tenían buen respeto de su fuerza.

Pero mientras estaba hablando con Khorobrov, Bulatov, como chacoteando, se inclinó y leyó:

—¡Oh! ¡Mil cuatrocientos setenta rublos! ¡Puedes escupir la comida de Antón de ahora en adelante!

Si se hubiera tratado de otro zek, Lyubimichev bromeando lo hubiera golpeado en la cabeza y se hubiera rehusado a mostrar su orden de pago. Pero no podía hacerlo con Bulatov, porque éste le había prometido, estaba tratando de hacer entrar a Lyubimichev en el GRUPO SIETE. Hubiera sido dar un golpe contra el destino y la oportunidad de obtener la libertad. De manera que Lyubimichev respondió:

—¿Dónde ves los miles? ¡Mira!.Y todo el mundo vio 147.000 rublos.

—¡Vaya, qué cosa extraña! ¿Por qué no enviarían 150? — observó Bulatov imperturbable—. Bien, apresúrate; hay chuletas de segundo plato.

Pero antes de que Bulatov hubiera terminado de hablar y antes de Lyubimichev pudiera alejarse, Khorobrov comenzó a temblar. Ya no podía seguir desempeñando su papel. Olvidó que debía controlarse, sonreír, y luego seguir "pescando". Olvidó que la única cosa importante era identificar a los informantes. No podían ser destruidos. Pero, habiendo sufrido él mismo de sus manos, y habiendo visto muchas vidas arruinadas por ellos, odiaba a esos delatores rastreros más que a nada en el mundo. ¡Lyubimichev era bastante joven como para haber sido hijo de Khorobrov, era lo bastante apuesto como para posar para una estatua, y había resultado ser semejante rata!

—¡Hijo de perra! — explotó Khorobrov con labios temblorosos—. ¡Tratando de salir antes de tiempo a costa de nuestra sangre! ¿Qué te faltaba?...

Camorrero, siempre listo para una pelea, Lyubimichev dio un salto hacia atrás y lanzó su puño.

—¡Tú... Vyatka... carroña! — amenazó.

—¡Cuidado, Terentich!, — dijo Bulatov, saltando aún más rápido para apartar a Khorobrov.

El corpulento y desmañado Dvoyetyosov, en su astroso chaquetón marino, tomó el puño de Lyubimichev y lo retuvo.

—¡Despacio, muchacho! — dijo con una sonrisa desdeñosa, con esa calma casi acariciadora que resultaba de la elástica tensión de todo su cuerpo.

Lyubimichev se volvió con presteza, y sus ojos abiertos como los de un ciervo, se encontraron con la mirada miope y saltona de Dvoyetyosov.

Lyubimichev no echó atrás su otro brazo para golpear. Comprendió por la mirada del campesino y por la forma en que retenía su brazo, que uno de los dos resultaría muerto.

—¡Tranquilo, muchacho! — repetía insistentemente Dvoyetyosov—, el segundo plato es una chuleta. Apresúrate y come tu chuleta.

Lyubimichev, liberándose de un tirón, se alejó. Con una sacudida orgullosa de la cabeza subió las escaleras. Sus mejillas llenas y satinadas estaban ardiendo. Quería encontrar la forma de arreglar cuentas con Khorobrov. Todavía no tenía plena conciencia de cómo lo había herido la acusación. Estaba dispuesto a asegurar a cualquiera que él entendía la vida, pero había resultado que no era así., ¿Cómo pudieron adivinarlo? ¿Dónde pudieron enterarse?

Bulatov lo observó marcharse; entonces, se llevó las manos a la cabeza.

—¡Señor! ¿En quién podremos confiar ahora?

Toda la escena se había desarrollado sin movimientos bruscos, por eso nadie en el patio la advirtió, ni los zeks que estaban caminando, ni los dos guardias que permanecían inmóviles en el límite del área de ejercicios. Sólo Siromakha, con sus ojos pesados, cansados y a medio cerrar, había visto todo desde adentro de la puerta. Recordando el grupo reunido alrededor de Ruska un poco antes, comprendió exactamente lo que había pasado.

Corrió a ocupar el primer puesto en la fila.

—¡Escuchen, muchachos! — les dijo a los que estaban al frente—. He dejado mi circuito en marcha. ¿Qué les parece dejarme entrar antes de mi turno? No tomaré más que unos segundos.

—Todos hemos dejado en marcha nuestros circuitos.

—Todos tenemos una criatura —respondieron y rieron.

—No lo dejaban adelantarse.

—¡Iré a desconectarlo! — exclamó Siromakha preocupado, y corriendo pasó a los "cazadores" y desapareció en el edificio principal. Sin detenerse para tornar aliento, corrió hasta el tercer piso. La oficina del Mayor Shikin estaba cerrada con llave desde adentro, y la llave estaba en la cerradura. Podía estar en un interrogatorio. O tener una cita con su alta y delgada secretaria. Siromakha no tuvo más remedio que bajar las escaleras.

Con cada minuto que pasaba se hacía más peligrosa la situación para la red de informantes y él no podía hacer nada.

Sabía que debía volver a ponerse en fila otra vez, pero la sensación de ser un animal acosado era más fuerte que su deseo de buscar favores. Era terrible pensar en atravesar de nuevo por esa colérica y malvada turba. Hasta podrían atraparlo. Todos lo conocían demasiado bien en la sharashka.

Entre tanto en el patio salía de una entrevista con Mushin, el doctor de ciencias químicas, Orobintsev, que era un hombre pequeño con anteojos, llevando el hermoso abrigo y gorro de piel que usaba cuando era libre, porque no había sido llevado a una prisión de tránsito, y aún no le habían quitado sus pertenencias—; había reunido a su alrededor otros ingenuos como él, incluyendo el diseñador calvo, y estaba acordándole una entrevista. Es bien sabido que una persona cree, en general, sólo lo que quiere creer. Aquellos zeks que querían creer que la lista de parientes que recién habían elevado no era una denuncia sino una medida inteligente y reguladora, se apiñaban ahora alrededor de Orobintsev. Éste acababa de entregar su lista, prolijamente dividida en columnas. Había hablado en persona con el Mayor Myshin y ahora estaba repitiendo con autoridad las explicaciones del oficial de seguridad: dónde debían ponerse los nombres de los niños menores, y qué hacer si el padre de uno no es su verdadero padre. Sólo una vez el Mayor Myshin molestó a Orobintsev ultrajando sus buenos modales. Éste había dicho que no recordaba el lugar del nacimiento de su esposa y Myshin abrió la boca grande y comenzó a reír. "¿Qué significa eso de que no lo recuerda? ¿La encontró en un prostíbulo?"

Ahora las confiadas ovejas estaban escuchando a Orobintsev. Otro grupo permanecía al reparo de tres troncos de tilos, mientras Adamson les hablaba.

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